martes, 28 de febrero de 2017

Cuando las relaciones se hicieron tanto o menos importantes que una serie de Netflix.

Cuando las relaciones se hicieron tanto o menos importantes que una serie de Netflix.

¿Con quién me estoy enojando? ¿Por qué me enojo tanto? Hay varias hipótesis. La primera: enojada, al igual que enamorada, me inspiro mucho más y mejor. Claro que enojada soy mucho más entretenida, al menos discursivamente hablando. Me enojo porque es mi vocación enojarme. Ojo, estoy mucho mejor, antes me indignaba. Pero ahora he logrado restarle contenido moral a mis enojos, me he sustraído de esa necesidad intelectual de darle a la amonestación un carácter ideológico académico… Bueno, un poco al menos, vamos progresando. Pero el asunto es que escribo mucho más y más apasionadamente cuando me enojo. Es que mi frustración tiene que ver con dos cosas en apariencia separadas pero en verdad siamesas: el amor y la ideología. Pasé mucho tiempo tratando de discriminar una de la otra: por un lado mis fanatismos políticos, mis ideas, mis convicciones, por otro lado el amar, el sentir, las emociones. Ahora descubro que van juntas, porque amo con ideas sobre el amor y porque pienso con amor a las ideas que tengo. Pero para ser más clara en vistas de una obsesiva disección de los tópicos (¡Ohh! Vieja y querida amiga Neurosis Obsesiva, ¿dónde estás? Aquí las incertidumbres histéricas te estamos extañando) voy a centrarme en el amor hoy, haciendo de cuenta que se puede hacer de él un elogio sin mezclarle los contenidos intelectuales. Veremos qué sale…
Cuando son cosas de amor las que llaman a mi puerta entonando el villancico de la frustración, se abre nuevamente ese camino de la resignación que, como a muchos, me toca emprender de vez en cuando. Momento en que una agigantada urdimbre de rencores particulares  pero de carácter universalizante se apodera de mí y pugna por salir en alguna forma. Abandono entonces los siempre lamentables intentos de poesía (no por lamentables sino por caducidad de las musas) y me entrego a la reflexión, acaso como paliativo de mi congoja. Tal vez como acto redentor frente al pasado más reciente donde, en un abrazo nupcial, la ensoñación y la fantasía hicieron de mi capacidad intelectual un territorio eludido, o más bien, puesto al servicio del idilio. La necesidad de recobrar la dignidad perdida en la fallida conquista amorosa convoca entonces a un ejército de guerreros sedientos por repatriar el pensamiento y ponerlo al servicio de tareas intelectuales. Es así como la vehemencia enérgica de mis palabras se parece al enojo, al igual que el frenesí es el motor de los soldados para atrincherarse en las fronteras de la inspiración y reconquistar el territorio perdido a manos de la insensatez y la osadía romántica. Así lo siento, así lo vivo, así lo reflexiono, así lo tramito. Pero mucho cuidado con creer que me enorgullezco de semejante melindre. No lo hago. He pasado mucho tiempo mofándome del amor y sufriéndolo al mismo tiempo, conviviendo en mí el sueño romántico y la horda de bárbaros cinchando para evitar la catastrófica entrega erótica. Como dije hace poco en alguna de mis habituales conversaciones: desde que descubrí que tengo una sensibilidad demasiado arraigada como para no dejarme tentar una y otra vez por los ideales del amor, prefiero asumirme vulnerable, e incluso imbécil de una buena vez, en lugar de jugar a la ciclotimia: cuando va bien, “¡Viva el amor!”, cuando va mal, “¡Avancen las tropas!” No. Prefiero jugar en la lotería de la vida siempre con la misma cifra, sólo la suerte dirá si alguna vez me toca recibir algún premio. Así que me asumo para siempre en la limitada certeza de ser una soñadora romántica y, para cuando lleguen los hachazos, me conformo con saber que siempre tendré la esperanza de repatriar algunos bienes y salir escribiendo, como ahora.
