Asumiendo
el lugar incómodo de sentarnos “en el
banquillo[1]”
los psicoanalistas no lamentamos sino que fomentamos la discusión acerca de nuestra práctica. Sin embargo ocasionalmente
esa discusión adquiere las características de una defensa y ello porque de vez
en cuando retornan las voces que claman su extermino. Estas voces provienen muchas veces de los
claustros de las neurociencias, otras veces del estudiantado, más o menos
proclive a hacerse eco de aquellas o bien cercanos a ideologías de izquierda desde donde lo
amonestan por su “origen burgués” sometiéndolo al descrédito falaz de juzgarlo
inapropiado para abordar el malestar popular. En ambos casos, la acusación más común señala
al psicoanálisis como una práctica inservible por anacrónica. Es así como los
analistas nos vemos invitados de vez en cuando a la palestra, no para legitimar el lugar del psicoanálisis sino
para someternos a la interpelación acerca de nuestro lugar; causados por la
ética, única carta de ciudadanía que acaso nos representa. De modo que volver a
la palestra no es del orden de una legitimación discursiva sino del orden de
una puesta en actas de su subversión.
La “reacción” contra el
psicoanálisis y sus discursos.
Lacan
orientó su obra a continuar la labor freudiana a partir del mismo punto de
partida del maestro: la interpretabilidad del inconciente en tanto está
estructurado con una lógica, la del lenguaje. Sus esfuerzos por más de treinta
años estuvieron dirigidos a restaurar el valor del hallazgo de Freud al tiempo
en que su exquisito bisturí clínico y conceptual reorganizaba el psiquismo
freudiano en tres registros a partir de los cuales pudo luego asestar su tiro
original e inaugurar el “Campo Lacaniano”, incluyendo, como Freud, la dimensión
de lo imposible como correlato ineludible de un discurso que “no dice
tonterías”[2]. Pero
además logrando formalizar ese imposible yendo así “más allá” del Padre.
Frente
a él, sus contemporáneos nucleados en torno a la llamada Psicología del Ego, conservaron las categorías conceptuales del
“Padre” pero extraviaron el camino de su originalidad. Con sus postulados acerca de un Ego autónomo se congratulan en el sentido de lo que
sostienen, en el nombre del Padre, pero en tanto excluyen la dimensión del
imposible, su doctrina es propia de la del discurso
del amo. Así, la verdad del sujeto permanece en la oscuridad y el
inconciente, tratado con la misma estructura discursiva que es la suya, la del
Amo, no es interpretado. Su yo exento de conflictos excluye toda
posibilidad de que se abra “esa falla que
se llama sujeto”[3].
En cuanto a la clínica, la terapia del Ego no ofrece ningún tratamiento del
goce ya que el amo en tanto es rico, aunque
compre mucho, no paga: “(…) suma
plusvalía. No hay circulación de plus de goce” [4].
En este sentido las terapias del Ego, resultan inocuas frente a lo que
comúnmente se llaman “patologías actuales” vinculadas al exceso de goce merced
de la pauperización simbólica propia de una sociedad signada por el empuje al
consumo y la inmediatez. Si bien su práctica no es necesariamente de oposición
ni necesariamente el suyo es un discurso detractor, en la medida en que sus
esfuerzos son solidarios a la moral de una promesa de felicidad, sostienen de
algún modo el status quo y
contribuyen a abonar un saber mítico que es el blanco de la mayoría de las
quejas que actualmente se dirigen contra el psicoanálisis.
