martes, 19 de diciembre de 2017

"Los viejos no sirven". La responsabilidad subjetiva en oposición a la moral del sacrificio superyoico.


Hace poco escribí un artículo acerca de la ética del psicoanálisis donde expresé de dónde provienen comúnmente los discursos en contra del psicoanálisis. Allí hice lugar a la siguiente afirmación, el psicoanálisis en boca de sus detractores recibe su sentencia: “no sirve”, y están en lo correcto. De lo que se trata es de poner el foco en el uso de esa expresión, lo que quiere decir “servir” y qué supone. “Servir” implica un rol en la moral de las utilidades, muy diferente a la ética que tiene como horizonte la dimensión humana que no es la de los destinos particulares de los objetos (éstos sí sirven, o no.) Objetos de consumo, de goce, de descarte, de desprecio, de producción… El ser humano es, tiene que ser, siempre bregará por alojar, otra dimensión que la de objeto. Para el psicoanálisis la dimensión humana tiene que ver con el horizonte del deseo,  pero hay otros: el espiritual, el afectivo, el religioso, el filosófico, el del conocimiento, de la razón. En cualquier caso, esas dimensiones para el psicoanálisis tienen algo en común: la sujeción de un destino singular por los derroteros del deseo, aquello que marca el camino de cada quien en busca de lo que lo determina y lo pone a andar. Sentido de la vida, si quieren. El deseo, único patrimonio humano del que se desprenden todos los demás. Pero el deseo no es una propiedad ni mucho menos un horizonte individual: supone a otro; el Otro del amor, el Otro de la religión llamado Dios, el Otro de la verdad en los caminos de la ciencia y la reflexión,  el Otro…
El psicoanálisis, y junto con él tantas otras doctrinas de la ética, tiene una relación extraterritorial respecto del orden del servir. “Servir”, como tributo al orden de las utilidades, es cierto: el psicoanálisis no sirve. “Servir”, como acto de pleitesía del que se desprende el adjetivo “servicial”, en tanto el psicoanálisis no rinde homenaje a la vocación del vasallo, no sirve. “Servir”, como oferta de acciones o productos que irán a satisfacer las demandas grupales, tampoco sirve, porque no es un servicio ni reconoce “usuarios”. Del mismo modo tampoco se inscribe en las huestes de un ejército ni en las gradas de un apostolado. El psicoanálisis es una práctica que apunta al deseo y, por lo tanto, a la responsabilización subjetiva. Lejos de satisfacer las demandas de apetencias individuales aporta un modo de hacer, que en aras de la simplicidad llamaré técnica, pero que en verdad es una práctica ÉTICA.  Este ejercicio de responsabilización  libera al sujeto de su alienación, aunque no es gratis: se paga el precio de asumir un deseo o bien la cifra que cuestan los mecanismos de su desconocimiento. Ese precio es la falta (castración), es decir la puesta en actas de habitar un universo donde, a pesar de todo pero justamente gracias a ello, estamos sometidos a fallar, a padecer la ausencia, finalmente a morir. La falta que, en tanto carencia, mueve el deseo.
De todo lo que no sirve es hermano el psicoanálisis, solidario, perteneciente al mismo universo. En este sentido es que digo: un jubilado no sirve. No hay ninguna duda de ello. ¿Por qué no sirve un viejo? Porque no produce, estorba, es menesteroso de atenciones molestas, genera gastos: de energía y de recursos. Para colmo de la inutilidad el viejo, que no puede ya producir excedentes para el Amo, vive demasiado tiempo. ¿Qué es este berretín de vivir tanto y al pedo?
Esta mañana el Congreso sancionó una reforma previsional, sancionó, es decir, hizo lugar en el discurso a una afirmación que entiende que los llamados “viejos” son una carga y, por lo tanto, objetos. No sólo los viejos sino todo aquél que, como ellos, no producen: los niños no nacidos, los infantes, los discapacitados, los veteranos de guerra. Se trata de una nueva proclama de la moral de las utilidades, que no es patrimonio de este gobierno sino una moral de época. Pero, en manos de un neoliberalismo que exagera hasta la impiedad el valor del mérito personal por encima de cualquier ideal de solidaridad, se transforma en despotismo, sin importar qué tan legitimado esté (y no lo está, habida cuenta de las manifestaciones populares que tuvieron lugar las últimas 24 hs.) De todas maneras, la ética no es la moral que suma voluntades, no entiende de sumatorias individuales y por eso riñe tanto con la hipocresía del contrato social mal llamado democracia, donde el sistema democrático es un discurso moral también y la ética es de otro orden.