Como he dicho ya en algún otro lugar, en el mercado del abasto de las asignaciones personales no me ha tocado en suerte el don de la composición artística. En cambio sí he salido muñida de un manojo de habilidades y tal vez cierto gusto por la escritura sea una de ellas, además de un cada vez más espeluznante poder de discernimiento de dudoso beneficio. Ese discernimiento es el que me lleva hasta la puerta de mi propia boludez siempre cuando el camino de regreso ha quedado ya muy atrás. En otras palabras: no puedo evitar darme cuenta de qué tan ingenua he sido cada vez, pero el costo de esa advertencia es saber que es muy tarde para remediarlo. Entonces descubro la necesidad de expiar mis penas, mis pecados, mis amores. Comienzo a transitar ese camino empedrado de la resignación ya sin ningún propósito de encontrar el modo de evitármelo en el futuro sino más bien con la plena certidumbre de que no será la última vez. Pero además están esos soldados, mercenarios de la frivolidad dispuestos a la batalla intelectual, ansiosos por clamar el retorno del caído a manos de la sensiblería lobotomizante. Por eso, al modo de una solución sintomática, trato de entregarme al proceso de desasimiento afectivo mitigando el dolor con algo de reflexión. Amo y pienso, destino de mi vida.  Entonces comienzo a fantasear con la plataforma, la emisión de verdades, la arenga esclarecedora, acaso redentora, que escribo en las cercanías del dolor o del desengaño y que me permito imaginar como palabras que acaso puedan llegar a otros, librándolos de la atadura de la boludez que alguna vez me amedrentó. Y, ¿cuál es esa boludez? La de creer que la solución está en renegar de las relaciones como si ellas fueran el flagelo de una supuesta felicidad exenta de conflictos.
Como si mi tendencia a sujetar el despliegue incontrolado de mis emociones no fuera suficiente, hay además toda una épica posmoderna puesta al servicio de anunciar la muerte del amor llamado verdadero, el fin de las utopías románticas. Constatado ya como un hecho que las relaciones humanas, fundamentalmente aquellas que tienen que ver con el comercio sexual, se han deteriorado, al menos enrarecido, parece que ello ha ido abonando la idea de que tal perspectiva es, por un lado irreparable, por otro lado tendencia, finalmente norma[1]. Estamos en la era, como dijo una buena amiga[2], en la que las relaciones parecen menos importantes que un click o una serie de Netflix. Las personas se preocupan por la continuidad de dichas series y la entrega de sus extensas temporadas, pero asumen con aparente indiferencia la interrupción de un vínculo amoroso. No viene al caso citar la mal llamada sabiduría popular para demostrar cómo circulan estos discursos, basta simplemente con extraer su sentido más condensado: “el amor ya no existe”. ¿Qué? La sentencia lapidaria proviene de un desencanto evidentemente anterior: “el amor eterno es una construcción de la sociedad”. Como si las construcciones humanas fueran menos reales por ser construcciones, o por ser humanas, no lo tengo claro. El asunto es que aparentemente hay un hábito por declararse “desengañado” en los asuntos vinculares, porque mostrarse advertido del “engrupe” tiene muy buena prensa hoy en día. Pero además se mezclan allí, con disfraz de deducción lógica una gran cantidad de falacias. La primera: asociar lo verdadero a lo eterno. En ningún lado está escrito ni aún vivenciado por las humanas existencias que lo verdadero deba participar de lo eterno, y ni aún lo eterno es condición de perdurabilidad. Pero, para ir más lejos: ni siquiera habrá de ser perdurable nada de lo que existe para que sea llamado verdadero y, en cuanto a lo eterno, qué sé yo… La confusión proviene del forzamiento de tratar de medir los asuntos terrenales con la vara de la sacralidad. Que me diga algún humano qué idea tiene, con qué categoría del intelecto piensa la dimensión de lo eterno y luego lo discutimos. Mientras