miércoles, 17 de octubre de 2018

Hablar de amor no hace discurso.


Los poetas harán bien el tomar la posta que, los inhabilitados a la poesía, tratamos de asumir con algunas pobres ideas. Con esto intento afirmar, lejos de cualquier lirismo, que no existe ningún discurso amoroso ni acerca del deseo que no sea aquél, siempre particular, que los amantes o enamorados se ofrecen el uno al otro o bien al ser añorado. Todo lo demás es tontería.
¿Por qué el poeta dice sobre el amor lo que la ciencia y el discurso universitario no pueden? Porque el o la poeta, si lo son, hablan desde su falta, desde su vacancia, desde el agujero por donde asoma lo que en psicoanálisis llamamos “la falta en ser” y que alude a la incompletud del ser humano, la falla de lo humano.  Aquello que el resto de los seres hablantes tratamos de paliar a fuerza de neurosis y síntomas (a la sasón, el mío, mi síntoma, es el psicoanálisis, entre otros) el “creador literario”, como lo llama Freud, canaliza los avatares de la frustración o la realización (amorosa o la que fuere) a través de la creación artística. Pero no desde el saber, como lo fantasea el cientista o el académico, sino desde la ruptura, desde la ignorancia, o mejor, el desconcierto que promueve la rasgadura del alma, el despabilo de la realidad cuando se muestra fallada y  cuya imagen poética Serrat ha plasmado en ese quedar “chupando un palo sentados sobre una calabaza.” La creación artística logra capturar con belleza esa desgarradura, esa perplejidad;  no intenta suturar la herida vital del humano con promesas de felicidad y autorrealización, no intenta desmentir que la cosa a veces no marcha. Y para los que hemos vivido una cantidad de tiempo tratando de no engañarnos al respecto, aceptamos, sin embargo, algunas licencias del engaño, tales como el amor cuando es correspondido y promueve la ilusión que, aunque sabemos efímera, preferimos vivir de todos modos. No se puede amar y tratar de encontrarle los hilos del engaño al amor al mismo tiempo, eso no es amar eso es ser necio. Son justamente los supuestamente más espabilados, aquellos que con un dedo en alto se autoproclaman exentos de todo engaño cultural, los que sin embargo más engañados están cuando intentan extrapolar al campo de la ciencia o la ideología lo que es del orden de la vivencia singular y el devenir más o menos afortunado de cada quien. En el fondo lo que esconde la autoproclama y los pseudodiscursos sobre el amor “actual” es un profundo temor de ser engañados. Pues ya lo están. El asunto es el grado de satisfacción o insatisfacción que ese engaño traiga, pues del engaño, por opción o por renegación, nadie se salva.
Entonces vuelvo a decir: no hay discurso, en el sentido de ligar y hacer masa, que convine con el amor. No lo hay. “Sobre gustos no hay nada escrito” reza el viejo refrán, escondiendo que no se ha hecho otra cosa que el catálogo enciclopédico de los placeres desde que el ser humano se pensó moderno y desengañado, desasido de la sumisión divina. Y, como sumisión es mala palabra y no lo desmiento, todo lo que se asome con cara de engaño es inmediatamente sospechado y puesto bajo amonestación. Así como se goza a la orden, de acuerdo con la concepción del superyó que detentamos en psicoanálisis (esto es: se sufre y se disfruta bajo imperativos categóricos inconcientes), se pretende hacer marchar el deseo y la expectativa amorosa del ciudadano de la urbe posneoliberal de la mano de no sé qué fantochada de “deconstrucción de la idea de amor”. Lo que se desconoce bajo esta rúbrica es que se obedece más de lo que se subvierte, respondiendo al mandato del imperativo con la arenga militante. Digo fantochada porque el amor no es una idea, a no ser que seamos demasiado platónicos y entonces caigamos en una insalvable contradicción. Porque si somos platónicos (de algún modo yo siento que lo soy) entonces deberemos dar cobijo a una cantidad de griegos un poco borrachos y despeinados que se dieron cita en la casa de Agatón para celebrarlo y disertar hasta la resaca acerca del amor, sin desmerecer ninguno la exposición del otro. Incluso el pobre Aristófanes, rebajado por Platón de acuerdo con el desmérito que le suscitaba el comediante, ha sido en la historia occidental moderna el más recordado por su alocución. ¿Quién no escuchó el mito de la media naranja? Dicho mito es una derivación del Andrógino aristofánico. Si somos platónicos deberemos coincidir con Socrátes y pensar el amor como aquello que se ofrece al otro desde la propia carencia y no desde una abundancia, y carencia no en el sentido del desmérito sino por el hecho de que todos somos seres humanos incompletos y, por lo tanto deseantes, pues se desea desde la falta. Esto es ser platónico.  La cuestión no es completarse con el otro sino, tal vez, entender que esa es nuestra fantasía: la de la complementariedad. A eso me refiero con engaño amoroso que no es estafa, engaño en sentido de fantaseo, de ensoñación, de ficción. Y dicho engaño o espejismo, acá está el asunto, no obedece a ningún ardid espurio de vaya uno a saber qué voluntad esclavizante de un Otro que quiere someternos al maléfico “amor romántico” que ahora cae en desgracia. Estamos incompletos, y sin solución de continuidad a no ser por unas cuantas horas de sueño romántico que de vez en cuando nos envuelve en un maravilloso engaño que llamamos amor. La plataforma ideologizante que, al tiempo en que pretende deconstruir una idea avanza promoviendo otra, pretende al humano como completo, autosuficiente, individualista… necio. Entonces, no se trata de discutir si el poliamor es legítimo o no, eso es indiscutible en tanto la única legitimidad posible es aquella  por la que cada quien ejerce lo que le place en autorización de sí mismo. Lo más irrisorio de estos discursos acerca del amor deconstruido no es lo que proponen en materia de lazo afectivo sino la pretensión de no sé qué panacea que creen haber encontrado cual remedio al malestar humano. Renegación de la castración, decimos los lacanianos. En criollo: hacerse el gil en cuanto a la idea de sufrir.
No hay nada más ridículo que la plataforma política de sostener una deconstrucción de la idea de amor, porque no es a través de la idea como los amantes sostienen, el uno por el otro, la mutua inclinación amorosa. Se trata de otra cosa. Pero si digo que es ridícula, con evidente esmero provocador, es porque no se ama de acuerdo al eslogan. Se pueden hacer millones de cosas al pie de la letra del mercado, incluso desperdiciar la vida, pero amar no. ¿Que las manifestaciones eróticas son un resultado de las interacciones culturales? ¡Albricias qué noticia! Desde ya, pero eso no las hace menos reales.  Sí, amamos a fuerza de cultura, pero de ahí a sostener no sé qué parafernalia del instinto animal en el reino humano hay un salto de renegación importante. Hay que tener coraje para sostener semejante barbaridad, primitiva, por lo demás. Díganme ¿dónde se ha visto un león y una leona coordinar esfuerzos a modo de contrato de pareja libre, poliamorosa o monogámica? El animal parlante que somos pacta, acuerda, problematiza y, también, tiene problemas de erección y frigidez. El ser humano se orienta y zozobra a su vez en el deseo. Instinto animal… qué papelón. Esa reducción iusnaturalista del esmero erótico, rebajado a su supuesta condición carnal no sólo es mentirosa sino profundamente antiética en la medida en que desconoce el motor que anima todo el accionar humano: el deseo. El deseo siempre complica las cosas, aún maravillosamente. Elevar a la categoría de universal un camino particular en la elección amorosa, y a título de subversión (cuando no hace más que retomar la plataforma liberal de la revolución francesa, contractualista y iusnaturalista), es otra fantasía humana. Como tal, es válida, pero ni es subversiva ni su discurso es sobre el amor.
No hay discurso del amor que haga masa, hay la posibilidad de aventurarse, cada quien, a descubrir por sí mismo el mejor modo de fallar con el otro, o los otros, u otras, u otres, qué más dá. No hay cuestión de género en esto: el género humano, su perfidia, es haber extraviado para siempre (lo digo en sentido mítico) la maquinita instintiva que le codifica la conducta a realizar. Todo intento de hacer valer “para todos” (o todas, o todes) lo que en verdad debe surgir del deseo del “uno” es falaz. De modo que cuando haya quienes sostengan no sé qué ardides en pos del poliamor, la pareja abierta o la monogamia sabremos que están tratando de enunciar, al modo académico, lo que de todos modos seguirá siendo indescifrable para cada uno, aún cuando la aventura de descifrarlo valga la pena ser vivida. Enunciar las pancartas de la propia elección, bueno, qué sé yo, no está ni bien ni mal, pero tratar de hacer pasar eso como no sé qué clase de fuente de la juventud hallada en  los jardines de la verdad universal, es demasiado. Preguntarse qué se quiere en esta vida, es un camino ético; obedecer al mandato de lo que se debe querer, aún bajo las mejores intenciones, conforme a la plataforma académica o ideológica, es someterse al discurso del amo, con cara de transgresión, pero igualmente imperativo y para evitarse preguntas.  La libertad de elegir, creo, no procede de ninguna deconstrucción de ideas sino de una subversión que, menos que proclamarnos libres, nos somete a la interpelación de reconocernos bastante alienados y justamente por ello tratando de remediarlo. Nada parecido le sucede al león, al caballo, a la hormiga, que “gustan” exactamente de aquello por cuyo encuentro la naturaleza hace que la cosa sí marche. Nosotros, en cambio, deseamos fallidamente, pero deseamos al fin. Y ese desear nos pone frente a la libertad de elegir o renegar de esa condena a la elección, aún en el más inconciente sometimiento al propio deseo. Es una aporía demasiado evidente como para no ser advertida que sean los mismos que se autoproclaman “libres” los que someten su supuesta libertad al arbitrio del semejante al que, por otro lado, le exigen complacencia para la satisfacción de sus tendencias o caprichos eróticos. La libertad es un ejercicio de responsabilidad y, como tal, no necesita del préstamo de conciencia del partenaire o pareja ni mucho menos puede exigir nada a título ideológico. Nadie que se considere libre podría someter al tribunal del otro, el compañero o partenaire, el ejercicio de la libertad que dice tener ni mucho menos acusar al de más allá por tener la libertad de ejercer su sexualidad del modo más tradicional o “innovador” que exista. La única subversión es la de animarse a ser libres asumiendo todas las responsabilidades sin tratar de endilgárselas al otro, y para eso no hay discurso sino palabrerío que, confesemos, nos da mucho placer armar. Pero nada más.