La ciencia y la histeria:
Desde
los claustros de la academia es desde donde se esgrimen actualmente los
discursos más reaccionarios, y aún violentos, en contra del psicoanálisis. Por
un lado, los defensores de las neurociencias. Sus métodos terapéuticos tienen
como horizonte un saber que suponen asequible bajos las premisas más estrictas
de la verificabilidad cuantificable, pero, en verdad, atentas a un miramiento
por el tecnicismo y al amparo de un discurso posmoderno que esconde de modo
sutil la relación entre el derecho a la salud y el imperativo de la
productividad. Como todo discurso
científico, su empuje está dado por el imperativo de seguir sabiendo[5],
pero particularmente atentos al sesgo biologicista de sus postulados, orientan
ese saber hacia el paciente en calidad de objeto anatómico-fisiológico. De
acuerdo con esto, recopilan sus saberes aspirando, más que a la acumulación
enciclopédica, a la elaboración de un
registro electrónico del cual obtener el ticket que dará respuesta a las
preguntas por el malestar llamado “trastorno”[6]. De
este modo su ideología es el máximo exponente del discurso capitalista en tanto
el paciente es reducido a un objeto del que sólo queda un recorte de su cuerpo
sometido a las buenas intenciones de una cura que promete felicidad en la
extirpación del síntoma. Algunos de sus argumentos más audaces recuerdan a la
moral perversa en tanto someten al goce de su conocimiento al sujeto cuya invalidez
es necesario asistir en su condición de inferioridad trastornada. La caja negra
que prefieren mantener cerrada esconde así no al inconciente del que reniegan
sino al superyó al que obedecen.
Amparados
muchas veces en este discurso están los asustados[7],
típicamente los estudiantes de las universidades de las autoproclamadas
Ciencias Humanas. ¿Qué temen los estudiantes de la Carrera de Psicología? El
desamparo del Otro al que le reclaman su pequeña porción de saber, aquél que
pretenden intercambiar en el mercado de la técnica y la práctica profesionales,
tal y como la correcta interpretación del discurso capitalista les permite
hacer. Enmarcado en el discurso de la ciencia, el universitario asume el único
lugar que le es destinado: el de ser no más que un productor, otro objeto
intercambiable en el mercado laboral. Por eso, muchas veces, los estandartes
que defienden son la mayor expresión de la observancia que reclama la reinstauración
del Amo, al tiempo en que se atienen al imperativo de “saber cada vez más”. Levantan
así su queja, argumentando la insolvencia del psicoanálisis cuya doctrina “no
sirve”. No sirve para ponerlos a resguardo de la angustia que produce el
encuentro con el padecimiento, no sirve en tanto no constituye un saber
“portable” en el maletín del psicólogo. De esta forma la acusación de la que
hacen blanco al psicoanálisis se convierte en una queja, vociferada en las
redes sociales donde se hace hegemónica pues, como todo discurso histérico, es altamente efectivo para hacer lazo social.
Allí la queja del estudiante se dirige no al profesor, no a la academia sino a
la masa histérica que, presa de la frustración, reclama como pieza faltante ese
saber denegado por la mala voluntad del Otro que, para colmo, habla lacanés. Sus basamentos muchas veces son
inspirados en valores morales de una sociedad que interpreta el padecimiento
subjetivo como objeto de cuidados que la inmensa superioridad del graduado
debería poder resolver. Del mismo modo, lejos de subvertir las consecuencias
del capitalismo que desprecian, acusan al psicoanálisis de no ofrecer
tratamiento para las poblaciones sometidas a la pobreza, con un argumento que
no sólo no combate sino que refuerza la exclusión subjetiva. (Parecería ser que
“los pobres no tienen inconciente”.)
Política y subversión:
La
ética del psicoanálisis, como toda ética, orienta sus acciones hacia un
horizonte pero que en su caso no es el del Supremo Bien sino el universo de la
falta[8].