tanto yo trato de hacer algo con el amor, que padezco, siento y disfruto, y le dejo lo eterno a los teólogos. No me ocupa, no puedo ni empezar a pensarlo con la levedad de mis categorías conceptuales y vivenciales. De lo que sí puedo dar cuenta, aunque sea de modo torpe, es de la experiencia de frustración que trae aparejada la osadía de intentar generar un vínculo y mucho más aún, sostenerlo. En esa opereta andamos más o menos todos y cada uno de nosotros puede seguramente dar al menos una referencia de cómo cuesta establecer un lazo más o menos satisfactorio con el semejante. Mientras tanto, o tal vez como causa de lo mismo, una aparentemente emancipadora conducta sexual se instala justo en el lugar vacante que dejan las fallas del encuentro. Sobadas como lechón para navidad por los discursos del consumo, triunfo de un capitalismo creador de nueva subjetividad, las pretensiones individuales e intantáneas flamean sus banderas. Entonces surgen las iniciativas al goce sin restricción y el acceso al sexo se convierte en un… ¿Derecho? Una calamidad contractual. Y si el goce sexual es un derecho, ¿por qué demorarlo con el siempre fatigante lobby de la seducción y el diálogo? Demasiado trabajo, ¿no? Y encima sin garantías de cópula. De modo que en la sociedad del goce del consumo, el sexo es necesidad básica y el discurso del amor, un letargo parlamentario obsoleto.
La manifestación visible de esta tendencia es la aparentemente desenfadada forma de crear lazos al otro. Como una especie de aplanadora de la subjetividad se pelan las ganas ofreciéndose los cuerpos a una simbolización mínima. La carne, el coito y ya. Porque es supuestamente lo que todos quieren. Primero fueron los hombres (“¡Ohhh! Malditos mercenarios del patriarcado…”) y ahora también las mujeres (“¡Adelante compañeras, hagámonos del falo sin restricciones! ¡A por ello!”). Triste. ¿Para quién? Para todos.
A esta altura, algunos podrán espetarme que estoy mezclando todo, que nada tienen que ver las relaciones sexuales ocasionales, los amantes esporádicos, con el amor. Podrían decirme también que existen encuentros eventuales entre personas que, de una u otra manera, han decidido compartir el placer sin llegar a la pareja. Teniendo en cuenta ello podrán agregar que tales partenaires han acordado dejar por fuera el amor y, con una libertad que evidentemente me sería desconocida, se entregan al goce sin los enredos de eros. Sin embargo este tipo de relaciones no existen por fuera del amor que hoy intento rescatar de las garras de la desmentida. Cuando dos personas, con mayor o menor nivel de acuerdo y premeditación, se entregan a una relación de frecuencia relativa o incluso ocasional, también participan de una forma de amor. Para que dos personas tengan un encuentro satisfactorio deberán acudir al mismo con las credenciales del deseo, de otro modo no veo cómo se pueden encender las maquinarias del placer sexual. Sin el deseo lo que prima es un goce genital. De ahí a la animalización hay un paso. Pero, cuidado, porque los seres hablantes tenemos pocas chances de triunfar en el descarnado mundo animal sin sacrificar al mismo tiempo una parcela del alma. Campear una sexualidad tan biológica expone al hablante-ser, más tarde o más temprano, a padecer la “experiencia del vacío”, más académicamente hablando: el sinsentido o depresión. No estoy hablando de las elecciones personales de cada uno, habrá quienes sí, y desde los tiempos más remotos, acuden al sexo sin demasiados velos y no por ello disfrutan menos. De lo que estoy hablando es del efecto subjetivo de la desmentida del amor como discurso. Es decir: cuando se instala una forma como norma y, como tal, recae sobre todos los individuos, quiéranlo o no. Y la norma es hoy desvelar el encuentro entre los amantes, desvelar en el sentido de quitarle los velos, las vestiduras, esas que cubren anatomías e intenciones. Esos velos que hoy se levantan impúdicamente