martes, 11 de septiembre de 2018

No toda advertencia es spoiler: la perversión como oferta de entretenimiento.



¿Han visto las series de Netflix últimamente? A mí me ha llamado la atención el uso, casi exclusivo, del recurso de la perversión. Me gustaría decir que hay una especie de perversión como lenguaje, pero sería caer en una imprecisión conceptual pensar algo parecido a un discurso perverso. No hará falta, en todo caso, entrar a deslindar de entre los discursos que Lacan nos ha legado la posibilidad de dar cuenta de un discurso perverso, si lo hubiera, porque tampoco es el caso de lo que intento transmitir. Justamente no es a nivel de un discurso posible donde se halla el horror sino a la altura de  una mirada sobre el espectador, una mirada que goza viéndonos gozar del espanto. ¿Por qué?
“¿Por qué me hacen esto?”, es un pensamiento que vino a mi mente cuando detuve para siempre el primer capítulo de la ¿primera temporada? (nunca llegué a saberlo) de una serie llamada “The Alienist”. En dicha primera entrega vemos a un especialista, cuya especialidad no terminé de averiguar dada mi interrupción, pero de quien podemos deducir, por el título de la serie, que se trata de alguien dedicado a la salud mental. Lo vemos al joven añejado (acaso como eran los jóvenes muchachos allá por los finales del siglo XIX) pasearse por un instituto de niños, lo cual nos deja suponer por esas imágenes y algunos diálogos, que se trata de un doctor que dedica su esmero al espectro infantil. Otros rasgos y diálogos permiten suponer que dicho empeño es psicológico. Y sí, tampoco me dediqué a investigar más, es que conservo el enojo anunciado por aquél pensamiento. Pero es también en el primer capítulo donde vemos acudir raudamente a la escena de un crimen a un dibujante experto y por pedido del mismo doctor,  quien desea tener rasgo a rasgo las imágenes retratadas por este artista. ¿Imágenes de qué? De un terrible crimen que acaba de descubrirse  en los restos de un cadáver hallado en un puente. Las situaciones que presagian el encuentro del dibujante con la escena del crimen nos permiten colegir que semejante atrocidad sería algo  horroroso de ver. El que avisa no traiciona, dicen en el barrio, y te van avisando. Los diálogos entre el dibujante y los policías que custodian la escena del crimen van deslizándose entre anotaciones y descripciones de aquello que va a verse pronto y en primer plano: se trata de un cadáver, de un niño, o de una niña, no se sabe… hubo un testigo, se trata de otro niño, el que ha hallado el cadáver por accidente y  por cuyo balbuceo sólo alcanza a proferir “¿Por qué el niño estaba vestido de niña?”. Luego, comentarios acerca de algo sobre la cuenca de los ojos, o acerca de las órbitas, y una mutilación … “¡Basta para mí, basta para todos!” como decíamos en el tutti frutti en los años de infancia. Dispénsenme, necesito un refugio ante tanto horror, por ahora verbal. Entonces tenemos la escena en la que el dibujante por fin se conquista el permiso de los oficiales para ver de cerca el cadáver cuyo pedido de retrato había recibido. Y acá viene el asunto: la cámara se acerca, y se acerca más y se acerca más y más y más hasta que no lo podés creer y todo en una cuestión de minutos, es decir, tal vez fueron segundos pero, ¿quién le toma el tiempo al espanto?  Como sea, se trata de la eternidad del tormento en que el espectador no puede sino quedar ahí, simplemente gozado en su propio horror por lo que ve. No me hizo falta ver nada, la descripción era elocuente así que puse mi rostro entre las manos y afortunadamente no alcancé a ver nada, pero por la hendija de mis dedos llegué a avizorar los contornos de la pantalla mientras el acercamiento de la cámara me iba indignando más y más, al tiempo en que mi pensamiento se escandalizaba con la frase que encabeza este párrafo: “’¿Por qué me hacen esto?” Decidí que era suficiente para mí cuando, no conformes con exponer al espectador al horror, en una escena más tarde, se vuelve sobre la misma imagen, esta vez en el dibujo del artista encargado, y otra vez el espectador frente a la miseria humana del horror y el espanto. Porque no se trata solo se muertes y de monstruos, se trata de un humano infringiendo sufrimiento a otro humano, un humano martirizado que además es niño y que, te dejan saber, era prostituido. Listo. Cerré mi computadora, porque eso hacen las personas cuando tienen la posibilidad de zafarse del Otro gozador: huir. “¿Quieren contarme algo más?” pensé en una interpelación imaginaria a los genios realizadores. No creo, porque no parecía estar precisamente al nivel del relato lo que fuera que querían ofrecer, más bien parecía estar al nivel de la mirada y a la orden del imperativo categórico del “¡Goza!” que, sabemos, es sadiano. Bueno, no cuenten conmigo.
Lo que me indignó luego, casi inmediatamente, fue la idea de que ahí, del otro lado de la pantalla, hay un director que goza poniendo nuestro ojo frente a semejante aberración. Es la mirada que nos ve sin que la veamos, el objeto del que goza esa mirada es nuestro siniestro espanto. Todavía me inquieta mi propia reflexión al respecto y la pregunta que, ahora sé, sí tiene respuesta. “¿Por qué me hacen esto?” se responde en su propia formulación: lo que sea que estén buscando es hacer-me en tanto espectador: gozar de mi horror, horror que me somete al sufrimiento y… ¿Y ellos? Ellos allá, tocándote el morbo cual si fuera nuestro ojo el culo al que se atreven sin consultarnos levantando nuestra falda, desgarrándonos el alma. 