La mayoría de los que marchamos ayer en diferentes momentos del día no estábamos pregonando ningún derecho individual, no porque no nos importen, se trataba de otra cosa. Ayer quisimos poner de manifiesto cuál es el lugar que tienen “los viejos” en nuestra existencia, es decir, poner en acto el sentido, el profundo significado que tiene ser viejo, que es una subjetividad por encima de cualquier particularidad. Ayer pusimos de manifiesto que no estamos dispuestos a ver aplastada la dimensión humana bajo la retórica de las utilidades. No se trata de la defensa del bolsillo de los viejos, como se dice, eso también es moral utilitaria aunque tiene su importancia. Pero lo que se hizo presente ayer en las diversas manifestaciones es ese lugar Otro donde alojar al “viejo” elevado a la categoría de “caro”. Ayer ofrecimos un lugar donde “caro” es del orden de los afectos, tal como comúnmente lo entiende la expresión que los nomina “abuelos” señalando qué lugar tienen en la narrativa afectiva de acuerdo a la figura de lo familiar. Muy diferente al entendimiento de “caro” en la semántica de “gastos”. Los viejos, que no sirven, son sin embargo CAROS, es decir, QUERIDOS. Ya no los viejos en su particularidad, sino la vejez como representación simbólica de un sujeto social y de un devenir que está en las espaldas de todos los más jóvenes, como decía Joan Manuel Serrat. Ni siquiera de ese horizonte ineludible pueden hacerse cargo aquellos que reducen la vejez al descarte del contrato social. ¿Acaso creen que no les llegará? Por eso, vuelvo a decir qué importante es la ética de la responsabilidad, una que no admite hacerse el sordo, ni el ciego, ni el distraído, pero tampoco acepta la candidez de la moral de las buenas intenciones. Ser responsable es otra cosa.
La responsabilidad implica tomar cargo de los costos del deseo, cualesquiera que estos sean. Con la suma de símbolos que forman parte del horizonte que llamamos el Ideal, el deseo marca un derrotero y el sujeto tendrá que vérselas con lo infranqueable de las distancias que muchas veces lo separan de él. Otra cosa muy diferente es la culpa. La culpa no es el tributo que se paga al deseo sino el sacrificio que se ofrece al sadismo del Superyó, en su altar todos son carneros, aunque muchos se efuercen por desconocerlo. El precio que implica la responsabilidad es el de intentar un acercamiento al Ideal compareciendo ante los estrados de la ética y de la realidad siempre difícil. Muy diferente del cadalso que se recorre hacia la mazmorra superyoica, que falsea acceso liberados al goce pero impone costos elevadísimos por ese transitar de corto-circuito.
Un gobierno que distribuye sus objetos de goce (llamémosle también “recursos”) de acuerdo con la moral superyoica necesita culpables y hacedores de méritos: los unos serán encarcelados, reprimidos, hambreados, asesinados… desaparecidos; los otros gambetearán la culpa al son del arrorró en que entonan sus virtudes y esfuerzos personales. En el mejor de los casos, harán sonar las melodías de una moral que pregona la “igualdad” por la que esperan recibir reconocimiento del mismo modo en que exigen el castigo y mano dura, atentos a “dar a todos lo mismo”, desconociendo que JUSTICIA no es dar a todos por igual sino a cada uno lo que necesita.

El sujeto vasallo del Superyó entona su himno detrás de un mostrador, tal vez, como lo hacía la señora que ayer me vendió tres metros de cinta y un ovillo de hilo (que compré para manualidades inútiles, por supuesto); ese himno es la oda al sacrificio: el sacrificio personal que da cuenta del “gusto de trabajar” y el sacrificio el ajeno en la medida en que son obligados a caminar por las brasas aquellos que merecen el castigo "por vagos, por improductivos, por negros, por extranjeros, por no avivados”. El sujeto responsable, en cambio, toma a su cargo saberse parte de un sistema que debe solventar los gastos de aquellos que, sin importar el motivo, no pueden producir para el mercado: por ancianos, por demasiado jóvenes, por discapacitados. No busca culpables ni meritorios, no le interesa quién aportó ayer, quién aportará mañana: entiende el compromiso solidario tal y como lo expresa el diseño profundamente ético del  sistema llamado previsional por oposición al fondo de acumulación financiera que muchos confunden y otros disfrazan pero que en verdad es una aseguradora individual (AFJP como  síntoma del retorno de lo reprimido). Los sujetos responsables no buscan culpables ni se ofrecen como chivo a la expiación de la culpa que los “virtuosos del mérito” no quieren pagar. Cuantos más responsables despierten del arrorró adormecedor de la moral del servicio, más cerca estaremos de reconstruir los lazos de una solidaridad  horizontal, hoy oscurecida por la fuerza del aislamiento individual, servicial, cándido y  sacrificial-superyoico. 

lunes, 30 de octubre de 2017

Comentario sobre El Cisne Negro: acerca del desencadenamiento de la psicosis.