son los eróticos y, como tales, participan de las cualidades del amor. Los velos son disimuladores erógenos que demoran, aunque sea un rato más, lo anhelado en pos de una  recompensa aún mayor que la de la simple descarga. Pero en este discurso de la desmentida del amor todo lo que se parece a la espera amenaza el soberano derecho del acceso instantáneo, propio de la sociedad del consumo; y lo que se asocia con los “velos”, aparece cargado del significado del engaño, otro enemigo de la supuesta clarividencia del sujeto posmoderno, iluminado como está acerca de su verdad sexual que alza como estandarte. Por eso los encuentros (en verdad, colisiones sexuales) están cada vez más adictos a  hacer de cuenta que los velos no tienen lugar, o no deberían tenerlos. Y si se me permite una opinión personalísima acerca del amor y el engaño, ya que de velos estamos hablando: sí, pienso que el amor participa del engaño, pero no en el sentido del fraude. Engaño en el sentido de disimular eróticamente el objetivo primario del “homo sapiens” que es, si Dolina tiene razón, siempre levantarse una mina (o tipo, dependiendo los gustos). Engaño como ficción necesaria para vivir la escena del amor. El engaño amoroso no es la estafa pero tampoco es la desmentida; es oportuna distorsión si se quiere, de la animalidad que nos habita, siempre compleja y mezclada con la historia narrativa del vivir (otro patrimonio de lo exclusivamente humano). Yo, en lo personal, necesito de esa demora, de ese engaño, distorsión de los antojos, ese lugar donde no queda más remedio que llenar el espacio con palabras, aunque sea con torpes palabras, pero palabras al fin, territorio propicio para una cierta narrativa (romántica, dramática, trágica, cómica, la que resulte de la osadía de atreverse más allá de la falta de garantías de resultado). En la demora que inaugura el velo de las palabras, si la cosa sale más o menos bien, tal vez emerge algo parecido a un encuentro, o puede darse acaso el desencuentro, pero en cualquier caso se trata de personas, que han puesto de sí mismos a jugar algo valioso: sus sentimientos, sus pudores, sus miedos. A todo eso le llamo amor, muy lejos de divinizaciones y de eternidades. Lo llamo amor porque es la piedra fundamental que sienta las bases de un acercamiento entre dos mundos llenos de complejidades y fallas que somos cada uno de los que nos atrevemos a intentar enlazar al otro de alguna manera. Y con los años cada vez más advertidos estamos de que ese intento puede fallar, en general resulta fallido, pero cuando sale bien, ¡qué placer!
Amar, en cualquiera de sus formas, no es un anacronismo. El discurso aplastante del goce carnal sin restricciones desmiente esa capacidad pero no la anula. La desmentida opera al modo de un reconocimiento condicionado, algo así como un “eso es cierto, pero aún así…”. Pongamos por ejemplo: “Sí, sí, el amor es hermoso, pero suele salir mal”. El “Sí, pero...”. El miedo a encontrarse con esa falla justifica la desmentida, el no querer saber nada de eso. Pero como toda desmentida no hace desaparecer la verdad. Y, ¿Cuál es la verdad? Que por mucho que lo niegue el humano desea amar y tiene miedo de sufrir. En función de evitarse lo segundo el ser hablante del discurso de la emancipación sexual se priva de lo primero. Porque es imperioso evitar por todos los medios encontrarse con que “eso cojea”, porque es urgente no sufrir, porque el dolor está pasado de moda. En la sociedad en que vivimos hay que producir y tener éxito y no hay tiempo para demorar el sexo ni para atravesar un duelo. Se desmiente el deseo de amor, pero ese deseo de amor no caduca, aparece en otro lado y, donde es desconocido y al mismo tiempo pleno de efectos, produce sin sabor y desánimo (o síntomas, aunque la producción sintomática es todo un privilegio que algunos sistemas adictos al acto no se pueden dar el lujo de tener). ¿O me van a decir que no acudimos a la era