Convengamos que últimamente los realizadores, la mayoría de ellos norteamericanos, parecen tener un fetiche con los crímenes en serie, mejor si estos son sexuales, vejaciones, torturas… Ninguna novedad desde hace décadas. Tal vez sea la oferta masiva que implica Nétflix, pero no me conforma esa respuesta. Sin embargo, más allá del tema recurrente, casi masturbatorio, esa fascinación oligofrénica con el argumento del criminal psicopático, lo que me interroga (preguntarse por el deseo del otro nos neurotiza, a dios gracias) no es la temática sino el modo voyeurista en que se lleva a cabo. Tampoco voy a señalar con mi dedo a la causa que orienta la elección de los temas, pues sabemos por Lacan que el fantasma neurótico es perverso, nada que decir de eso. Pero mi inquietud (similar a la de aquél paciente de Freud que salta del diván, desorganizado de emoción, al relatar “el tormento de las ratas”) no es la de tratar de entender la fascinación de los espectadores por la psicopatía criminal extrapolada a la televisión sino, al igual que el pobre “Hombre de las ratas” lo que me perturba es el instante en que mi ojo queda, como las orejas de aquél, a merced de un goce perverso. Porque, claramente, para el desarrollo de algunos argumentos no es posible dispensar al espectador (o al analizante) de “cierta pintura de los detalles”, pero lo que excede el nivel del argumento corre por cuenta del goce, porque no había ninguna necesidad de poner en pantalla un minuto de aberración (con todo el peso del minuto en la pantalla).
Quisiera comparar esta experiencia con la de cierta serie famosa llamada “13 razones de por qué” en su segunda temporada. Estoy a punto de hacer un alerta spoiler, qué ironía… ¡Nosotros tenemos que alertar al lector! ¿Es en serio? Es decir, ¿nosotros, los espectadores,  tenemos que asegurarle al futuro potencial espectador que no hallará una objeción a su futuro entretenimiento? ¿Qué estamos haciendo con la ética del buen gusto? Disculpen mi enojo, pero yo no pienso hacer ninguna alerta spoiler, voy a hacer una alerta que me habría gustado tener para evitarme el trago amargo (o el palo en el orto, si les gusta el disfemismo) de tener que aguantarme varias veces la imagen de una violación en tiempo real. Porque, sabrán, la escena traumática pide repetición: podés verla una vez, pero eso… insistirá. “Gracias a tu encargue no podré dormir unos cuantos días” le dice el dibujante a su doctorcito respecto de su pedido en la serie que mencionaba antes… Eso vuelve. El Ello compele a la repetición y su abogado, el Superyó, está atento a la corte de apelaciones. ¿Se dieron cuenta? Tal vez no, porque para leer hay que tomarse un trabajo, pero para tomarse un trago a la fuerza sólo hace falta tener un agujero en la cara, o en cualquier otro lado donde se puedan meter cosas sin consentimiento. Listo, se los dije. Perdonen los fanáticos de Nétflix. Pero tengo unos cuantos asuntos más interesantes en qué pensar que el de velar por los intereses del factor sorpresa y, en cuanto a los efectos traumáticos de ser espectador, habrá quienes tal vez me lo agradecerán. Porque una verdadera alerta es la que amortigua el impacto de un acontecimiento para que no sea traumático, para que el psiquismo se prepare, en cuyo caso quedará a merced de algo difícil, pero no traumático. Y aquí vale una diferencia: por un lado, creo que la escena de “13 razones” tiene un sentido, se está contando algo, genera un efecto, está enmarcada en un relato y es coherente con él. Sigo pensando en que vale la pena, de todos modos, que nos interroguemos acerca de ese “vale todo” que parece inspirar a los estómagos de ciertos realizadores quienes, muchas veces, más que con la imaginación pareciera que crean con las vísceras, so pretexto de que ellos desean “trasmitir un mensaje efectivo”. Lo que no parece que indagaran demasiado es el modo en que eso que transmiten llega del otro lado, a la fuerza, como una violación. Me recuerda a la propaganda de la anorexia que hasta hace pocos años “adornaba” la Avenida Lugones. No, no me equivoqué, dije propaganda con toda intención. Porque, hablando de intenciones, la de aquella campaña era supuestamente la de alertar acerca de los peligros de la anorexia y el medio elegido era la exposición de la imagen del cadáver viviente de una jovencita. Sí, la intención era buena, pero ya sabemos que las intenciones buenas adoquinan el derrotero del infierno. Sin embargo, más allá de esta otra vuelta de indignación que se apodera de mi prosa, debo decir que, así y todo, la escena de violación de “13 razones” tenía un marco y una justificación y, por si al espectador no le quedaba claro, estremecido como quedaba al terminar la serie, una especie de programa especial ofrecía un debate tras el último capítulo: Gracias por educarnos EEUU… te amamos. Pero en el caso de “The Alienist” lo que me estremece no es el crimen que da comienzo a una narrativa de la que no me interesó participar (rectifico: me hicieron desistir de participar cuando me hicieron advertir que lo que estuviera a nivel del relato no valía tanta mierda). Lo que me estremece es haber captado la intención de gozar de mi ojo del director cuando me vi captada por su oferta visual, viéndome captada allí a su vez lo capté. ¿Cazador cazado? ¡Qué sé yo! No creo que tanto, pero una cosa sí digo: seguiré viendo Nétflix, acaso con mi rostro entre las manos, pero a los que están del otro lado de la pantalla, creadores geniales, quiero que sepan…
…nosotros también los estamos viendo.

