domingo, 13 de mayo de 2018

Elogio de la vejez.

“¡Adiós Juventud! No puedo esconder las canas
Adiós Juventud,  las ganas de volver a salir…
A marcha camión, a grapa y limón,
me queda un verso por decir
Antes de partir.”
(Jaime Roos.)
                                
Con frecuencia pienso en la juventud, antes me ocurría pensar en la vejez. Alguna vez he afirmado que reflexiono tan a menudo sobre la muerte como también lo hago sobre el amor. Encuentro entre estos tópicos una congruencia, una coincidencia diría mejor, no sé por qué costado enganchan pero estoy segura de que hay alguna relación. En cuanto a la juventud y la vejez, hace un tiempo ya que decidí soltarle la mano a la primera para instalarme definitivamente en el camino de la segunda, un poco por este berretín de anticiparme los años pero fundamentalmente porque he decidido explorar todos sus alcances, conocerle a la vejez cada esquina, atesorar celosamente cada experiencia, escudriñar con obstinación sus montajes. Una noche de noviembre me encontré fantaseando con mis años maduros y me afanó un sentimiento de dicha sorpresivo: “Tal vez sea algo maravilloso”. Lo que me dieron los años que ya tengo es la capacidad de aferrarme a la potencia de un “tal vez” mucho más que a la certeza de la maravilla o del desastre.
Así, tal vez, no exista más paso del tiempo que aquél que los humanos nos obstinamos por enfrascar en pequeñas cosas, casi siempre autorreferenciales. No hay otro modo de experimentar el tiempo: la demora en la cocción de un bizcochuelo, una tristeza de desvelo que añora la llegada del día, un frasco de café que se termina, la visión feliz del crecimiento de los niños que amamos, la madurez de una fruta, la fecha en el calendario de un suceso esperado, la vigilia de las  grandes cosas o de las terribles, las marcas en el cuerpo… Por lo general (no me atrevo a decir siempre pues ameritaría un examen que no estoy dispuesta a hacer), tengo la sensación de que la consistencia que adquiere el tiempo, si es que puede adquirir alguna, es por la aventura de atreverse a mirar hacia atrás y comparar lo actual con lo que fue. Tal vez no aplica para el frasco de café, cuyo vacío toma dimensión más por el deseo frustrado de beber una infusión que por el recuerdo de todos los cafés bebidos antaño. Pero en otro orden de cosas, la experiencia del paso del tiempo es una manifestación que se hace con el espejo retrovisor. En ese viraje al pasado me he propuesto éticamente no lamentarme más de lo que pueda vanagloriarme, apunto a una negociación justa, al menos: por cada sensación de pérdida he de consagrar una gratificación. Así, estoy más achacada pero más contenta, tal vez menos atractiva que a los veintipico pero seguramente más resuelta que a los dieciocho. Y vendrán más marcas, les temo, a veces me aterran. Pero, ¿con qué justicia voy a vivir esas renuncias de un cuerpo que va avanzando y deteriorándose si no es con la esperanza de hallar en ello alguna recompensa? ¿La hay? No es seguro, acaso no sea más que una necesidad fantaseada, valga de ejemplo fantástico considerar como “renuncias” a la serie de efectos  involuntarios que acarrean mi desgaste físico. Pero sentir que se renuncia a algo que inevitablemente vamos a perder no me parece una necedad; si se examina más de cerca se ve que convertir en un acto aquello que de todos modos sucedrá marca la diferencia entre la responsabilidad ética y la completa zozobra. Es así que, muy al contrario de lo que pensaba, empiezo a querer que la vejez sea no una consecuencia del paso de los años sino una elección. Es ambiciosa mi empresa, pero no lo es más que la de aquél que se aferra a una juventud que, asegura, reside en su interior cual “Hombre dentro del hombre”. Me empeño así, no en sentido necio, en consagrar lo más que puedo un momento de reflexión para atender que cada cosa que hago, que vivo, que gozo y que sufro contiene una pizca de una elección que me atreví a hacer y de la que soy en alguna medida responsable, aún de mi vejez, aunque no sea yo quien la haya deseado nunca empero me toca asumirla como mía. Ese instante de concernimiento íntimo no estaba disponible cuando era demasiado joven y la muerte era eso que le pasaba a los otros. A veces, frente a la habitual pregunta “¿Cómo estás?”, me trago las ganas de decir: “Bien… la muerte sigue por delante pero me siento bien”.
El asunto es el siguiente: no deseo vivir el paso del tiempo como un castigo, o peor aún, como una lucha.  No deseo que este camino hacia la vejez sea una renegación, como lo son tantos apremios de la vida maquillados y desmentidos sobre todo en estos tiempos. Tal es el sendero señalado por el sentido común y exitosamente comercializado: “Siempre joven”, “Detenga el paso del tiempo”, “¿Marcas en la piel? ¡Ya no más!”, “La juventud va por dentro”… No, no me parece realizable ni aún deseable. Alguna vez escuché a una famosa vedette sexagenaria afirmar que ella no creía en la vejez, hasta ayer esa declaración me parecía ridícula. Hoy creo que tiene razón: la vejez sí es una cuestión de fe, se puede renegar de ella o se puede creer. Yo prefiero lo segundo.  