de las patologías del desencanto y la comúnmente llamada “depresión”? No, los humanos no estamos (afortunadamente) ni cerca de tener posibilidades de perder la capacidad de amar,  de idealizar, de fantasear, de recrear al otro a partir de los rasgos concretos y las insignias meramente imaginadas. Estamos un poco extraviados, sí, y la vuelta que hay que darle al extravío para reencontrar las coordenadas del amor se volvieron un poco más intrincadas. A la búsqueda del otro, siempre difícil y sin garantías, se le agrega este rodeo por el cuestionamiento del discurso que impera en pos de desengañarnos. ¡Dios nos libre! Sí, dije “Dios”, ¡qué barbaridad! El imperio del contrato social del hombre natural y biológico me perdonen. Excúseme el reinado del libre pensamiento esta osadía de sujetar mi creencia en una especie de garantía del alma comúnmente llamada Dios. Perdónenme pero, a riesgo de ser cándida, yo prefiero creer. Creo en el amor. Atravesé todos los desencantos que me tocaron y seguramente cada vez que me tocó me encontré diciendo que hubiera preferido evitarlo, pero a pesar de todo prefiero el sinsabor del desencuentro con la esperanza de un encuentro más o menos logrado. Prefiero el sufrimiento con la recompensa de la satisfacción. Quiero el amor con todas sus miserias, con todos las aristas que vienen decorando sus esquinas, no quiero amputarle nada. Porque prefiero una intensidad vivida a una eternidad desconocida como argumento de la desmentida más cobarde.



[1] En otro lugar, analizo la contradicción acerca de cómo los intentos de cuestionar los paradigmas conservadores caen en nuevos dircursos normalizantes igualmente alienantes.
[2] Mi amiga Palomai, autora de la frase.

viernes, 24 de febrero de 2017

Y yo que me creía intelectual... (Y me avergonzaba por creerlo)

“Y yo que me creía intelectual” (Y me avergonzaba por creerlo)
Después de comprobar que ya todos se dan cita a la convocatoria viral (cuando no editorial) de la publicación de dudosa premeditación del propio pensamiento, me dije al fin: yo tampoco no me quiero quedar afuera. Y sí… me subo al trencito de la moda, ¿por qué no? Pero claro, a este acto que trato de resguardar del simple impulso de decir le salió al paso una necesaria reflexión que no pude soslayar. Me obliga la moral, acaso la ética en su siempre retorcido y sufriente camino de cuestionamiento infinito… Y ahí andaba yo, pensando y pensando (nerdeando, pues de tales berretines  no me privo) y sabiéndome inhabilitada para la transmisión artística, pero fundamentalmente conociéndome ya mayor para el simple arrebato. Advertida como estoy de que aquello que digo me señala, señalando para mí el lugar desde donde esgrimo un argumento y diciendo al mismo tiempo quién soy, no puedo dejar de prevenir que mucho más aún lo que escribo me somete. Como dijera Lacan: “que se diga queda olvidado tras lo que se dice en lo que se escucha-entiende”. En otras palabras: el emisor queda desdibujado tras el mensaje emitido, queda el sentido de lo dicho y se desdibuja la responsabilidad de quien lo ha expresado. No su narcisismo que queda agigantado en el acto de osadía que significa vociferar, pero se pierde sí la brújula que señala el lugar subjetivo desde donde se gestan los pensamientos que comunica. (La televisión está plagada de estos personajes, cuando no los diarios, con sus emisores más frecuentes: “la gente anda diciendo”) Y de eso quiero hablar, de la responsabilidad que no pretendo eludir, más aún en la que quiero enfatizar aún a riesgo de confesar mi “ñoñez”. Las palabras no se las lleva el viento, decir es un acto, y ni que hablar de aquellos actos que desde lo simbólico operan como transformadores de la realidad. Tal es el caso del “Sí, quiero” de los concursantes al matrimonio, o el “culpable” que dictamina un juez en su sentencia. Todos ellos actos verbales con consecuencias en la realidad humana. No otra cosa es el acto sufragante.