domingo, 13 de mayo de 2018

Elogio de la vejez.

“¡Adiós Juventud! No puedo esconder las canas
Adiós Juventud,  las ganas de volver a salir…
A marcha camión, a grapa y limón,
me queda un verso por decir
Antes de partir.”
(Jaime Roos.)
                                
Con frecuencia pienso en la juventud, antes me ocurría pensar en la vejez. Alguna vez he afirmado que reflexiono tan a menudo sobre la muerte como también lo hago sobre el amor. Encuentro entre estos tópicos una congruencia, una coincidencia diría mejor, no sé por qué costado enganchan pero estoy segura de que hay alguna relación. En cuanto a la juventud y la vejez, hace un tiempo ya que decidí soltarle la mano a la primera para instalarme definitivamente en el camino de la segunda, un poco por este berretín de anticiparme los años pero fundamentalmente porque he decidido explorar todos sus alcances, conocerle a la vejez cada esquina, atesorar celosamente cada experiencia, escudriñar con obstinación sus montajes. Una noche de noviembre me encontré fantaseando con mis años maduros y me afanó un sentimiento de dicha sorpresivo: “Tal vez sea algo maravilloso”. Lo que me dieron los años que ya tengo es la capacidad de aferrarme a la potencia de un “tal vez” mucho más que a la certeza de la maravilla o del desastre.
Así, tal vez, no exista más paso del tiempo que aquél que los humanos nos obstinamos por enfrascar en pequeñas cosas, casi siempre autorreferenciales. No hay otro modo de experimentar el tiempo: la demora en la cocción de un bizcochuelo, una tristeza de desvelo que añora la llegada del día, un frasco de café que se termina, la visión feliz del crecimiento de los niños que amamos, la madurez de una fruta, la fecha en el calendario de un suceso esperado, la vigilia de las  grandes cosas o de las terribles, las marcas en el cuerpo… Por lo general (no me atrevo a decir siempre pues ameritaría un examen que no estoy dispuesta a hacer), tengo la sensación de que la consistencia que adquiere el tiempo, si es que puede adquirir alguna, es por la aventura de atreverse a mirar hacia atrás y comparar lo actual con lo que fue. Tal vez no aplica para el frasco de café, cuyo vacío toma dimensión más por el deseo frustrado de beber una infusión que por el recuerdo de todos los cafés bebidos antaño. Pero en otro orden de cosas, la experiencia del paso del tiempo es una manifestación que se hace con el espejo retrovisor. En ese viraje al pasado me he propuesto éticamente no lamentarme más de lo que pueda vanagloriarme, apunto a una negociación justa, al menos: por cada sensación de pérdida he de consagrar una gratificación. Así, estoy más achacada pero más contenta, tal vez menos atractiva que a los veintipico pero seguramente más resuelta que a los dieciocho. Y vendrán más marcas, les temo, a veces me aterran. Pero, ¿con qué justicia voy a vivir esas renuncias de un cuerpo que va avanzando y deteriorándose si no es con la esperanza de hallar en ello alguna recompensa? ¿La hay? No es seguro, acaso no sea más que una necesidad fantaseada, valga de ejemplo fantástico considerar como “renuncias” a la serie de efectos  involuntarios que acarrean mi desgaste físico. Pero sentir que se renuncia a algo que inevitablemente vamos a perder no me parece una necedad; si se examina más de cerca se ve que convertir en un acto aquello que de todos modos sucedrá marca la diferencia entre la responsabilidad ética y la completa zozobra. Es así que, muy al contrario de lo que pensaba, empiezo a querer que la vejez sea no una consecuencia del paso de los años sino una elección. Es ambiciosa mi empresa, pero no lo es más que la de aquél que se aferra a una juventud que, asegura, reside en su interior cual “Hombre dentro del hombre”. Me empeño así, no en sentido necio, en consagrar lo más que puedo un momento de reflexión para atender que cada cosa que hago, que vivo, que gozo y que sufro contiene una pizca de una elección que me atreví a hacer y de la que soy en alguna medida responsable, aún de mi vejez, aunque no sea yo quien la haya deseado nunca empero me toca asumirla como mía. Ese instante de concernimiento íntimo no estaba disponible cuando era demasiado joven y la muerte era eso que le pasaba a los otros. A veces, frente a la habitual pregunta “¿Cómo estás?”, me trago las ganas de decir: “Bien… la muerte sigue por delante pero me siento bien”.
El asunto es el siguiente: no deseo vivir el paso del tiempo como un castigo, o peor aún, como una lucha.  No deseo que este camino hacia la vejez sea una renegación, como lo son tantos apremios de la vida maquillados y desmentidos sobre todo en estos tiempos. Tal es el sendero señalado por el sentido común y exitosamente comercializado: “Siempre joven”, “Detenga el paso del tiempo”, “¿Marcas en la piel? ¡Ya no más!”, “La juventud va por dentro”… No, no me parece realizable ni aún deseable. Alguna vez escuché a una famosa vedette sexagenaria afirmar que ella no creía en la vejez, hasta ayer esa declaración me parecía ridícula. Hoy creo que tiene razón: la vejez sí es una cuestión de fe, se puede renegar de ella o se puede creer. Yo prefiero lo segundo.  