Se abrió
entonces un tajo en el suelo, y sangró como un río recorriendo valles,
quebradas, llanuras y esteros. Acaso su vertiente mojó los pies cansados de
octubre, acaso su caudal venía trayendo la fuerza de la sangre derramada en las
campañas genocidas al que nunca fue un desierto. El río así formado no dejó de
correr nunca hacia el mar, como el relieve lo demanda, como la historia de un
puerto lo obliga. Se abrió una herida para siempre en la piel trigueña de la
Sudamérica, socavando el suelo con las almas del ingenio, arrastrando las
migrantes vidas hasta el maldito puerto del comercio.
Se abrió una
ciénaga en el suelo desde donde brotó salvaje la Patria Sublevada, manantial
moreno y descamisado. Y de las entrañas de la tierra surgieron los gritos sin
voz, las voces sin palabras que venían tratando de armar una simple oración:
Justicia. Así se hizo visible el velado tajo, la herida feroz que los
guardapolvos blancos vistieron con la fingida igualdad que el Estado de Don
Bartolomé necesitaba para ponernos a todos bajo el mismo apellido. Pero no
somos hermanos, nunca lo hemos sido. Los hijos bastardos supieron de su origen,
otros prefieren seguir diciéndole “Tata” al apropiador. Pero la zanja no la
inventaron los desposeídos. Y cuando los sin nombre empiezan a levantar su voz,
a recoger su sangre del río centenario de injusticia, se vuelve a ver la
ciénaga, el tajo, la grieta. Y caminar se hace más arduo, porque no es posible
ignorar el suelo que se pisa, a uno y otro lado de la grieta. La grieta no la
inventó el pueblo, el tajo en el vientre de la Patria no lo hizo el trabajador,
ni el esclavo, ni el desposeído. La grieta la hizo la injusticia. Sólo quienes
negocian con perpetuarla y quienes prefieren vivir una vida ciega juegan a desmentirla.