Los poetas harán bien el tomar la posta que, los
inhabilitados a la poesía, tratamos de asumir con algunas pobres ideas. Con
esto intento afirmar, lejos de cualquier lirismo, que no existe ningún discurso
amoroso ni acerca del deseo que no sea aquél, siempre particular, que los
amantes o enamorados se ofrecen el uno al otro o bien al ser añorado. Todo lo
demás es tontería.
¿Por qué el poeta dice sobre el amor lo que la ciencia y
el discurso universitario no pueden? Porque el o la poeta, si lo son, hablan
desde su falta, desde su vacancia, desde el agujero por donde asoma lo que en
psicoanálisis llamamos “la falta en ser” y que alude a la incompletud del ser
humano, la falla de lo humano. Aquello
que el resto de los seres hablantes tratamos de paliar a fuerza de neurosis y
síntomas (a la sasón, el mío, mi síntoma, es el psicoanálisis, entre otros) el
“creador literario”, como lo llama Freud, canaliza los avatares de la
frustración o la realización (amorosa o la que fuere) a través de la creación
artística. Pero no desde el saber, como lo fantasea el cientista o el
académico, sino desde la ruptura, desde la ignorancia, o mejor, el desconcierto
que promueve la rasgadura del alma, el despabilo de la realidad cuando se
muestra fallada y cuya imagen poética Serrat
ha plasmado en ese quedar “chupando un palo sentados sobre una calabaza.” La
creación artística logra capturar con belleza esa desgarradura, esa perplejidad;
no intenta suturar la herida vital del
humano con promesas de felicidad y autorrealización, no intenta desmentir que
la cosa a veces no marcha. Y para los que hemos vivido una cantidad de tiempo
tratando de no engañarnos al respecto, aceptamos, sin embargo, algunas
licencias del engaño, tales como el amor cuando es correspondido y promueve la
ilusión que, aunque sabemos efímera, preferimos vivir de todos modos. No se
puede amar y tratar de encontrarle los hilos del engaño al amor al mismo
tiempo, eso no es amar eso es ser necio. Son justamente los supuestamente más
espabilados, aquellos que con un dedo en alto se autoproclaman exentos de todo
engaño cultural, los que sin embargo más engañados están cuando intentan
extrapolar al campo de la ciencia o la ideología lo que es del orden de la
vivencia singular y el devenir más o menos afortunado de cada quien. En el
fondo lo que esconde la autoproclama y los pseudodiscursos sobre el amor “actual”
es un profundo temor de ser engañados. Pues ya lo están. El asunto es el grado
de satisfacción o insatisfacción que ese engaño traiga, pues del engaño, por
opción o por renegación, nadie se salva.
Entonces vuelvo a decir: no hay discurso, en el sentido
de ligar y hacer masa, que convine con el amor. No lo hay. “Sobre gustos no hay
nada escrito” reza el viejo refrán, escondiendo que no se ha hecho otra cosa
que el catálogo enciclopédico de los placeres desde que el ser humano se pensó
moderno y desengañado, desasido de la sumisión divina. Y, como sumisión es mala
palabra y no lo desmiento, todo lo que se asome con cara de engaño es
inmediatamente sospechado y puesto bajo amonestación. Así como se goza a la
orden, de acuerdo con la concepción del superyó que detentamos en psicoanálisis
(esto es: se sufre y se disfruta bajo imperativos categóricos inconcientes), se
pretende hacer marchar el deseo y la expectativa amorosa del ciudadano de la
urbe posneoliberal de la mano de no sé
qué fantochada de “deconstrucción de la idea de amor”. Lo que se desconoce
bajo esta rúbrica es que se obedece más de lo que se subvierte, respondiendo al
mandato del imperativo con la arenga militante. Digo fantochada porque el amor
no es una idea, a no ser que seamos demasiado platónicos y entonces caigamos en
una insalvable contradicción. Porque si somos platónicos (de algún modo yo
siento que lo soy) entonces deberemos dar cobijo a una cantidad de griegos un
poco borrachos y despeinados que se dieron cita en la casa de Agatón para
celebrarlo y disertar hasta la resaca acerca del amor, sin desmerecer ninguno
la exposición del otro. Incluso el pobre Aristófanes, rebajado por Platón de
acuerdo con el desmérito que le suscitaba el comediante, ha sido en la historia
occidental moderna el más recordado por su alocución. ¿Quién no escuchó el mito
de la media naranja? Dicho mito es una derivación del Andrógino aristofánico. Si
somos platónicos deberemos coincidir con Socrátes y pensar el amor como aquello
que se ofrece al otro desde la propia carencia y no desde una abundancia, y
carencia no en el sentido del desmérito sino por el hecho de que todos somos
seres humanos incompletos y, por lo tanto deseantes, pues se desea desde la
falta. Esto es ser platónico. La
cuestión no es completarse con el otro sino, tal vez, entender que esa es
nuestra fantasía: la de la complementariedad. A eso me refiero con engaño
amoroso que no es estafa, engaño en sentido de fantaseo, de ensoñación, de
ficción. Y dicho engaño o espejismo, acá está el asunto, no obedece a ningún
ardid espurio de vaya uno a saber qué voluntad esclavizante de un Otro que
quiere someternos al maléfico “amor romántico” que ahora cae en desgracia. Estamos
incompletos, y sin solución de continuidad a no ser por unas cuantas horas de
sueño romántico que de vez en cuando nos envuelve en un maravilloso engaño que
llamamos amor. La plataforma ideologizante que, al tiempo en que pretende
deconstruir una idea avanza promoviendo otra, pretende al humano como completo,
autosuficiente, individualista… necio. Entonces, no se trata de discutir si el
poliamor es legítimo o no, eso es indiscutible en tanto la única legitimidad
posible es aquella por la que cada quien
ejerce lo que le place en autorización de sí mismo. Lo más irrisorio de estos
discursos acerca del amor deconstruido no es lo que proponen en materia de lazo
afectivo sino la pretensión de no sé qué panacea que creen haber encontrado
cual remedio al malestar humano. Renegación de la castración, decimos los
lacanianos. En criollo: hacerse el gil en cuanto a la idea de sufrir.
