Hace poco
escribí un artículo acerca de la ética del psicoanálisis donde expresé de dónde
provienen comúnmente los discursos en contra del psicoanálisis. Allí hice lugar
a la siguiente afirmación, el psicoanálisis en boca de sus detractores recibe
su sentencia: “no sirve”, y están en lo correcto. De lo que se trata es de
poner el foco en el uso de esa expresión, lo que quiere decir “servir” y qué
supone. “Servir” implica un rol en la
moral de las utilidades, muy diferente a la ética que tiene como horizonte
la dimensión humana que no es la de los destinos particulares de los objetos
(éstos sí sirven, o no.) Objetos de consumo, de goce, de descarte, de
desprecio, de producción… El ser humano es, tiene que ser, siempre bregará por
alojar, otra dimensión que la de objeto.
Para el psicoanálisis la dimensión humana tiene que ver con el horizonte del
deseo, pero hay otros: el espiritual, el
afectivo, el religioso, el filosófico, el del conocimiento, de la razón. En
cualquier caso, esas dimensiones para el psicoanálisis tienen algo en común: la
sujeción de un destino singular por los derroteros del deseo, aquello que marca
el camino de cada quien en busca de lo que lo determina y lo pone a andar.
Sentido de la vida, si quieren. El deseo, único patrimonio humano del que se
desprenden todos los demás. Pero el deseo no es una propiedad ni mucho menos un
horizonte individual: supone a otro; el Otro del amor, el Otro de la religión
llamado Dios, el Otro de la verdad en los caminos de la ciencia y la reflexión, el Otro…
El
psicoanálisis, y junto con él tantas otras doctrinas de la ética, tiene una
relación extraterritorial respecto del orden del servir. “Servir”, como tributo
al orden de las utilidades, es cierto: el psicoanálisis no sirve. “Servir”,
como acto de pleitesía del que se desprende el adjetivo “servicial”, en tanto
el psicoanálisis no rinde homenaje a la vocación del vasallo, no sirve. “Servir”,
como oferta de acciones o productos que irán a satisfacer las demandas
grupales, tampoco sirve, porque no es un servicio ni reconoce “usuarios”. Del
mismo modo tampoco se inscribe en las huestes de un ejército ni en las gradas
de un apostolado. El psicoanálisis es una práctica que apunta al deseo y, por
lo tanto, a la responsabilización subjetiva. Lejos de satisfacer las demandas
de apetencias individuales aporta un modo de hacer, que en aras de la
simplicidad llamaré técnica, pero que en verdad es una práctica ÉTICA. Este ejercicio de responsabilización libera al sujeto de su alienación, aunque no
es gratis: se paga el precio de asumir un deseo o bien la cifra que cuestan los
mecanismos de su desconocimiento. Ese precio es la falta (castración), es decir
la puesta en actas de habitar un universo donde, a pesar de todo pero
justamente gracias a ello, estamos sometidos a fallar, a padecer la ausencia,
finalmente a morir. La falta que, en tanto carencia, mueve el deseo.
De todo lo
que no sirve es hermano el psicoanálisis, solidario, perteneciente al mismo universo.
En este sentido es que digo: un jubilado
no sirve. No hay ninguna duda de ello. ¿Por qué no sirve un viejo? Porque
no produce, estorba, es menesteroso de atenciones molestas, genera gastos: de
energía y de recursos. Para colmo de la inutilidad el viejo, que no puede ya
producir excedentes para el Amo, vive demasiado tiempo. ¿Qué es este berretín
de vivir tanto y al pedo?
Esta mañana
el Congreso sancionó una reforma previsional, sancionó, es decir, hizo lugar en
el discurso a una afirmación que entiende que los llamados “viejos” son una
carga y, por lo tanto, objetos. No sólo los viejos sino todo aquél que, como
ellos, no producen: los niños no nacidos, los infantes, los discapacitados, los
veteranos de guerra. Se trata de una nueva proclama de la moral de las utilidades, que no es patrimonio de este gobierno sino
una moral de época. Pero, en manos de un neoliberalismo que exagera hasta la
impiedad el valor del mérito personal por encima de cualquier ideal de
solidaridad, se transforma en despotismo, sin importar qué tan legitimado esté
(y no lo está, habida cuenta de las manifestaciones populares que tuvieron
lugar las últimas 24 hs.) De todas maneras, la ética no es la moral que suma
voluntades, no entiende de sumatorias individuales y por eso riñe tanto con la
hipocresía del contrato social mal llamado democracia, donde el sistema
democrático es un discurso moral también y la ética es de otro orden.
