domingo, 30 de julio de 2017

La subversión del psicoanálisis y el discurso de la observancia.



Asumiendo el lugar incómodo de sentarnos  “en el banquillo[1]” los psicoanalistas no lamentamos sino que fomentamos la discusión acerca de  nuestra práctica. Sin embargo ocasionalmente esa discusión adquiere las características de una defensa y ello porque de vez en cuando retornan las voces que claman su extermino.  Estas voces provienen muchas veces de los claustros de las neurociencias, otras veces del estudiantado, más o menos proclive a hacerse eco de aquellas o bien cercanos  a ideologías de izquierda desde donde lo amonestan por su “origen burgués” sometiéndolo al descrédito falaz de juzgarlo inapropiado para abordar el malestar popular.  En ambos casos, la acusación más común señala al psicoanálisis como una práctica inservible por anacrónica. Es así como los analistas nos vemos invitados de vez en cuando a la palestra,  no para legitimar el lugar del psicoanálisis sino para someternos a la interpelación acerca de nuestro lugar; causados por la ética, única carta de ciudadanía que acaso nos representa. De modo que volver a la palestra no es del orden de una legitimación discursiva sino del orden de una puesta en actas de su subversión.
La “reacción” contra el psicoanálisis y sus discursos.
Lacan orientó su obra a continuar la labor freudiana a partir del mismo punto de partida del maestro: la interpretabilidad del inconciente en tanto está estructurado con una lógica, la del lenguaje. Sus esfuerzos por más de treinta años estuvieron dirigidos a restaurar el valor del hallazgo de Freud al tiempo en que su exquisito bisturí clínico y conceptual reorganizaba el psiquismo freudiano en tres registros a partir de los cuales pudo luego asestar su tiro original e inaugurar el “Campo Lacaniano”, incluyendo, como Freud, la dimensión de lo imposible como correlato ineludible de un discurso que “no dice tonterías”[2]. Pero además logrando formalizar ese imposible yendo así  “más allá” del Padre.
Frente a él, sus contemporáneos nucleados en torno a la llamada Psicología del Ego, conservaron las categorías conceptuales del “Padre” pero extraviaron el camino de su originalidad.  Con sus postulados acerca de un Ego autónomo  se congratulan en el sentido de lo que sostienen, en el nombre del Padre, pero en tanto excluyen la dimensión del imposible, su doctrina es propia de la del discurso del amo. Así, la verdad del sujeto permanece en la oscuridad y el inconciente, tratado con la misma estructura discursiva que es la suya, la del Amo, no es interpretado.  Su yo exento de conflictos excluye toda posibilidad de que se abra “esa falla que se llama sujeto[3]. En cuanto a la clínica, la terapia del Ego no ofrece ningún tratamiento del goce ya que el amo en  tanto es rico, aunque compre mucho, no paga: “(…) suma plusvalía. No hay circulación de plus de goce [4]. En este sentido las terapias del Ego, resultan inocuas frente a lo que comúnmente se llaman “patologías actuales” vinculadas al exceso de goce merced de la pauperización simbólica propia de una sociedad signada por el empuje al consumo y la inmediatez. Si bien su práctica no es necesariamente de oposición ni necesariamente el suyo es un discurso detractor, en la medida en que sus esfuerzos son solidarios a la moral de una promesa de felicidad, sostienen de algún modo el status quo y contribuyen a abonar un saber mítico que es el blanco de la mayoría de las quejas que actualmente se dirigen contra el psicoanálisis.