“Todos conocemos la historia: chica virginal, pura y dulce, atrapada en el cuerpo de un cisne; ella desea la libertad pero sólo el verdadero amor puede romper el hechizo.  Casi se le otorga su deseo en la forma de un príncipe, pero antes de que pueda declararle su amor, su hermana gemela, lujuriosa, el Cisne Negro, lo engaña y lo seduce. Desconsolada, el Cisne Blanco salta desde un acantilado, se mata y, en la muerte, encuentra la libertad.”   Así empieza su alocución el director de la compañía de ballet, Thomas Leroy, frente a los bailarines con quienes realizará una nueva versión de El Lago de los Cisnes. Para esta versión el director  se lanza a la búsqueda de una protagonista que pueda interpretar ambos roles: el Cisne Blanco y el Cisne Negro. Esta es una de las primeras escenas del Film El Cisne Negro, de Darren Aronofsky (2010). Cuenta la historia de Nina Sayers, una bailarina abnegada que vivirá en su propia carne la lucha entre los cisnes de la legendaria pieza de ballet. Por si acaso el espectador no ha tenido contacto con el argumento de dicha obra, se lo pone en conocimiento a través de la breve sinopsis así enunciada. Este relato trágico será el que el que le toque interpretar a Nina, el personaje interpretado por Natalie Portman. “Todos conocemos la historia” dice Leroy, pero lo que nadie conoce es el modo fatal en que Nina encarnará la lucha entre los dos cisnes, más allá de lo literal, donde lo que está en juego no es el amor de un príncipe sino la puja por una libertad desplegada en el propio ser.
Nina es perfecta para el papel del Cisne Blanco, como le dice el director: pura, virginal, frágil; la “dulce niña de mamá”, como la nombra su madre cuyo estrago voraz es sugerido desde las primeras escenas y a lo largo de todo el film durante el cual vemos cómo se confunden el deseo de esta madre (una bailarina frustrada) con el objetivo perseguido por Nina al punto de su ofrecimiento sacrificial  para la interpretación perfecta.  Desde el comienzo del film encontramos a Nina expuesta a situaciones que revisten cierto enigma para el espectador, incógnitas que promueven en ella una cierta  perplejidad, pero estos fenómenos que cada vez más van adquiriendo carácter alucinatorio comienzan a hacerse frecuentes en el momento en que Nina recibe un llamado al que no puede responder. Esta demanda es sobre su sexualidad, se le pide que muestre al Cisne Negro, que encarne su sensualidad, que suelte el control, en otras palabras: que goce. Como respuesta a esta demanda que resulta enigmática aparecen casi al mismo tiempo las escenas junto a la doble, esa chica que, con su mismo rostro, se cruza en el andén del subterráneo y cuya sensualidad señala aquella que Nina no puede encontrar en sí misma sino a condición de verla reflejada: en la imagen de la otra,  en el espejo donde encuentra la leyenda “puta” como retorno absolutamente ajeno de la propia pulsión desanudada, acaso una especie de cartel a la orilla del camino[1] para quien no recorre el sendero subjetivo por la vía de la carretera principal. Así, frente a ese llamado enigmático comienza esa “proliferación imaginaria de modos de ser que son otras tantas relaciones con el otro con minúscula”[2] y que vemos acentuarse cada vez más alrededor de su compañera Lily, una bailarina simpática, atractiva, políticamente incorrecta que le servirá de doble y de cuya mano Nina recorrerá los caminos de un goce que se libera cada vez más y sin restricción. Nina se deja llevar lenta y luego vertiginosamente por el goce, allí donde antes no había ninguna pregunta acerca de él, un goce sexual ausente pero no reprimido sino mantenido a distancia del capullo[3] en que hasta ese momento se había guarecido su ser. El saldo de ese acceso al goce no es la culpa, no hay culpa en la estructura que no ha sido interdictada por la Ley del Padre. La castración aparece en lo real, en todas esos pequeños actos de mutilación que se van suscitando, donde como espectadores no sabemos hasta qué punto son reales o alucinados, donde en un mismo escenario se mezclan fenómenos verosímiles y otros de aspecto onírico y que, con magistral empeño, el director del film expone ante los ojos del espectador que deberá ser osado para resistir frente a la pantalla, por ejemplo,  el despellejamiento sangrante de los dedos, en una de esas escenas.