Como dije, advertí que la vejez ya había comenzado cuando decidí que la juventud no era algo que estaba perdiendo sino que ya había perdido para siempre, y me sentí mejor. ¡Qué doloroso cuando sentía que la perdía! Ahora que la reconozco como extinguida y parte de mi pasado, me siento más libre. Entonces, cuando escucho decir a mis congéneres o aún mayores, que ellos “tienen la juventud por dentro” pienso: “Pobres…” Quienes declaran ser jóvenes por dentro, ¿saben que cargan, como dice Serrat, con un viejo en las espaldas? No lo sé, tal vez sí y por eso se aferran a un jovenzuelo que reside, quién sabe, ¿en las entrañas? ¿En qué prisión de un cuerpo que se gasta tienen encerrado al mancebo? ¡Qué calvario para ese imberbe residente de una carne añosa tener que insistir en empresas que llevará a cabo el viejo que los aloja! A mí no me parece un negocio rentable… Pero digo más, me pregunto junto a esta reflexión ¿Qué veleidades son atribuidas a una juventud que es imperioso no dejar morir o simplemente residir en el pasado? A ver… no he encontrado a nadie que sepa decirme. Hay quienes alegan cuestiones relativas a la alegría, las ganas, la energía… Yo sospecho que hay allí un exceso, cuando no, directamente un engaño. Al menos en mi experiencia  yo no he sido a los quince más dichosa de lo que soy a los treinta y cinco, y eso sin mencionar las angustias que he vivido en aquellos años de perplejidad y supuesta inocencia. En cuanto a la niña que fui, me alcanza con reconocerme en ella sabiéndome a una gran distancia de su precocidad jocosa, a veces me pregunto qué diría esa nena de la mujer que soy y me gusta fantasear con que estaría orgullosa. Pero no soy ya esa niña, bueno sería seguir siéndolo teniendo que asistir a la desaparición o vejez de aquellos que garantizaban mi felicidad: mis padres. En cuanto a las ganas y la energía, comúnmente atribuidas al joven, permítanme dudar: lo de la energía lo concedo, nada más expansivo que un joven, pero, desengáñense, esa energía se pierde en el cuerpo y no hay tesoro espiritual que pueda hacer de ella una reserva. Respecto de las ganas, me pregunto ganas de qué. ¡Ganas de todo! ¿Por qué eso sería una gran cosa? Prefiero un millón de veces mis ganas pormenorizadas de ahora, mi escalafón de ganas, mi selectividad. Hoy a los treinta y cinco no tengo ganas de todo, tengo ganas de algunas cosas, unas ganas precisas, concretas, otras más utópicas, más reflexionadas. La persona madura tiene ganas que resultan como producto de una larga elaboración que a mi edad aún está en proceso. ¡Mirá si voy a andar añorando esa despersonalización de la juventud masiva e indiferenciada! ¡No me vengan con eso! Las ganas que tengo a los treinta y cinco se topan, como antaño, con los obstáculos, los impedimentos, los malos resultados, la diferencia es que hoy puedo filosofar sobre esas frustraciones de un modo en que antes no tenía la más mínima idea de que sería capaz. Entonces, ¿joven por dentro? “Espiritualmente joven” , apelan otros. ¡Ni de curda! Que, ya que estamos, soy mejor bebedora ahora de lo que fui a los veinte. Es decir, ¿la idea sería encontrarme con las mismas dificultades humanas que hace veinte años y enfrentarlas con ninguna experiencia hecha? ¿Para qué vivir tanto si el almácigo donde se atesoran las cosas vividas se resiste a dar cuenta del paso del tiempo con un motín de juventud atrincherada en el centro de la existencia? Decididamente no. No, no soy joven ya, ni por fuera ni por dentro. Si una pizca de la jovenzuela que fui quisiera subsistir le diría que se deje de joder que esta carne no va a darle grandes satisfacciones, que sólo puede procurarse las que a una mujer de mi edad puede satisfacer, que descanse en paz, no la voy a condenar al hundimiento del titanic que es vivir en este cuerpo que envejece. La chica que fui creía que sabía demasiado, la mujer que soy hoy pelea contra esa soberbia, lejos de ganar esa batalla al menos sabe de sobra que se puede caer en el espejismo de un saber engañoso. Lo que se ha ensanchado no es la sabiduría sino que lo que ha crecido de manera escandalosa es el mundo, que se afana siempre por ocultar otro cachito de su esencia. A los veintipico el mundo sobre el que “una sabe” es tan chiquito que es probable que haya sido cognoscible de modo completo.  Por eso, para mí, en mi experiencia, los ojos nuevos que se le suponen al joven son inmensamente más necios y ciegos que los del adulto,  son ojos de horizonte corto o exageradamente lejano (sobre esto último, piénsese en la vivencia de angustia del adolescente que no sabe, porque no ha hecho la experiencia aún, de que existe el límite, del placer pero afortunadamente del dolor también.) Cuando se es grande, la mirada se vuelve más realista y las ganas de estirar el horizonte hacia paisajes más remotos se contenta tomando la dirección de la utopía, la filosofía, los pasados inmensamente lejanos, la prehistoria, la ciencia ficción, el ocultismo… el otro, que se ofrece siempre como un territorio enigmático que ahora sí uno desea explorar sin las ataduras del egocentrismo. Me quedo con eso.
Pienso en la juventud y en la vejez, tan a menudo como lo hago con el amor y la muerte, decía… Sólo a partir de cierta edad junto al amor la muerte se sienta a dialogar y conviene escucharla aunque no sepamos qué dice, pero habla y su decir es una música de fondo. Por lo demás, el amor propio no necesita asirse desesperadamente de un joven que fuimos, por eso digo que los temas son congruentes. La persona joven sólo se piensa mancebo y se piensa amando, profundamente se piensa a sí mismo en una profundidad de abismo; la persona madura, en cambio, incluye todas las categorías del tiempo cuando ama y, eso implica, incluir a la muerte sin hundirse en la desmesura, porque la muerte siempre está por delante mientras se está, por ello mismo, decididamente vivo.