martes, 19 de diciembre de 2017

"Los viejos no sirven". La responsabilidad subjetiva en oposición a la moral del sacrificio superyoico.


Hace poco escribí un artículo acerca de la ética del psicoanálisis donde expresé de dónde provienen comúnmente los discursos en contra del psicoanálisis. Allí hice lugar a la siguiente afirmación, el psicoanálisis en boca de sus detractores recibe su sentencia: “no sirve”, y están en lo correcto. De lo que se trata es de poner el foco en el uso de esa expresión, lo que quiere decir “servir” y qué supone. “Servir” implica un rol en la moral de las utilidades, muy diferente a la ética que tiene como horizonte la dimensión humana que no es la de los destinos particulares de los objetos (éstos sí sirven, o no.) Objetos de consumo, de goce, de descarte, de desprecio, de producción… El ser humano es, tiene que ser, siempre bregará por alojar, otra dimensión que la de objeto. Para el psicoanálisis la dimensión humana tiene que ver con el horizonte del deseo,  pero hay otros: el espiritual, el afectivo, el religioso, el filosófico, el del conocimiento, de la razón. En cualquier caso, esas dimensiones para el psicoanálisis tienen algo en común: la sujeción de un destino singular por los derroteros del deseo, aquello que marca el camino de cada quien en busca de lo que lo determina y lo pone a andar. Sentido de la vida, si quieren. El deseo, único patrimonio humano del que se desprenden todos los demás. Pero el deseo no es una propiedad ni mucho menos un horizonte individual: supone a otro; el Otro del amor, el Otro de la religión llamado Dios, el Otro de la verdad en los caminos de la ciencia y la reflexión,  el Otro…
El psicoanálisis, y junto con él tantas otras doctrinas de la ética, tiene una relación extraterritorial respecto del orden del servir. “Servir”, como tributo al orden de las utilidades, es cierto: el psicoanálisis no sirve. “Servir”, como acto de pleitesía del que se desprende el adjetivo “servicial”, en tanto el psicoanálisis no rinde homenaje a la vocación del vasallo, no sirve. “Servir”, como oferta de acciones o productos que irán a satisfacer las demandas grupales, tampoco sirve, porque no es un servicio ni reconoce “usuarios”. Del mismo modo tampoco se inscribe en las huestes de un ejército ni en las gradas de un apostolado. El psicoanálisis es una práctica que apunta al deseo y, por lo tanto, a la responsabilización subjetiva. Lejos de satisfacer las demandas de apetencias individuales aporta un modo de hacer, que en aras de la simplicidad llamaré técnica, pero que en verdad es una práctica ÉTICA.  Este ejercicio de responsabilización  libera al sujeto de su alienación, aunque no es gratis: se paga el precio de asumir un deseo o bien la cifra que cuestan los mecanismos de su desconocimiento. Ese precio es la falta (castración), es decir la puesta en actas de habitar un universo donde, a pesar de todo pero justamente gracias a ello, estamos sometidos a fallar, a padecer la ausencia, finalmente a morir. La falta que, en tanto carencia, mueve el deseo.
De todo lo que no sirve es hermano el psicoanálisis, solidario, perteneciente al mismo universo. En este sentido es que digo: un jubilado no sirve. No hay ninguna duda de ello. ¿Por qué no sirve un viejo? Porque no produce, estorba, es menesteroso de atenciones molestas, genera gastos: de energía y de recursos. Para colmo de la inutilidad el viejo, que no puede ya producir excedentes para el Amo, vive demasiado tiempo. ¿Qué es este berretín de vivir tanto y al pedo?
Esta mañana el Congreso sancionó una reforma previsional, sancionó, es decir, hizo lugar en el discurso a una afirmación que entiende que los llamados “viejos” son una carga y, por lo tanto, objetos. No sólo los viejos sino todo aquél que, como ellos, no producen: los niños no nacidos, los infantes, los discapacitados, los veteranos de guerra. Se trata de una nueva proclama de la moral de las utilidades, que no es patrimonio de este gobierno sino una moral de época. Pero, en manos de un neoliberalismo que exagera hasta la impiedad el valor del mérito personal por encima de cualquier ideal de solidaridad, se transforma en despotismo, sin importar qué tan legitimado esté (y no lo está, habida cuenta de las manifestaciones populares que tuvieron lugar las últimas 24 hs.) De todas maneras, la ética no es la moral que suma voluntades, no entiende de sumatorias individuales y por eso riñe tanto con la hipocresía del contrato social mal llamado democracia, donde el sistema democrático es un discurso moral también y la ética es de otro orden.
La mayoría de los que marchamos ayer en diferentes momentos del día no estábamos pregonando ningún derecho individual, no porque no nos importen, se trataba de otra cosa. Ayer quisimos poner de manifiesto cuál es el lugar que tienen “los viejos” en nuestra existencia, es decir, poner en acto el sentido, el profundo significado que tiene ser viejo, que es una subjetividad por encima de cualquier particularidad. Ayer pusimos de manifiesto que no estamos dispuestos a ver aplastada la dimensión humana bajo la retórica de las utilidades. No se trata de la defensa del bolsillo de los viejos, como se dice, eso también es moral utilitaria aunque tiene su importancia. Pero lo que se hizo presente ayer en las diversas manifestaciones es ese lugar Otro donde alojar al “viejo” elevado a la categoría de “caro”. Ayer ofrecimos un lugar donde “caro” es del orden de los afectos, tal como comúnmente lo entiende la expresión que los nomina “abuelos” señalando qué lugar tienen en la narrativa afectiva de acuerdo a la figura de lo familiar. Muy diferente al entendimiento de “caro” en la semántica de “gastos”. Los viejos, que no sirven, son sin embargo CAROS, es decir, QUERIDOS. Ya no los viejos en su particularidad, sino la vejez como representación simbólica de un sujeto social y de un devenir que está en las espaldas de todos los más jóvenes, como decía Joan Manuel Serrat. Ni siquiera de ese horizonte ineludible pueden hacerse cargo aquellos que reducen la vejez al descarte del contrato social. ¿Acaso creen que no les llegará? Por eso, vuelvo a decir qué importante es la ética de la responsabilidad, una que no admite hacerse el sordo, ni el ciego, ni el distraído, pero tampoco acepta la candidez de la moral de las buenas intenciones. Ser responsable es otra cosa.
La responsabilidad implica tomar cargo de los costos del deseo, cualesquiera que estos sean. Con la suma de símbolos que forman parte del horizonte que llamamos el Ideal, el deseo marca un derrotero y el sujeto tendrá que vérselas con lo infranqueable de las distancias que muchas veces lo separan de él. Otra cosa muy diferente es la culpa. La culpa no es el tributo que se paga al deseo sino el sacrificio que se ofrece al sadismo del Superyó, en su altar todos son carneros, aunque muchos se efuercen por desconocerlo. El precio que implica la responsabilidad es el de intentar un acercamiento al Ideal compareciendo ante los estrados de la ética y de la realidad siempre difícil. Muy diferente del cadalso que se recorre hacia la mazmorra superyoica, que falsea acceso liberados al goce pero impone costos elevadísimos por ese transitar de corto-circuito.
Un gobierno que distribuye sus objetos de goce (llamémosle también “recursos”) de acuerdo con la moral superyoica necesita culpables y hacedores de méritos: los unos serán encarcelados, reprimidos, hambreados, asesinados… desaparecidos; los otros gambetearán la culpa al son del arrorró en que entonan sus virtudes y esfuerzos personales. En el mejor de los casos, harán sonar las melodías de una moral que pregona la “igualdad” por la que esperan recibir reconocimiento del mismo modo en que exigen el castigo y mano dura, atentos a “dar a todos lo mismo”, desconociendo que JUSTICIA no es dar a todos por igual sino a cada uno lo que necesita.