Una falta alrededor de la cual están articuladas las formas de padecimiento
subjetivo cuya expresión clínica más cara es el síntoma, que no intentamos
extirpar sino que tratamos como aquello que más concierne al sujeto en tanto
deseante. Es en ese encuentro del “uno
por uno” donde se asiste a la constatación de que hay, en lo que se dice, en lo
que se sufre, en lo que se muestra, una lógica, una organización, una
estructura con sentido y un más allá que
atraviesa lo imposible y que sólo puede tener lugar en la medida en que alguien
lo capta con su escucha. Esa es la clínica de lo singular que pone en suspenso las
demandas del Otro de la sociedad moderna. Los analistas hacemos mucho más que
simplemente oír: ofertamos escucha para que eso, que de otro modo no llegaría a desplegarse, sea dicho (y por lo tanto oído)
tal vez por primera vez en la vida de un “alguien” a quien intentamos “atrapar
con las orejas” en tanto sujeto del inconciente. Allí actúa la interpretación
del analista, cuyo objetivo no es el de agradar, ni el de conocer, ni el de
“estar por encima” sino el de subvertir el orden de los discursos que alienan
al sujeto para que éste descubra, tras un camino arduo y sin garantías, de qué
modo está alienado a una verdad que lo somete y obliga. En la misma sintonía de una ética que explora
las dimensiones de la falta, el psicoanalista se encuentra él mismo interpelado
por su acción pero por sobre todo por su deseo, única dimensión del ser que, en
tanto falta, horada su consistencia individual sometida al precio que paga con
su palabra, su persona y su juicio más íntimo.
La
difamación que se hace del psicoanálisis y de su práctica es una difamación política. Sus consecuencias son políticas en la medida en que atentan contra
uno de los pocos resortes (aunque no el único) con que cuenta el sujeto para
revertir su sometimiento neurótico. Sus
armas son políticas pues con ellas disparan justo al “corazón del ser”[9] que
es su ética, la que pretende devolverle la dignidad deseante al humano, única dimensión que lo
aparta de funcionar como un objeto a merced de su alienación estructural y de un
capitalismo que lo reclama como una mercancía más. Lo que se reprocha al
psicoanálisis es lo que para el psicoanálisis es bandera: su proceder
interpelante que apunta al sujeto para que produzca la cifra en la que está
articulada su verdad. Esta es la subversión del psicoanálisis, la que alumbró
Freud, la que formalizó Lacan.
No
se trata de desconocimiento sino de ignorancia. La ignorancia desde la que se
sustentan argumentos en su contra es la misma con la que atiborran al sujeto de
la papilla asfixiante del asistencialismo con que se obtura el deseo y que,
junto con la ilusión de satisfacción de necesidades, engendra a su vez el odio
que es su correlato[10].Es
el mismo odio con que disparan, tan parecido a la observancia que pretende
sostener el statu qúo de la
dominación. Pues el psicoanálisis sólo puede perjudicar a quienes tienen sobre el
sujeto intenciones de gozar de él como objeto: de la ciencia, del mercado y de
la farmacología como expresión de ambos. Por eso, porque es la observancia al servicio
del servilismo que impone el discurso de
dominación, ir en contra del psicoanálisis es un discurso al servicio del
capitalismo y, por lo tanto, de derecha.
El
psicoanálisis puesto en el banquillo por sus detractores, recibe así su
sentencia: no sirve. Están en lo correcto: el psicoanálisis no sirve porque no
es esclavo. Su práctica, su “trabajo” no produce para el mercado y, como todo
trabajo, no engendra ningún saber. No es servil al dictado del capitalismo ni
es solidario con él. No es tampoco del orden del servicio, como le reclama la
moral de las buenas intenciones: su práctica no es de asistencia porque no
coloca al paciente en el lugar de objeto (masoquista) de cuidados. El psicoanálisis
no sirve, esa es su ética.
Notas:
Lacan, J. (1958)“La dirección de
la cura y los principios de su poder” Escritos 2. Siglo XXI Editores. 1999.
Lacan, J.,(1969-70) El Seminario.
Libro 17: “El Reverso del Psicoanálisis”. Paidós. Buenos Aires, Barcelona,
México. 2012.
Lacan, J.: (1959-60) El
Seminario, libro 7: “La Ética del Psicoanálisis”. Paidós. Buenos Aires,
Barcelona, México.2013.