Como dije, advertí que la vejez ya había comenzado cuando decidí que la juventud no era algo que estaba perdiendo sino que ya había perdido para siempre, y me sentí mejor. ¡Qué doloroso cuando sentía que la perdía! Ahora que la reconozco como extinguida y parte de mi pasado, me siento más libre. Entonces, cuando escucho decir a mis congéneres o aún mayores, que ellos “tienen la juventud por dentro” pienso: “Pobres…” Quienes declaran ser jóvenes por dentro, ¿saben que cargan, como dice Serrat, con un viejo en las espaldas? No lo sé, tal vez sí y por eso se aferran a un jovenzuelo que reside, quién sabe, ¿en las entrañas? ¿En qué prisión de un cuerpo que se gasta tienen encerrado al mancebo? ¡Qué calvario para ese imberbe residente de una carne añosa tener que insistir en empresas que llevará a cabo el viejo que los aloja! A mí no me parece un negocio rentable… Pero digo más, me pregunto junto a esta reflexión ¿Qué veleidades son atribuidas a una juventud que es imperioso no dejar morir o simplemente residir en el pasado? A ver… no he encontrado a nadie que sepa decirme. Hay quienes alegan cuestiones relativas a la alegría, las ganas, la energía… Yo sospecho que hay allí un exceso, cuando no, directamente un engaño. Al menos en mi experiencia  yo no he sido a los quince más dichosa de lo que soy a los treinta y cinco, y eso sin mencionar las angustias que he vivido en aquellos años de perplejidad y supuesta inocencia. En cuanto a la niña que fui, me alcanza con reconocerme en ella sabiéndome a una gran distancia de su precocidad jocosa, a veces me pregunto qué diría esa nena de la mujer que soy y me gusta fantasear con que estaría orgullosa. Pero no soy ya esa niña, bueno sería seguir siéndolo teniendo que asistir a la desaparición o vejez de aquellos que garantizaban mi felicidad: mis padres. En cuanto a las ganas y la energía, comúnmente atribuidas al joven, permítanme dudar: lo de la energía lo concedo, nada más expansivo que un joven, pero, desengáñense, esa energía se pierde en el cuerpo y no hay tesoro espiritual que pueda hacer de ella una reserva. Respecto de las ganas, me pregunto ganas de qué. ¡Ganas de todo! ¿Por qué eso sería una gran cosa? Prefiero un millón de veces mis ganas pormenorizadas de ahora, mi escalafón de ganas, mi selectividad. Hoy a los treinta y cinco no tengo ganas de todo, tengo ganas de algunas cosas, unas ganas precisas, concretas, otras más utópicas, más reflexionadas. La persona madura tiene ganas que resultan como producto de una larga elaboración que a mi edad aún está en proceso. ¡Mirá si voy a andar añorando esa despersonalización de la juventud masiva e indiferenciada! ¡No me vengan con eso! Las ganas que tengo a los treinta y cinco se topan, como antaño, con los obstáculos, los impedimentos, los malos resultados, la diferencia es que hoy puedo filosofar sobre esas frustraciones de un modo en que antes no tenía la más mínima idea de que sería capaz. Entonces, ¿joven por dentro? “Espiritualmente joven” , apelan otros. ¡Ni de curda! Que, ya que estamos, soy mejor bebedora ahora de lo que fui a los veinte. Es decir, ¿la idea sería encontrarme con las mismas dificultades humanas que hace veinte años y enfrentarlas con ninguna experiencia hecha? ¿Para qué vivir tanto si el almácigo donde se atesoran las cosas vividas se resiste a dar cuenta del paso del tiempo con un motín de juventud atrincherada en el centro de la existencia? Decididamente no. No, no soy joven ya, ni por fuera ni por dentro. Si una pizca de la jovenzuela que fui quisiera subsistir le diría que se deje de joder que esta carne no va a darle grandes satisfacciones, que sólo puede procurarse las que a una mujer de mi edad puede satisfacer, que descanse en paz, no la voy a condenar al hundimiento del titanic que es vivir en este cuerpo que envejece. La chica que fui creía que sabía demasiado, la mujer que soy hoy pelea contra esa soberbia, lejos de ganar esa batalla al menos sabe de sobra que se puede caer en el espejismo de un saber engañoso. Lo que se ha ensanchado no es la sabiduría sino que lo que ha crecido de manera escandalosa es el mundo, que se afana siempre por ocultar otro cachito de su esencia. A los veintipico el mundo sobre el que “una sabe” es tan chiquito que es probable que haya sido cognoscible de modo completo.  Por eso, para mí, en mi experiencia, los ojos nuevos que se le suponen al joven son inmensamente más necios y ciegos que los del adulto,  son ojos de horizonte corto o exageradamente lejano (sobre esto último, piénsese en la vivencia de angustia del adolescente que no sabe, porque no ha hecho la experiencia aún, de que existe el límite, del placer pero afortunadamente del dolor también.) Cuando se es grande, la mirada se vuelve más realista y las ganas de estirar el horizonte hacia paisajes más remotos se contenta tomando la dirección de la utopía, la filosofía, los pasados inmensamente lejanos, la prehistoria, la ciencia ficción, el ocultismo… el otro, que se ofrece siempre como un territorio enigmático que ahora sí uno desea explorar sin las ataduras del egocentrismo. Me quedo con eso.
Pienso en la juventud y en la vejez, tan a menudo como lo hago con el amor y la muerte, decía… Sólo a partir de cierta edad junto al amor la muerte se sienta a dialogar y conviene escucharla aunque no sepamos qué dice, pero habla y su decir es una música de fondo. Por lo demás, el amor propio no necesita asirse desesperadamente de un joven que fuimos, por eso digo que los temas son congruentes. La persona joven sólo se piensa mancebo y se piensa amando, profundamente se piensa a sí mismo en una profundidad de abismo; la persona madura, en cambio, incluye todas las categorías del tiempo cuando ama y, eso implica, incluir a la muerte sin hundirse en la desmesura, porque la muerte siempre está por delante mientras se está, por ello mismo, decididamente vivo.

