lunes, 10 de abril de 2017

La grieta.

Se abrió entonces un tajo en el suelo, y sangró como un río recorriendo valles, quebradas, llanuras y esteros. Acaso su vertiente mojó los pies cansados de octubre, acaso su caudal venía trayendo la fuerza de la sangre derramada en las campañas genocidas al que nunca fue un desierto. El río así formado no dejó de correr nunca hacia el mar, como el relieve lo demanda, como la historia de un puerto lo obliga. Se abrió una herida para siempre en la piel trigueña de la Sudamérica, socavando el suelo con las almas del ingenio, arrastrando las migrantes vidas hasta el maldito puerto del comercio.
Se abrió una ciénaga en el suelo desde donde brotó salvaje la Patria Sublevada, manantial moreno y descamisado. Y de las entrañas de la tierra surgieron los gritos sin voz, las voces sin palabras que venían tratando de armar una simple oración: Justicia. Así se hizo visible el velado tajo, la herida feroz que los guardapolvos blancos vistieron con la fingida igualdad que el Estado de Don Bartolomé necesitaba para ponernos a todos bajo el mismo apellido. Pero no somos hermanos, nunca lo hemos sido. Los hijos bastardos supieron de su origen, otros prefieren seguir diciéndole “Tata” al apropiador. Pero la zanja no la inventaron los desposeídos. Y cuando los sin nombre empiezan a levantar su voz, a recoger su sangre del río centenario de injusticia, se vuelve a ver la ciénaga, el tajo, la grieta. Y caminar se hace más arduo, porque no es posible ignorar el suelo que se pisa, a uno y otro lado de la grieta. La grieta no la inventó el pueblo, el tajo en el vientre de la Patria no lo hizo el trabajador, ni el esclavo, ni el desposeído. La grieta la hizo la injusticia. Sólo quienes negocian con perpetuarla y quienes prefieren vivir una vida ciega juegan a desmentirla.