La ciencia y la histeria:
Desde los claustros de la academia es desde donde se esgrimen actualmente los discursos más reaccionarios, y aún violentos, en contra del psicoanálisis. Por un lado, los defensores de las neurociencias. Sus métodos terapéuticos tienen como horizonte un saber que suponen asequible bajos las premisas más estrictas de la verificabilidad cuantificable, pero, en verdad, atentas a un miramiento por el tecnicismo y al amparo de un discurso posmoderno que esconde de modo sutil la relación entre el derecho a la salud y el imperativo de la productividad. Como todo discurso científico, su empuje está dado por el imperativo de seguir sabiendo[5], pero particularmente atentos al sesgo biologicista de sus postulados, orientan ese saber hacia el paciente en calidad de objeto anatómico-fisiológico. De acuerdo con esto, recopilan sus saberes aspirando, más que a la acumulación enciclopédica, a la  elaboración de un registro electrónico del cual obtener el ticket que dará respuesta a las preguntas por el malestar llamado “trastorno”[6]. De este modo su ideología es el máximo exponente del discurso capitalista en tanto el paciente es reducido a un objeto del que sólo queda un recorte de su cuerpo sometido a las buenas intenciones de una cura que promete felicidad en la extirpación del síntoma. Algunos de sus argumentos más audaces recuerdan a la moral perversa en tanto someten al goce de su conocimiento al sujeto cuya invalidez es necesario asistir en su condición de inferioridad trastornada. La caja negra que prefieren mantener cerrada esconde así no al inconciente del que reniegan sino al superyó al que obedecen.
Amparados muchas veces en este discurso están los asustados[7], típicamente los estudiantes de las universidades de las autoproclamadas Ciencias Humanas. ¿Qué temen los estudiantes de la Carrera de Psicología? El desamparo del Otro al que le reclaman su pequeña porción de saber, aquél que pretenden intercambiar en el mercado de la técnica y la práctica profesionales, tal y como la correcta interpretación del discurso capitalista les permite hacer. Enmarcado en el discurso de la ciencia, el universitario asume el único lugar que le es destinado: el de ser no más que un productor, otro objeto intercambiable en el mercado laboral. Por eso, muchas veces, los estandartes que defienden son la mayor expresión de la observancia que reclama la reinstauración del Amo, al tiempo en que se atienen al imperativo de “saber cada vez más”. Levantan así su queja, argumentando la insolvencia del psicoanálisis cuya doctrina “no sirve”. No sirve para ponerlos a resguardo de la angustia que produce el encuentro con el padecimiento, no sirve en tanto no constituye un saber “portable” en el maletín del psicólogo. De esta forma la acusación de la que hacen blanco al psicoanálisis se convierte en una queja, vociferada en las redes sociales donde se hace hegemónica pues, como todo discurso histérico, es altamente efectivo para hacer lazo social. Allí la queja del estudiante se dirige no al profesor, no a la academia sino a la masa histérica que, presa de la frustración, reclama como pieza faltante ese saber denegado por la mala voluntad del Otro que, para colmo, habla lacanés. Sus basamentos muchas veces son inspirados en valores morales de una sociedad que interpreta el padecimiento subjetivo como objeto de cuidados que la inmensa superioridad del graduado debería poder resolver. Del mismo modo, lejos de subvertir las consecuencias del capitalismo que desprecian, acusan al psicoanálisis de no ofrecer tratamiento para las poblaciones sometidas a la pobreza, con un argumento que no sólo no combate sino que refuerza la exclusión subjetiva. (Parecería ser que  “los pobres no tienen inconciente”.)
Política y subversión:
La ética del psicoanálisis, como toda ética, orienta sus acciones hacia un horizonte pero que en su caso no es el del Supremo Bien sino el universo de la falta[8]. Una falta alrededor de la cual están articuladas las formas de padecimiento subjetivo cuya expresión clínica más cara es el síntoma, que no intentamos extirpar sino que tratamos como aquello que más concierne al sujeto en tanto deseante.  Es en ese encuentro del “uno por uno” donde se asiste a la constatación de que hay, en lo que se dice, en lo que se sufre, en lo que se muestra, una lógica, una organización, una estructura con  sentido y un más allá que atraviesa lo imposible y que sólo puede tener lugar en la medida en que alguien lo capta con su escucha. Esa es la clínica de lo singular que pone en suspenso las demandas del Otro de la sociedad moderna.  Los analistas hacemos mucho más que simplemente oír: ofertamos escucha para que eso, que de otro modo no llegaría  a desplegarse, sea dicho (y por lo tanto oído) tal vez por primera vez en la vida de un “alguien” a quien intentamos “atrapar con las orejas” en tanto sujeto del inconciente. Allí actúa la interpretación del analista, cuyo objetivo no es el de agradar, ni el de conocer, ni el de “estar por encima” sino el de subvertir el orden de los discursos que alienan al sujeto para que éste descubra, tras un camino arduo y sin garantías, de qué modo está alienado a una verdad que lo somete y obliga.  En la misma sintonía de una ética que explora las dimensiones de la falta, el psicoanalista se encuentra él mismo interpelado por su acción pero por sobre todo por su deseo, única dimensión del ser que, en tanto falta, horada su consistencia individual sometida al precio que paga con su palabra, su persona y su juicio más íntimo.
