“¡Adiós Juventud! No
puedo esconder las canas
Adiós Juventud, las ganas de volver a salir…
A marcha camión, a grapa
y limón,
me queda un verso por
decir
Antes de partir.”
(Jaime Roos.)
Así, tal vez,
no exista más paso del tiempo que aquél que los humanos nos obstinamos por
enfrascar en pequeñas cosas, casi siempre autorreferenciales. No hay otro modo
de experimentar el tiempo: la demora en la cocción de un bizcochuelo, una
tristeza de desvelo que añora la llegada del día, un frasco de café que se
termina, la visión feliz del crecimiento de los niños que amamos, la madurez de
una fruta, la fecha en el calendario de un suceso esperado, la vigilia de
las grandes cosas o de las terribles, las
marcas en el cuerpo… Por lo general (no me atrevo a decir siempre pues
ameritaría un examen que no estoy dispuesta a hacer), tengo la sensación de que
la consistencia que adquiere el tiempo, si es que puede adquirir alguna, es por
la aventura de atreverse a mirar hacia atrás y comparar lo actual con lo que
fue. Tal vez no aplica para el frasco de café, cuyo vacío toma dimensión más
por el deseo frustrado de beber una infusión que por el recuerdo de todos los
cafés bebidos antaño. Pero en otro orden de cosas, la experiencia del paso del
tiempo es una manifestación que se hace con el espejo retrovisor. En ese viraje
al pasado me he propuesto éticamente no lamentarme más de lo que pueda vanagloriarme,
apunto a una negociación justa, al menos: por cada sensación de pérdida he de
consagrar una gratificación. Así, estoy más achacada pero más contenta, tal vez
menos atractiva que a los veintipico pero seguramente más resuelta que a los dieciocho.
Y vendrán más marcas, les temo, a veces me aterran. Pero, ¿con qué justicia voy
a vivir esas renuncias de un cuerpo que va avanzando y deteriorándose si no es
con la esperanza de hallar en ello alguna recompensa? ¿La hay? No es seguro,
acaso no sea más que una necesidad fantaseada, valga de ejemplo fantástico considerar
como “renuncias” a la serie de efectos involuntarios que acarrean mi desgaste físico.
Pero sentir que se renuncia a algo que inevitablemente vamos a perder no me
parece una necedad; si se examina más de cerca se ve que convertir en un acto
aquello que de todos modos sucedrá marca la diferencia entre la responsabilidad
ética y la completa zozobra. Es así que, muy al contrario de lo que pensaba, empiezo a querer que la vejez sea no
una consecuencia del paso de los años sino una elección. Es ambiciosa mi
empresa, pero no lo es más que la de aquél que se aferra a una juventud que,
asegura, reside en su interior cual “Hombre dentro del hombre”. Me empeño así,
no en sentido necio, en consagrar lo más que puedo un momento de reflexión para
atender que cada cosa que hago, que vivo, que gozo y que sufro contiene una
pizca de una elección que me atreví a hacer y de la que soy en alguna medida
responsable, aún de mi vejez, aunque no sea yo quien la haya deseado nunca
empero me toca asumirla como mía. Ese instante de concernimiento íntimo no
estaba disponible cuando era demasiado joven y la muerte era eso que le pasaba
a los otros. A veces, frente a la habitual pregunta “¿Cómo estás?”, me trago
las ganas de decir: “Bien… la muerte sigue por delante pero me siento bien”.
El asunto es el
siguiente: no deseo vivir el paso del tiempo como un castigo, o peor aún, como
una lucha. No deseo que este camino
hacia la vejez sea una renegación, como lo son tantos apremios de la vida
maquillados y desmentidos sobre todo en estos tiempos. Tal es el sendero
señalado por el sentido común y exitosamente comercializado: “Siempre joven”, “Detenga
el paso del tiempo”, “¿Marcas en la piel? ¡Ya no más!”, “La juventud va por
dentro”… No, no me parece realizable ni aún deseable. Alguna vez escuché a una
famosa vedette sexagenaria afirmar que ella no creía en la vejez, hasta ayer
esa declaración me parecía ridícula. Hoy creo que tiene razón: la vejez sí es
una cuestión de fe, se puede renegar de ella o se puede creer. Yo prefiero lo
segundo. Como dije, advertí que la vejez
ya había comenzado cuando decidí que la juventud no era algo que estaba
perdiendo sino que ya había perdido para siempre, y me sentí mejor. ¡Qué
doloroso cuando sentía que la perdía! Ahora que la reconozco como extinguida y
parte de mi pasado, me siento más libre. Entonces, cuando escucho decir a mis
congéneres o aún mayores, que ellos “tienen la juventud por dentro” pienso: “Pobres…”
Quienes declaran ser jóvenes por dentro, ¿saben que cargan, como dice Serrat,
con un viejo en las espaldas? No lo sé, tal vez sí y por eso se aferran a un
jovenzuelo que reside, quién sabe, ¿en las entrañas? ¿En qué prisión de un
cuerpo que se gasta tienen encerrado al mancebo? ¡Qué calvario para ese imberbe
residente de una carne añosa tener que insistir en empresas que llevará a cabo
el viejo que los aloja! A mí no me parece un negocio rentable… Pero digo más,