El sujeto vasallo del Superyó entona su himno detrás de un mostrador, tal vez, como lo hacía la señora que ayer me vendió tres metros de cinta y un ovillo de hilo (que compré para manualidades inútiles, por supuesto); ese himno es la oda al sacrificio: el sacrificio personal que da cuenta del “gusto de trabajar” y el sacrificio el ajeno en la medida en que son obligados a caminar por las brasas aquellos que merecen el castigo "por vagos, por improductivos, por negros, por extranjeros, por no avivados”. El sujeto responsable, en cambio, toma a su cargo saberse parte de un sistema que debe solventar los gastos de aquellos que, sin importar el motivo, no pueden producir para el mercado: por ancianos, por demasiado jóvenes, por discapacitados. No busca culpables ni meritorios, no le interesa quién aportó ayer, quién aportará mañana: entiende el compromiso solidario tal y como lo expresa el diseño profundamente ético del  sistema llamado previsional por oposición al fondo de acumulación financiera que muchos confunden y otros disfrazan pero que en verdad es una aseguradora individual (AFJP como  síntoma del retorno de lo reprimido). Los sujetos responsables no buscan culpables ni se ofrecen como chivo a la expiación de la culpa que los “virtuosos del mérito” no quieren pagar. Cuantos más responsables despierten del arrorró adormecedor de la moral del servicio, más cerca estaremos de reconstruir los lazos de una solidaridad  horizontal, hoy oscurecida por la fuerza del aislamiento individual, servicial, cándido y  sacrificial-superyoico.