La difamación que se hace del psicoanálisis y de su práctica es una difamación política. Sus consecuencias son políticas en la medida en que atentan contra uno de los pocos resortes (aunque no el único) con que cuenta el sujeto para revertir su sometimiento neurótico. Sus armas son políticas pues con ellas disparan  justo al “corazón del ser”[9] que es su ética, la que pretende devolverle la dignidad  deseante al humano, única dimensión que lo aparta de funcionar como un objeto a merced de su alienación estructural y de un capitalismo que lo reclama como una mercancía más. Lo que se reprocha al psicoanálisis es lo que para el psicoanálisis es bandera: su proceder interpelante que apunta al sujeto para que produzca la cifra en la que está articulada su verdad. Esta es la subversión del psicoanálisis, la que alumbró Freud, la que formalizó Lacan.
No se trata de desconocimiento sino de ignorancia. La ignorancia desde la que se sustentan argumentos en su contra es la misma con la que atiborran al sujeto de la papilla asfixiante del asistencialismo con que se obtura el deseo y que, junto con la ilusión de satisfacción de necesidades, engendra a su vez el odio que es su correlato[10].Es el mismo odio con que disparan, tan parecido a la observancia que pretende sostener el statu qúo de la dominación. Pues el psicoanálisis sólo puede perjudicar a quienes tienen sobre el sujeto intenciones de gozar de él como objeto: de la ciencia, del mercado y de la farmacología como expresión de ambos.  Por eso, porque es la observancia al servicio del servilismo que impone el discurso de dominación, ir en contra del psicoanálisis es un discurso al servicio del capitalismo y, por lo tanto, de derecha.
El psicoanálisis puesto en el banquillo por sus detractores, recibe así su sentencia: no sirve. Están en lo correcto: el psicoanálisis no sirve porque no es esclavo. Su práctica, su “trabajo” no produce para el mercado y, como todo trabajo, no engendra ningún saber. No es servil al dictado del capitalismo ni es solidario con él. No es tampoco del orden del servicio, como le reclama la moral de las buenas intenciones: su práctica no es de asistencia porque no coloca al paciente en el lugar de objeto (masoquista) de cuidados. El psicoanálisis no sirve, esa es su ética.

Notas:
Lacan, J. (1958)“La dirección de la cura y los principios de su poder” Escritos 2. Siglo XXI Editores. 1999.
Lacan, J.,(1969-70) El Seminario. Libro 17: “El Reverso del Psicoanálisis”. Paidós. Buenos Aires, Barcelona, México. 2012.
Lacan, J.: (1959-60) El Seminario, libro 7: “La Ética del Psicoanálisis”. Paidós. Buenos Aires, Barcelona, México.2013.




[1] Lacan, J. (1958). Pág. 561.
[2] Lacan, J.,(1969-70) Pág. 75.
[3] Ídem Pág. 93.
[4] Ídem. Pág. 87.
[5] Ídem. Pág. 110.
[6] Ídem. Pág. 35.
[7] Ídem. Pág. 111
[8] Lacan, J.: (1959-60) Pág. 10.
[9] Lacan, J. (1958)  Pág. 561.
[10] Ídem. Pág. 599.

sábado, 8 de julio de 2017

Merlí: el inmoral.


No es simpático, o tal vez lo sea, pero en el fondo, Merlí es absolutamente detestable, aunque también encantador. Por momentos hasta es cínico, parece estar improvisando pero también nos deja imaginar que tiene un propósito para todo lo que hace. Y lo tiene: el de conmover. No en el sentido emotivo del término. Merlí conmueve todo lo que lo rodea, subvierte el orden de la realidad que toca, a quienes toca. Su objetivo es el de promover el cuestionamiento, pero no tiene ningún horizonte acerca del cual pretende que sus alumnos lleguen, no tiene un trazado pero sabe a dónde apunta: al corazón del ser, menos seguro de lo que es en tanto más está allí comprometido[1].