lunes, 5 de marzo de 2018

La "normachidad" fálica en el 8M.


Un gran psicoanalista argentino, Jorge Alemán, del que lo menos que podemos saber es que siempre desafía a los discursos hegemónicos, me habilita a no aceptar la coerción sobre el hablar en pos de evitar quien sabe qué calamidades. Advierte sobre no aceptar el “chantaje en boga”, ese que, explica, se trataría de “no hablar de ciertas cuestiones porque se te vienen encima”. Entonces hace una justa diferencia entre el enunciado y la enunciación, más precisamente: entre lo dicho y el acto de decir. Así es como extrae del famoso “MMLPQTP” el carácter subjetivo que tiene la expresión de desagrado popular diferenciándolo de la literalidad del enunciado, sobre el que advierte: “Nadie está pensando allí en madres, putas o mujeres, eso sería humanizarlo y el insulto busca otra cosa”.
Esta oportuna diferencia sobre el acto de enunciar y la enunciación me anima a su vez a pensar en ese “encima” al que vendría la agresividad del otro y me doy cuenta de que no me interesa. Que se vengan no a mí sino sobre lo que digo los argumentos que sean, los que se prefieran. Pero si de algo tengo que cuidarme es de la idea de que lo que digo es igual a mi ser, como primera medida: no soy lo que digo. Pero por sobre todo advertir que sobre eso que enuncio siempre habrá algo que agregar, discutir, interpelar. Así, enuncio: vengan, acudan a decir lo que mi relato les inspire, manifiesten que mi relato tiene estos y estos otros asuntos por seguir pensando, pero tengan el cuidado de no “venir encima” sino sobre él, que es más una actitud “acerca de él” que la de "ponerse encima”.
Supe en estos días que ciertos sectores del feminismo (sobre el que además aprendí que no puede equipararse a una organización política y mucho menos esperar de ella una homogeneidad) resolvieron impedir que acudan a la movilización del 8M lo varones. ¿Cuál es el argumento? No me interesa, tampoco me da vergüenza mostrar mi desinterés. Simplemente digo: ES UN GRAVE ERROR.  Como no participo de forma activa de los debates alrededor de esta gran movilización me ahorro el comentario acerca de por qué ese error me parece grave, dicha gravedad tiene que ver con las consecuencias políticas de un movimiento que podría perder su legitimidad en una acción de segregación. NO voy a entrar en los detalles de esa afirmación, simplemente digo: no lo comparto, no me gusta, no es el cambio que espero de la sociedad. Pero esa es una opinión personal (y muy compartida por compañeros y compañeras dentro del feminismo). En esa opinión personal se incluyen mis ideales y, por ende, mis deseos y afectos. Yo vivo y pienso un mundo lleno de hombres cuya compañía me deparan satisfacciones de diversa índole, a veces a pesar de la diferencia sexual, otras veces muy “a caballo” de ellas. Pero ese es mi mundo emocional. No interesa. Ahora bien, ¿Por qué es un error? Porque entonces no entendí nada del feminismo o bien ese feminismo no entiende nada de la feminidad. Si la feminidad es una condición anatómico genética entonces esa feminidad no me interesa, no sólo porque deja afuera a aquellos y a aquellas cuya feminidad no está dada por nacimiento en la anatomía sino porque en sí la feminidad que me interesa atañe pero no se reduce al cuerpo, ni a su forma ni a su imagen, ni a sus usos y ni a sus preferencias sexuales. Reducir lo femenino a una coyuntura corporal es replicar en el sujeto la condición de objeto, es confundir la posición femenina a la condición de hembra, lo cual no se aleja demasiado del denostado macho. Denegar al hombre la presencia en un acto simbólico de semejante importancia es dejar constancia en la historia de que ellos tienen culpa por haber nacidos dotados de pene, es decir, por haber nacido “machos” y, en ese descrédito de la masculinidad, ¿qué tipo de justicia social se puede hacer? ¿Cómo apuntar a una sociedad más justa si  de aquellos que de forma innegable están integrados en ella nada puede esperarse? ¿”Totalitarismo” vaginista? Una persona que espera subvertir el machismo debería poder esperar del otro algo diferente que simplemente reducirlo a un “macho”. Si las cosas son así, estamos fritos y, como dijo Mafalda: “poca fe para salir de la sartén…”
Sí, me expreso con ironía, que es una forma solapada de hostilidad, pero entiendo que la hostilidad que me genera es la que está haciendo retroceder a muchos y muchas de la idea de sumarse a una movilización que en lugar de pregonar el cambio social parecería más preocupada por disputar el falo que tanto dicen despreciar. Despreciar el falo, por lo demás, es absurdo, ir más allá de él es otra cosa, es la apuesta que vale la pena intentar. Ver en el semejante sólo a un portador de pene no creo que sea la forma, más bien es una réplica de lo que se supone transformar. Ir más allá del falo es no dejarse imponer una medida normalizante y moralizante de cómo deben ser las cosas, de cuál es el rol que toca a cada sujeto por el hecho de portar o no el mentado pene o, en su lugar, la equiparada vagina.  Como yo no me siento una vagina (me importa un carajo mi vagina, si tengo que tomar algún elemento en cuenta para mi posición sexuada). Hacerse representar por un clítoris, una vulva, o cualquier fragmento del cuerpo es imponer e imponerse un ordenamiento y, como sabemos los psicoanalistas, todo ordenamiento es fálico, “Normachizante”.
Haber entendido mi situación tal vez privilegiada, la de haber sido educada con el máximo de libertad que puede darse (que siempre es ética) me hizo comprender que, mientras existan sujetos condicionados y sometidos por su condición de género, el feminismo es necesario. Pero no suscribo a ninguna de las expresiones incluidas en él que repliquen la normachización que pretenden cuestionar. Es ridículo, y, peor aún: peligroso.