No hay nada más ridículo que la plataforma política de
sostener una deconstrucción de la idea de amor, porque no es a través de la
idea como los amantes sostienen, el uno por el otro, la mutua inclinación
amorosa. Se trata de otra cosa. Pero si digo que es ridícula, con evidente
esmero provocador, es porque no se ama de acuerdo al eslogan. Se pueden hacer
millones de cosas al pie de la letra del mercado, incluso desperdiciar la vida,
pero amar no. ¿Que las manifestaciones eróticas son un resultado de las
interacciones culturales? ¡Albricias qué noticia! Desde ya, pero eso no las
hace menos reales. Sí, amamos a fuerza
de cultura, pero de ahí a sostener no sé qué parafernalia del instinto animal
en el reino humano hay un salto de renegación importante. Hay que tener coraje
para sostener semejante barbaridad, primitiva, por lo demás. Díganme ¿dónde se
ha visto un león y una leona coordinar esfuerzos a modo de contrato de pareja
libre, poliamorosa o monogámica? El animal parlante que somos pacta, acuerda,
problematiza y, también, tiene problemas de erección y frigidez. El ser humano
se orienta y zozobra a su vez en el deseo. Instinto animal… qué papelón. Esa
reducción iusnaturalista del esmero erótico, rebajado a su supuesta condición
carnal no sólo es mentirosa sino profundamente antiética en la medida en que
desconoce el motor que anima todo el accionar humano: el deseo. El deseo
siempre complica las cosas, aún maravillosamente. Elevar a la categoría de
universal un camino particular en la elección amorosa, y a título de subversión
(cuando no hace más que retomar la plataforma liberal de la revolución
francesa, contractualista y iusnaturalista), es otra fantasía humana. Como tal,
es válida, pero ni es subversiva ni su discurso es sobre el amor.
No hay discurso del amor que haga masa, hay la
posibilidad de aventurarse, cada quien, a descubrir por sí mismo el mejor modo
de fallar con el otro, o los otros, u otras, u otres, qué más dá. No hay
cuestión de género en esto: el género humano, su perfidia, es haber extraviado
para siempre (lo digo en sentido mítico) la maquinita instintiva que le
codifica la conducta a realizar. Todo intento de hacer valer “para todos” (o
todas, o todes) lo que en verdad debe surgir del deseo del “uno” es falaz. De
modo que cuando haya quienes sostengan no sé qué ardides en pos del poliamor,
la pareja abierta o la monogamia sabremos que están tratando de enunciar, al
modo académico, lo que de todos modos seguirá siendo indescifrable para cada
uno, aún cuando la aventura de descifrarlo valga la pena ser vivida. Enunciar
las pancartas de la propia elección, bueno, qué sé yo, no está ni bien ni mal,
pero tratar de hacer pasar eso como no sé qué clase de fuente de la juventud
hallada en los jardines de la verdad
universal, es demasiado. Preguntarse qué se quiere en esta vida, es un camino
ético; obedecer al mandato de lo que se debe querer, aún bajo las mejores
intenciones, conforme a la plataforma académica o ideológica, es someterse al
discurso del amo, con cara de transgresión, pero igualmente imperativo y para
evitarse preguntas. La libertad de
elegir, creo, no procede de ninguna deconstrucción de ideas sino de una
subversión que, menos que proclamarnos libres, nos somete a la interpelación de
reconocernos bastante alienados y justamente por ello tratando de remediarlo.
Nada parecido le sucede al león, al caballo, a la hormiga, que “gustan” exactamente
de aquello por cuyo encuentro la naturaleza hace que la cosa sí marche.
Nosotros, en cambio, deseamos fallidamente, pero deseamos al fin. Y ese desear
nos pone frente a la libertad de elegir o renegar de esa condena a la elección,
aún en el más inconciente sometimiento al propio deseo. Es una aporía demasiado
evidente como para no ser advertida que sean los mismos que se autoproclaman
“libres” los que someten su supuesta libertad al arbitrio del semejante al que,
por otro lado, le exigen complacencia para la satisfacción de sus tendencias o
caprichos eróticos. La libertad es un ejercicio de responsabilidad y, como tal,
no necesita del préstamo de conciencia del partenaire o pareja ni mucho menos
puede exigir nada a título ideológico. Nadie que se considere libre podría
someter al tribunal del otro, el compañero o partenaire, el ejercicio de la
libertad que dice tener ni mucho menos acusar al de más allá por tener la
libertad de ejercer su sexualidad del modo más tradicional o “innovador” que
exista. La única subversión es la de animarse a ser libres asumiendo todas las
responsabilidades sin tratar de endilgárselas al otro, y para eso no hay
discurso sino palabrerío que, confesemos, nos da mucho placer armar. Pero nada
más.