La mayoría de
los que marchamos ayer en diferentes momentos del día no estábamos pregonando
ningún derecho individual, no porque no nos importen, se trataba de otra cosa. Ayer
quisimos poner de manifiesto cuál es el lugar que tienen “los viejos” en
nuestra existencia, es decir, poner en
acto el sentido, el profundo significado que tiene ser viejo, que es una
subjetividad por encima de cualquier particularidad. Ayer pusimos de manifiesto
que no estamos dispuestos a ver aplastada la dimensión humana bajo la retórica de
las utilidades. No se trata de la defensa del bolsillo de los viejos, como se
dice, eso también es moral utilitaria aunque tiene su importancia. Pero lo que
se hizo presente ayer en las diversas manifestaciones es ese lugar Otro donde alojar al “viejo” elevado a la categoría de “caro”.
Ayer ofrecimos un lugar donde “caro” es del orden de los afectos, tal como comúnmente
lo entiende la expresión que los nomina “abuelos” señalando qué lugar tienen en
la narrativa afectiva de acuerdo a la figura de lo familiar. Muy diferente al
entendimiento de “caro” en la semántica de “gastos”. Los viejos, que no sirven,
son sin embargo CAROS, es decir, QUERIDOS. Ya no los viejos en su
particularidad, sino la vejez como representación simbólica de un sujeto social
y de un devenir que está en las espaldas de todos los más jóvenes, como decía
Joan Manuel Serrat. Ni siquiera de ese horizonte ineludible pueden hacerse
cargo aquellos que reducen la vejez al descarte del contrato social. ¿Acaso
creen que no les llegará? Por eso, vuelvo a decir qué importante es la ética de
la responsabilidad, una que no admite hacerse el sordo, ni el ciego, ni el
distraído, pero tampoco acepta la candidez de la moral de las buenas
intenciones. Ser responsable es otra cosa.
La
responsabilidad implica tomar cargo de los costos del deseo, cualesquiera que
estos sean. Con la suma de símbolos que forman parte del horizonte que llamamos
el Ideal, el deseo marca un derrotero y el sujeto tendrá que vérselas con lo
infranqueable de las distancias que muchas veces lo separan de él. Otra cosa
muy diferente es la culpa. La culpa no
es el tributo que se paga al deseo sino el sacrificio que se ofrece al sadismo
del Superyó, en su altar todos son carneros, aunque muchos se efuercen por desconocerlo.
El precio que implica la responsabilidad es el de intentar un acercamiento al
Ideal compareciendo ante los estrados de la ética y de la realidad siempre
difícil. Muy diferente del cadalso que se recorre hacia la mazmorra superyoica,
que falsea acceso liberados al goce pero impone costos elevadísimos por ese transitar de corto-circuito.
Un gobierno
que distribuye sus objetos de goce (llamémosle también “recursos”) de acuerdo
con la moral superyoica necesita culpables y hacedores de méritos: los unos
serán encarcelados, reprimidos, hambreados, asesinados… desaparecidos; los
otros gambetearán la culpa al son del arrorró
en que entonan sus virtudes y esfuerzos personales. En el mejor de los
casos, harán sonar las melodías de una moral que pregona la “igualdad” por la
que esperan recibir reconocimiento del mismo modo en que exigen el castigo y
mano dura, atentos a “dar a todos lo mismo”, desconociendo que JUSTICIA no es
dar a todos por igual sino a cada uno lo que necesita.
El sujeto
vasallo del Superyó entona su himno detrás de un mostrador, tal vez, como lo
hacía la señora que ayer me vendió tres metros de cinta y un ovillo de hilo
(que compré para manualidades inútiles, por supuesto); ese himno es la oda al sacrificio: el sacrificio personal que da
cuenta del “gusto de trabajar” y el sacrificio el ajeno en la medida en que son obligados a caminar por las brasas aquellos que merecen el castigo "por
vagos, por improductivos, por negros, por extranjeros, por no avivados”. El
sujeto responsable, en cambio, toma a su cargo saberse parte de un sistema que
debe solventar los gastos de aquellos que, sin importar el motivo, no pueden
producir para el mercado: por ancianos, por demasiado jóvenes, por
discapacitados. No busca culpables ni meritorios, no le interesa quién aportó
ayer, quién aportará mañana: entiende el compromiso solidario tal y como lo
expresa el diseño profundamente ético del sistema llamado previsional por oposición al
fondo de acumulación financiera que muchos confunden y otros disfrazan pero que en verdad es una aseguradora individual (AFJP como síntoma del retorno de lo reprimido). Los sujetos responsables no buscan culpables
ni se ofrecen como chivo a la expiación de la culpa que los “virtuosos del
mérito” no quieren pagar. Cuantos más responsables despierten del arrorró adormecedor de la moral del
servicio, más cerca estaremos de reconstruir los lazos de una solidaridad horizontal, hoy oscurecida por la fuerza del
aislamiento individual, servicial, cándido y sacrificial-superyoico.