domingo, 18 de febrero de 2018

"¿Qué te voy a cobrar?" La ética de la mediocridad.




No hay salida. Cuando se rebaja la dignidad del semejante, haciéndolo ingresar en una clasificación descalificatoria  por  su supuestamente escasa capacidad de entendimiento, de apreciación, de poder de realización, se paga el costo del empobrecimiento de la propia dignidad. Mi desprecio por esta posición no es altruista, incluyo al altruismo bajo el mismo desprecio pues él reproduce idéntica situación que busco cuestionar: la de creer que en algún lugar del mundo se acopian todos los bienes de la humanidad y que sólo un grupo de personas están a la altura de apreciar y distribuir diversamente qué le toca a cada uno. El altruismo, al igual que la ética de la mediocridad se sostiene en la idea de una superioridad moral desde la cual se dirigen acciones, palabras, obras, a un otro al que se subestima y que es sometido a esa consideración berreta. Se le da al otro "poca cosa" dada la infinita  caridad del dador en el más profundo desinterés y “por su bien”. Me repugna. Dirigirse al otro considerando que pertenece a lo popular o infantil no es diferente a promover cultura de la élite, porque la diferencia no está en la dirección de lo que se hace sino en la división clasificatoria en que se sostiene. Por lo demás, no existe el desinterés, y si lo hay, qué pobreza no querer nada.
No me detendré a precisar qué quiero decir cuando hablo de mediocridad, la transparencia del término lo hace comprensible por sí solo. Pero supongamos que ilustrar un poco no viene mal, no porque suponga en el lector una dificultad de entendimiento sino porque me gusta la ilustración. Entonces digo: existe un sinfín de productos humanos de malísima calidad que se distribuyen disimuladamente o a cielo abierto bajo el pretexto de que no otra cosa que esta mala producción pueden recibir aquellos a quienes está destinada. ¿Existen seres humanos de segunda y luego los bienes que les corresponden? ¿No será que hay producciones mediocres que necesitan crear a esos humanos de baja calidad para que traguen bazofia sin preguntar? (Se llama capitalismo, tal vez. O mejor: lógica del consumo).  Ilustremos con un ejemplo: existen excelentes, buenas, malas y detestables producciones cinematográficas. ¿Quién podría decirme que exagero? Sólo estoy poniendo un ejemplo. Pero, aunque promotora de acuerdo instantáneo, la ilustración que elegí puede generar la controversia en quien acaso afirme que la consideración que se haga sobre la calidad de cualquier producto es una evaluación siempre singular. Y es cierto. Pero si aceptamos que hay diversidad en los gustos (y no me digan que sobre él no hay nada escrito porque no se ha hecho otra cosa que el catálogo enciclopédico del gusto desde que el humano escribe) los productos mediocres hablan menos de quienes los consumen y más de quienes eligieron realizarlos de esa manera, con mala calidad. Sin embargo se pondera la lógica inversa: “la gente quiere consumir mierda, démosles mierda”. Lo que se esconde es la responsabilidad de quien ha promovido la materia fecal en calidad de comestible. Mucho más que del gusto gastronómico de quien ingiere heces muestra que su “creador” tiene como único talento aquello que puede producir con el culo. Tremendo. Por fuera del disfemismo: la ética de la mediocridad se sostiene en la idea de que lo popular no puede acceder a ciertos niveles de apreciación estética, pero en verdad esconde la falta de talento de quien promueve basura.
Podríamos debatir hasta el infinito sobre la estética y nunca llegar a un acuerdo sobre lo bello. Sin embargo, aunque no es el acuerdo lo que promueve lo bello sino su búsqueda en el pensamiento, no es esa la reflexión que me habita en esto que ahora escribo. No se trata aquí de definir ni aún promover qué es de buen gusto y qué no. No me interesa ubicar en los hechos la práctica de la mediocridad sino rastrear el argumento que está en su base, ahora sí, sin eufemismos, es lo que yo llamo  la ética del “qué te voy a cobrar…? (si no tenés con qué pagarme).”
¿Parece que hablo en chino? Sí, parece. Paciencia, no escribo para facilitarle la lectura a nadie, sólo escribo para quien tenga por aventura el hecho de leer y espero del lector una exploración activa. ¿Por qué? Porque escribo para lectores, como hablo para oyentes. De esto se trata lo que hoy quiero decir: existe una ética que espera algo del otro, una posición deseante, una acción concreta que en este caso es la de leer. Existe otra ética, la que sienta la base argumentativa de que el otro "no puede" para ahorrarse el esmero de crear obras de respetable gusto, con el pretexto de que “la gente quiere esto”. Tan solidaria es esta ética con aquella que fomenta la realización de grandes obras hechas a la ligera, no porque procedan de un talento de espontaneidad genial, como suele afirmarse,  sino porque se basan en una suerte de pureza instintual que comúnmente llaman: inspiración genuina y sin aditamentos complejos (los cuales, se supone, “todo el mundo desprecia” en la medida en que hay que "llegarle a la gente" y hacerlo en 140 letras.) Todo lo que se puede decir al respecto es que quienes sostienen ese desprecio popular por lo complejo en verdad esconden su propia incapacidad de asir nada parecido a la elevación. Así se constituye esta postura ética que subestima al prójimo como sujeto, lo considera meramente como un integrante de la masa, lo desprecia, no espera nada de él más que el hecho de engrosar un número, una estadística. “Artaud para millones” como ironiza Capusotto o, como me gusta llamarla a mí, la ética del “qué te voy a cobrar” (si no podes darme nada, o bien, si lo que te ofrezco es una mierda)”. Desprecio profundamente esta visión de la humanidad, la desprecié siempre: como docente, como ciudadana, como psicoanalista. Más desprecio aún me produce el argumento exitista que pretende sostener la justificación de un proceder berreta so pretexto de “la venta”. Pero al menos el fundamento comercial no se disfraza de falsa consideración, se evidencia a sí mismo como lo que es: un sicario del buen gusto, francotirador de la dignidad humana.