Merlí Bergerón es un profesor de secundaria en Barcelona, un personaje de ficción cuyo paso por la vida de un grupo de alumnos hace que la vida de estos ya no sea la misma. Imparte lecciones de filosofía, pero enseña de la ética. ¿Qué ética? ¿La de “cagarse” en las normas? No, esa es su moral, su doctrina. Incluso invita a sus jóvenes estudiantes a cagarse también en él.  Él se caga en las normas que insulta en perfecto vocabulario obsceno en plena clase, para el agrado de sus alumnos adolescentes. Pero no es un demagogo. Tampoco es un pedagogo, él no pretende inaugurar un nuevo orden moral. Él se caga en muchas cosas porque le place hacerlo. Esa no es su lección, tampoco su enseñanza. Sin embargo, cagarse en las normas, poniéndolas en cuestión o entre paréntesis, es el modo que elige él, su forma particular, para transmitir otra cosa, algo de otro orden. Lo que transmite cuando enseña este profesor catalán es el primer paso, mas nunca el suficiente, para conmover a sus alumnos, para hacer advertir por sus estudiantes de qué modo cada uno está (como todo humano) sujeto a normas que parecen naturales pero que de ningún modo lo son. Muestra que todos los códigos a los que adscriben se sostienen por el grado de adherencia de cada uno. No los adoctrina, como le espetan sus colegas y adversarios, porque el objetivo del Profesor Bergerón no es el de suplantar un orden moral existente por un nuevo imperativo categórico (acaso el de “cagarse en todo”, la lectura más simplista y errada de esta serie). El modo que elije para mostrar cómo pueden las normas someter a cada uno de esos jóvenes no es su ética, en todo caso esa es su propia moral, pero eso es otra cosa. Que sea políticamente incorrecto no es lo que enseña, ese es su estilo (como dije, más o menos simpático, a gusto del consumidor). Su moral es la de la inmoralidad, pero eso no vale nada. Es una elección suya, un modo de ser entre los seres, un “modo hombre entre los hombres”, un narcisismo. Habrá a quienes les importe. En cuanto a mí, me da igual. No es ese el valor de este docente imaginado por alguna mente genial. El valor profundamente destacado de Merlí es el posicionamiento en que se ubica y del que no retrocede jamás: un posicionamiento ético.
¿De qué va la ética[2]? Parafraseando a Sabater. La ética “va” del ejercicio de la reflexión filosófica, que tiene como objetivo el detenerse a analizar las propias acciones y elecciones que siempre hay, pues no hay modo de no ser libres, aún cuando sea en contextos no elegidos, aún cuando sea más tentador continuar de esclavos. Esa es la aporía de la ética: mostrar de qué modo estamos condenados a la libertad de elegir. De esa reflexión sobre la propia vida se espera el aprendizaje del Buen Vivir[3], que no tiene que ver con los logros alcanzados sino con espabilarse ante la vida. Ese Buen Vivir es lo que llamamos ética.