me pregunto junto a esta reflexión ¿Qué veleidades son atribuidas a una juventud
que es imperioso no dejar morir o simplemente residir en el pasado? A ver… no
he encontrado a nadie que sepa decirme. Hay quienes alegan cuestiones relativas
a la alegría, las ganas, la energía… Yo sospecho que hay allí un exceso, cuando
no, directamente un engaño. Al menos en mi experiencia yo no he sido a los quince más dichosa de lo
que soy a los treinta y cinco, y eso sin mencionar las angustias que he vivido
en aquellos años de perplejidad y supuesta inocencia. En cuanto a la niña que
fui, me alcanza con reconocerme en ella sabiéndome a una gran distancia de su
precocidad jocosa, a veces me pregunto qué diría esa nena de la mujer que soy y
me gusta fantasear con que estaría orgullosa. Pero no soy ya esa niña, bueno
sería seguir siéndolo teniendo que asistir a la desaparición o vejez de
aquellos que garantizaban mi felicidad: mis padres. En cuanto a las ganas y la
energía, comúnmente atribuidas al joven, permítanme dudar: lo de la energía lo
concedo, nada más expansivo que un joven, pero, desengáñense, esa energía se
pierde en el cuerpo y no hay tesoro espiritual que pueda hacer de ella una
reserva. Respecto de las ganas, me pregunto ganas de qué. ¡Ganas de todo! ¿Por
qué eso sería una gran cosa? Prefiero un millón de veces mis ganas pormenorizadas
de ahora, mi escalafón de ganas, mi selectividad. Hoy a los treinta y cinco no
tengo ganas de todo, tengo ganas de algunas cosas, unas ganas precisas,
concretas, otras más utópicas, más reflexionadas. La persona madura tiene ganas
que resultan como producto de una larga elaboración que a mi edad aún está en
proceso. ¡Mirá si voy a andar añorando esa despersonalización de la juventud
masiva e indiferenciada! ¡No me vengan con eso! Las ganas que tengo a los treinta
y cinco se topan, como antaño, con los obstáculos, los impedimentos, los malos
resultados, la diferencia es que hoy puedo filosofar sobre esas frustraciones
de un modo en que antes no tenía la más mínima idea de que sería capaz.
Entonces, ¿joven por dentro? “Espiritualmente joven” , apelan otros. ¡Ni de
curda! Que, ya que estamos, soy mejor bebedora ahora de lo que fui a los veinte.
Es decir, ¿la idea sería encontrarme con las mismas dificultades humanas que
hace veinte años y enfrentarlas con ninguna experiencia hecha? ¿Para qué vivir
tanto si el almácigo donde se atesoran las cosas vividas se resiste a dar
cuenta del paso del tiempo con un motín de juventud atrincherada en el centro
de la existencia? Decididamente no. No, no soy joven ya, ni por fuera ni por
dentro. Si una pizca de la jovenzuela que fui quisiera subsistir le diría que
se deje de joder que esta carne no va a darle grandes satisfacciones, que sólo
puede procurarse las que a una mujer de mi edad puede satisfacer, que descanse
en paz, no la voy a condenar al hundimiento del titanic que es vivir en este
cuerpo que envejece. La chica que fui creía que sabía demasiado, la mujer que
soy hoy pelea contra esa soberbia, lejos de ganar esa batalla al menos sabe de
sobra que se puede caer en el espejismo de un saber engañoso. Lo que se ha
ensanchado no es la sabiduría sino que lo que ha crecido de manera escandalosa
es el mundo, que se afana siempre por ocultar otro cachito de su esencia. A los
veintipico el mundo sobre el que “una sabe” es tan chiquito que es probable que
haya sido cognoscible de modo completo. Por
eso, para mí, en mi experiencia, los ojos nuevos que se le suponen al joven son
inmensamente más necios y ciegos que los del adulto, son ojos de horizonte corto o exageradamente
lejano (sobre esto último, piénsese en la vivencia de angustia del adolescente
que no sabe, porque no ha hecho la experiencia aún, de que existe el límite,
del placer pero afortunadamente del dolor también.) Cuando se es grande, la
mirada se vuelve más realista y las ganas de estirar el horizonte hacia paisajes
más remotos se contenta tomando la dirección de la utopía, la filosofía, los
pasados inmensamente lejanos, la prehistoria, la ciencia ficción, el ocultismo…
el otro, que se ofrece siempre como un territorio enigmático que ahora sí uno
desea explorar sin las ataduras del egocentrismo. Me quedo con eso.
Pienso en la
juventud y en la vejez, tan a menudo como lo hago con el amor y la muerte,
decía… Sólo a partir de cierta edad junto al amor la muerte se sienta a
dialogar y conviene escucharla aunque no sepamos qué dice, pero habla y su
decir es una música de fondo. Por lo demás, el amor propio no necesita asirse
desesperadamente de un joven que fuimos, por eso digo que los temas son
congruentes. La persona joven sólo se piensa mancebo y se piensa amando, profundamente
se piensa a sí mismo en una profundidad de abismo; la persona madura, en
cambio, incluye todas las categorías del tiempo cuando ama y, eso implica,
incluir a la muerte sin hundirse en la desmesura, porque la muerte siempre está
por delante mientras se está, por ello mismo, decididamente vivo.