Cercano a este argumento está aquél que reza cualquier enunciado pretendidamente veraz acompañado de una especie de contextualización en la contemporaneidad, más concretamente se enuncia: “la gente hoy en día quiere...”. ¿Así que todo el mundo es sociólogo? ¿No será más cierto que quienes sostienen estos enunciados están hablando en verdad no de la carencia del otro sino de la imposibilidad de asumir la propia? Los psicoanalistas conocemos de esto, se nos interroga con frecuencia acerca de la que suponen que es nuestra actividad. Se nos dicen que nuestra práctica es burguesa, que no tiene empatía por el pueblo, por el sufrimiento popular. ¿Será cierto? Depende del psicoanalista, pero uno verdadero (si es que esto existe) sabe que el inconciente no tiene clase social. Suponer que el psicoanalista es un terapeuta de élite es proyectar la propia subestimación del semejante al sostener que hay quienes sirven para el análisis y quienes no. Mientras el psicoanálisis sostenga la dignidad del sujeto como horizonte de su empeño, apostando a él, no tendrá este problema. Por eso se cobra y, como dice Lacan “preferentemente caro”, no porque busque en el pago solamente el objeto monetario como valor de cambio sino porque simbólicamente se pone en acto el deseo de que el otro, el paciente, se haga cargo. Esperamos de ellos cosas, yo siempre espero cosas de la gente. También de esta dificultad está plagada muchas veces la actividad docente:“los niños de hoy en día…” suele decirse. ¿Y los maestros de hoy en día? ¿Qué hacen para estar a la altura del mismo día que le suponen al sujeto infantil de lo que llaman actualidad y por cuyo bien se supone que dan todo? ¿Qué es dar todo? “Todo” es “nada”. En cambio “mucho” es mejor, porque puede ser suficiente o insuficiente pero se somete a crítica, principalmente a la propia. Pero ¿"Todo"? ¿Quién puede evaluar qué es todo? “Damos a los alumnos lo siguiente: todo” Recuerdo a una colega afirmándose en esa expresión, colega que quise y admiré además, no es su acto lo que someto a juicio en esto que hoy escribo, es, como dije, el discurso lo que cuestiono, como lo hice entonces: “No. Un buen maestro no da todo, en todo caso da mucho, la otra parte espera que la ponga el alumno”. (Vean Merlí, es el verdadero maestro hecho ficción). De esta manera he presenciado el acto ético de otros colegas, aquellos que no temen leer para los niños una cantidad de obras cuyo lenguaje se supone por fuera de todo uso coloquial de los púberes. Así conocí el trabajo de mi amiga Verónica quien leía para ellos, PARA ELLOS, y ellos: fascinados. ¿Entendían? Quién sabe, estaban encantados igual, apreciaban, gustaban, disfrutaban, porque una maestra los consideraba sujetos de apreciación artística. Así llegaron a conocer a Cortázar, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Cervantes.
La ética del “qué te voy a cobrar?” destruye la solidaridad porque supone débiles y fuertes. Separa los bienes en catálogos: esto es bueno, esto es mediocre, esto es impresentable pero con aspecto de buen estado. Démosle esto a la gente, a las masas. Lo que parece bueno… pero no lo es. Y, ¿por qué no es bueno? Es fácil descubrirlo: tiene menos que ver con la calidad inherente del objeto que con la posición ética del sujeto que lo ofrece cuando recorta los bordes de lo que da, en su inmensa superioridad. Porque el mismo dador ya ha evaluado que hay criterios para dar y cuidó muy bien, en su gran misericordia, de darle al pobre poca cosa. Lo que no sabe es cuánto se empobrece él en ese miserable acto. Entre otros casos, los que suscitan mi mayor desprecio, están los que se jactan: “le damos a la gente entretenimiento, ellos quieren esto” Hay quienes hace más de treinta años no pueden sino ofrecer esta porquería, ¿no será que son estos dadores que no pueden generar nada más elevado? A esta altura parece que sí.
Alguna vez tuve quince años, y tuve que ir al diccionario para entender a Silvio Rodríguez. No me hice más genia, sino más paciente. Pasaron unos veinte para que hoy pueda captar todo lo que no había entendido de Silvio y hoy me maravillo en esa experiencia de renovada sorpresa. Vivir, lo que se dice atravesar vida, no se consigue en un soplo de botella ni vale la pena que así sea. Por lo demás se pueden acumular 30 años en vano sin haber alcanzado el más mínimo desarrollo de nada (si no, pregúntenle a Tinelli).
La ética del qué te voy a cobrar está en la base de los libros de autoayuda. Idéntico argumento: la gente no tiene tiempo de ir al psicólogo. En cambio sí pueden desperdiciarse 30 años de queja, pero de trabajar activamente para responsabilizarse ni hablemos.
La ética del qué te voy a cobrar no educa porque no espera del otro un aprendizaje, no halaga porque no confía en la belleza que el semejante pueda portar, tampoco gobierna pues sospecha que los ciudadanos son seres imbéciles. Nuevamente, no negamos que lo san, no afirmamos lo contrario. Simplemente digo: prefiero otra ética, la que explica porque apuesta al entendimiento, la que crea porque apunta a la capacidad de goce estético, la que promueve dificultad a la espera de estimular curiosidad y deseo, la que se dirige a un sujeto humano, en la convicción de que encontrará dignidad en el semejante, que es el único modo de alcanzar la propia.