Ese mismo horizonte tiene la idea de ética que detenta el psicoanálisis, aunque es más que una idea, es un posicionamiento. La ética en el psicoanálisis (y no digo “para” digo “en”) es la única forma de “hacerse un ser” en la cruda verdad de existir en tanto seres de la falta: falta en ser. La única diferencia es que el camino del análisis tiene menos que ver con la reflexión conciente y más que ver con el desciframiento inconciente, y a aquello que la filosofía nombra como “Buen Vivir” en psicoanálisis le llamamos responsabilización subjetiva. ¿De qué debe hacerse responsable el sujeto? De su deseo. Lo que hace que el humano sea humano es justamente la falta, condición de posibilidad del deseo. ¿Qué le falta al humano? Ese objeto, ese don, que diga con pelos y señales, qué es y cómo conseguir aquello que lo colme en su existencia, aquello que satisfaga todas sus vicisitudes en tanto las necesidades son de orden biológico (y todos sabemos de qué modo las necesidades biológicas satisfechas no cubren la cuota de felicidad-infelicidad que nos aqueja). Lo que el animal-hombre no tiene (o ha perdido para siempre por causa del lenguaje que lo parasita) es aquello que lo nombre y le dé esencia, que diga quién es. En torno a esa falta el hombre ha hecho al menos dos cosas, y con eso se las viene arreglando más o menos desde hace siglos: construyó la deontología moral (que le prescribe normas y conductas) y se trazó un destino como ser deseante. Muchas veces estas construcciones van de la mano y el orden social consensuado (¡Oh! Moralidad…) camina por las calles junto al deseo. Otras veces el deseo, que es muy diferente a haber elegido tenerlo, se lleva de los pelos con la moral. Y ahí nace el conflicto… o la neurosis. La esclavitud antes referida es la neurosis, pero aún eso no es decir mucho. Se puede estar adormecido en una neurosis más o menos feliz. El problema comienza cuando algo despabila al neurótico que se las ha arreglado más o menos hasta el momento para convivir con una pequeña piedra en su zapato. Cuando esa piedra se hace grande, caminar cuesta demasiado. Depende de cuán avanzado esté en su andar este esclavo (sujeto a la moral y al deseo, ambos con su cara alienante y trágica respectivamente) llegará a algún lugar preguntándose por su responsabilidad sobre esa piedra. En otros casos sólo podrá quejarse de ella y la mayoría de las veces simplemente caminará torcido sin saber ni de la piedra ni de su andar. Si allí,  donde su andar errante se detiene, se encuentra con un analista tal vez tenga la chance de iniciar un camino ético, aquél de preguntarse por su responsabilidad en todo aquello de lo que se queja[4]. No para encontrar culpables sino para interrogar a la única persona que puede dar cuenta de su devenir como sujeto: él o ella mismos.
El analista, si lo hay,  es en tanto oreja que escucha en una determinada posición, que es ética. El analista no es un ser, una persona, es un lugar a ocupar; haberse adoctrinado en la obra de Freud no hace al analista. ¿Qué hace al analista? Cada encuentro en el que tiene la oportunidad de atrapar con las orejas[5] un sujeto que habla de su deseo allí donde no sabe que está concernido. La posición del analista es ética porque su obligación es la de no retroceder, aunque sea incómodo. Su función no es la de resolver, ni la de educar, ni la de adaptar ni aún la de consolar (aunque no está prohibido que lo haga). Su función es la de conmover, mostrando al paciente de qué modo está alienado en aquello que dice, de qué modo está comprometido su deseo en aquello que padece. El modo que tiene el analista para no retroceder de su posicionamiento es también ético porque compromete su propio deseo, deseo de analista, de ocupar allí ese lugar. ¿Qué hace que el psicólogo tenga deseos de estar en ese lugar donde la más de las veces se reciben llantos, quejas, declaraciones impúdicas, confesiones trágicas, testimonios desgarradores,  parloteo insoportable e incluso escupidas en la cara? Ese interrogante tiene respuesta, pero excede este trabajo. En todo caso la pista está en eso que llamamos deseo, lo más caro e insondable de nuestro ser. Con ese deseo además convoca el deseo del paciente cuando ya ha transitado el primer tramo de un análisis. Al cabo de un tiempo el paciente (ahora llamado analizante) es el que hace todo el trabajo y, sorpréndanse, lo hace “encantado”. ¿Qué es ese encantamiento que pone al analista, a él mismo, como objeto de deseo del analizante por cuyo rodeo el sujeto se encuentra con el suyo, su propio deseo?
Merlí en posición de analista.