Mucho se habla en la actualidad de la responsabilidad del electorado. Son responsables, no son responsables, son un poquito responsables, son responsables en horas de la mañana, desmejorando hacia la tarde, impunes en la declarada noche, en fin… De esa responsabilidad quiero hablar. Y voy a “colgarme de las barbas” de otros más probos, si la fiscalía “real” del pensamiento, parafraseando a Dolina, me lo permiten: es así que invoco a Imanuel Kant, quien ya en el siglo XVII supo interpretar la necesidad y la dificultad que le es complementaria, de enunciar una máxima universal que sirviese a los fines éticos de las organizaciones estatales nacientes. No sin un narcisismo acaso dedicado a hacer de su palabra una obra enciclopédica, pero era Kant, sus razones tendría… En cualquier caso, el tipo se puso al hombro la tarea de ofrecer una solución moral para las entonces germinales instituciones estatales. Corrían los tiempos de la Ilustración, los Estados Nacionales estaban por aquél entonces erigiéndose con la burguesía a la cabeza, hacía falta pronunciarse para ofrecer a la sociedad naciente una prédica, acaso un argumento coercitivo, para encuadrar la moral popular en función de una necesidad civilizatoria. Los tiempos de la polis griega estaban muy lejos, de modo que la ética nicomaquiana, con sus siempre difíciles portales de acceso, quedaban por fuera del alcance de las mayorías populares. El alcance de la interpelación moral no podía ya ser cuestión de academias, había que llegar a las masas, conjunto social moderno. Lejos del ocio filosófico había que llegar al hombre promedio, al “homo faber”. El problema era entonces poder condensar en un solo acto enunciativo una obligación que sirviese para todo obrar humano y, al mismo tiempo, para cualquier humano en su contexto. Nace así el Imperativo categórico: “Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal.” Siglos después, en la era de gatolandia, todo parece perdido. Pero el bananerismo reinante lo antecede y, acaso, explica la desafortunada y perversa coyuntura en que éste se alzara con bastón de mando, en NUESTRO balcón, meneando el cetro cual caño en bailando por un sueño. Simple imagen que anticipara ya en diciembre de 2015 la triste realidad que nos toca vivir y paladear. Sin embargo, no es este un escrito que busque la solución al problema político, tal vez no es más que una catarsis reflexiva pero que tiene como objetivo no la remoción de su cargo del mandatario (aunque lo deseo vigorosamente, he aquí el sujeto deseante del que les hablara) sino un paliativo a la moral popular, catastróficamente en decadencia. La retórica espuria del “fin de las utopías” propia del neoliberalismo de los años noventa no amedrentó a los pensadores contemporáneos, y, muñida del argumento que antes expuse (a saber: cualquier gil escribe un blog, yo quiero mi espacio parlamentario) me siento personalmente convocada a ofrecer mi punto de vista y, por qué no, mi discurso redentorio. (¿Acaso Stamateas pidió permiso para publicar sus, permítanme el forzamiento conceptual, “lecciones de vida”? Bué, Ud. verá…) Me urge entonces reformular a aquél imperativo, aggionarlo a los tiempos que corren, dirigirme al “homo bananerus” dejando expeditos los caminos de la reflexión introspectiva para aquellos que prefieran (lo celebro) el camino de la exploración ética más allá de cualquier deontología. Sin embargo es necesario también advertir que todo lo que recorre el sendero de lo “intro” se expone al peligro de lo “auto” y, tanto uno como el otro son prefijos que nos llevan al insoslayable destino de lo individual. Y lo extremadamente individual más tarde o más temprano hace flamear su pabellón de individualismo. En esta actualidad maldita, la individualidad hedonista de la que no estoy a salvo (no me pasa desapercibido el hecho de que también me alzo en el pretendido derecho de dar mi opinión), nos arrastra calamitosamente a los efectos de la imbecilidad generalizada, peligrosa estupidez individual que, a los efectos del último sufragio, ya podemos lamentar como univerzalizada. De modo que mi reformulación kantiana para el “homo ignorantus tillingae” es la siguiente: “Si estás por hacer alguna gilada, rescatate ameooo, no sea cosa que tu pequeño arrebato de imbecilidad abone el terreno fértil de la pelotudez colectiva… pensalo…”