Si ser analista es ocupar un lugar ético desde el cual convocar el deseo a partir de ofrecerse como objeto de ese deseo, digo: Merlí está en ese lugar.  Fíjense, él lo declara abiertamente y en ese lugar donde está concernido en su deseo lo reconocen luego sus jóvenes alumnos. Merlí les dice el primer día de clase: “Quiero que se exciten con la filosofía”. Nuevamente, no es el lenguaje acaso soez que utiliza el profesor lo que me interesa sino a dónde apunta: al deseo de los chicos y chicas que lo oyen, quienes al finalizar el curso le dedican un grafiti que dice “Tú nos excitas”. Más allá de la alusión sexual del término (alusión que tiene para el psicoanálisis una riqueza que no voy a precisar aquí), lo que connota ese vocablo es que ellos, los alumnos, están inquietos, conmovidos, lanzados a las preguntas, encantados con los planteos, ávidos de interrogantes, contaminados de deseo. Merlí no quiere a nadie pero tiene lugar para todos, a ninguno rechaza, a todos sus jóvenes les brinda espacio. Es repudiado por sus colegas, difamado por los padres, cuestionado por sus propios alumnos, pero él no retrocede. Su hijo lo resiste, un alumno lo escupe en la cara, otra lo rechaza, pero él sigue adelante. No lo hace por amor a la humanidad, no lo hace convencido ni siquiera, puesto que duda (y somos testigos de cómo duda, cuando su narcisismo, que no es chico, se lo permite). ¿Por qué hace lo que hace Merlí? Simplemente no puede evitarlo, habitado como está por su deseo. Como caminantes torcidos, invadidos por la piedra de las convenciones sociales alienantes, sus alumnos empiezan a advertir de qué modo eligen o han elegido un lugar en aquello que los aqueja o aún en lo que desconocen como modalidad renga de grupo social al que pertenecen. Merlí se los va señalando y los interroga acerca de ello. Los jóvenes no cesan de pedirle que responda, no cesan de demandarle que resuelva las incógnitas, pero él ¿qué hace? “Se caga”. No da las respuestas, los deja “con las ganas”. A estos jóvenes, entonces, no les queda más remedio que ir ellos encontrando las respuestas, incluso equivocadas, a los problemas que los aquejan, con el camino libre de hacerse cargo luego de esas respuestas que dan, sobre las que el profesor vuelve a invitarlos a interrogarse, de la mano de las lecciones acerca de los filósofos más reconocidos del pensamiento occidental. Él no sabe a dónde irán sus alumnos con cada cuestionamiento al que los invita, no lo prevé de antemano, pero sí los acompaña en ese tránsito e incluso en las consecuencias a veces lamentables. Sus detractores lo acusan de adoctrinar a los adolescentes, testigos como son de la fascinación que los enciende (o excita), pero los mismos jóvenes saben que se trata de otra cosa. Muy parecido es el ataque contra el psicoanálisis, al que se acusa de “sugestivo” (adoctrinamiento), demasiado sexualizante (promotor del deseo), no sujetado a ciencia (inmoralidad moderna).
Merlí es absolutamente inmoral, eso lo hace más o menos detestable, más o menos encantador. Pero el brillo de su valor no es eso ni su opuesto: él no es modelo de nada, como tampoco lo es un buen analista. Como hombre puede ganar adeptos o detractores, pero como sujeto de la ética es absolutamente indispensable. Que sea un inmoral ese es su propio barro, su propia caca, y no es eso lo que ofrece, porque sabe, como sujeto ético que es, que todo lo que acaso pueda darse como don es “regalo de una mierda[6]”. Lo mejor que puede dar es eso que no tiene, ese lugar que deja vacante, donde no da respuesta, donde él mismo es sujeto de la falta. Allí se hace posible la apertura del espacio para el deseo. Es esa “nada” que da a partir de la cual se hace posible el lugar del verdadero amor donde aloja a cada uno de esos jovencitos. Se “caga en todo” y aún eso es nada porque el valor de lo que enseña no es el de “cagarse” en las normas sino el de mostrar que ellas, el conjunto de las convenciones humanas son, como la mierda que escondemos, el producto de nuestra industriosa enfermedad parlante.



[1] Lacan, J. (1958) “La dirección de la cura y los principios de su poder” Escritos 2. Buenos Aires. Siglo XXI Editores. 1999.
[2] Sabater, F.(2008) “Ética para Amador.” Buenos Aires. Paidós.
[3] Sabater, F. (2008)
[4] Lacan, J. (1951) “Intervención sobre la transferencia”. En Escritos 1. Buenos Aires. Siglo XXI Editores.
[5] Lacan, J. (1955) “Variantes de la cura tipo”. En Escritos 1. Buenos Aires. Siglo XXI Editores.
[6] Lacan, J. (1964). El Seminario. Libro 11: “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”. Buenos Aires, Barcelona, México. Paidós.