¿Qué impide a Nina hacer frente a ese llamado enigmático que atañe a su voluptuosidad? Es la falta de un significante primordial que, por su operatoria, ofrezca las coordenadas para asumir lo sexual como identidad, como lazo y como acceso al placer. El significante que polariza, organiza, distribuye. Donde ese significante falta el sujeto se las ingenia para paliar su ausencia, compensación del Edipo ausente que en Nina, tal vez, pueda situarse al nivel de “ser la bailarina de mamá”, la “dulce niña” (sweetheart, my sweet girl), su pequeño Cisne Blanco. Y todo funciona moderadamente bien (a no ser por todas esas escenas donde vemos a Nina frente a una madre a la que no es posible decir “no”); todo viene bien hasta que recibe ese llamado del Otro que le ordena que goce como una mujer fatal, que exige ese goce como algo que debiera encontrar en ella misma y mostrar. El Otro toma la iniciativa fundada en una actividad subjetiva[4], apelando en Nina a sus “bajos instintos”, pero Nina no sabe nada de eso. El director del ballet le ordena “¡Goza!” Y ella, ¿qué hará? Desdoblarse, porque para ser otra diferente del Cisne Blanco, algo que no tiene ningún lugar en la imagen de sí misma, tiene que ser literalmente otra. Cuando el director le ordena que goce ella no duda, no está debatiéndose en el fuero interno o con la dramática del conflicto neurótico, merced de una contradicción que acaso la enfrente a algo de sí misma que preferiría no asumir. Nina no duda, está perpleja. ¿Qué es eso que le demanda el director? No hay registro de eso. No tiene ninguna referencia, no hay para ella la ley que ordene y distribuya simbólicamente. Lo sexual para Nina no está simbolizado, y como todo lo que no está simbolizado pero que no obstante tiene existencia, retornará allí donde fue arrojado y volviéndose alucinación. Como no hay referencias irá a buscar ese goce en la otra, su semejante, Lily,  casualmente aquella a quien el director señala como la que goza, la que sí puede hacerlo, la que sabe y por cuyo rodeo Nina tratará de encontrar el goce haciéndola su alter-ego. Si Nina fuera histérica habría hecho otra cosa, tal vez reivindicar ensuciando la reputación de su compañera, habría tejido un drama de celos, tal vez habría iniciado una competencia o un intento de seducción, habría armado un alboroto más o menos escandaloso (como lo hace el personaje de Winona Ryder, la bailarina añosa caída en desgracia). Quién sabe... Pero Nina no tiene esos recursos a disposición. Ella va en busca de su compañera, siguiendo el camino señalado por el Otro,  pero viviendo esa proximidad como una persecución. La hará su doble y sólo por intermedio de su semejante, que es ella misma, se entregará a una voluptuosidad que le es literalmente ajena. Entonces tendrá lugar la escena homosexual y la experiencia de goce en un encuentro con su partenaire que es ella misma desdoblada y que, en la cima del exceso, toca los márgenes del incesto cuando, al recibir sexo oral, vuelve en sí con la imagen acústica del llamado de su madre: sweetheart.  Esa experiencia de goce, más allá del límite, tendrá su consecuencia. Pero, como sabemos, no es del orden de la culpa ni del autorreproche para una estructura que no ha sido interdictada por la Ley del Padre. No hay límite que ponga coto a la pulsión desatada, no hay castración simbólica sino que ésta le retorna en lo real, en todos esos pequeños actos de mutilación que padece alucinatoriamente cada vez con más frecuencia, sobre todo en sus dedos. Cortes en el cuerpo cada vez más reiterados a medida que ese goce ya no está mantenido a “sana distancia” como hasta ahora había estado.  Cuando el Otro toma la iniciativa eso se desencadena y ya no hay cómo arreglárselas allí. ¿Entonces no hubo goce para Nina hasta ese momento? Claro que lo hubo, en esa madre que goza de su cuerpo como si nunca hubiera sido separado del suyo, ese cuerpo acariciado, vestido, vigilado, desnudado por la madre. Un cuerpo absolutamente gozado por la madre, patrimonio materno, sólo ofrecido al uso subjetivo para la danza, terreno donde se desencadena la psicosis en el momento en que se le exige que goce de otro modo que el de “la bailarina de mamá”. No hubo para esa niña la separación simbólica respecto de esa madre, no pudo sustraerse de ese goce feroz, no funcionó para esa boca cocodrilezca el palo que impida que se cierre repentinamente dejándola presa; no bastan todos los palos y taburetes que la joven coloca tras las puertas  para impedir que, al otro lado, la madre arrase con su intimidad. Y cuando por fin se sustrae de ese goce materno, cuando logra decir “no”, cuando por fin encuentra la libertad, será faltándole al Otro en lo real, como el Cisne Blanco, que se dirige hacia la muerte realizando por fin su deseo trágico de liberación.
El Otro dijo “¡Goza!” y ella obedece sin el amparo de un “sentido común”, fálico, que le indique que ese goce debía quedar en el terreno de lo sensual y parcial, de lo metafórico. Nina responde ese llamado, al principio con su perplejidad, luego explorando el enigma de la sensualidad en el más absoluto desamparo significante, sólo con el recurso de esa otra que es ella misma desdoblada y a través de quien puede alcanzar la voluptuosidad del Cisne Negro tan ajeno mientras ella sólo puede reconocerse como una frágil bailarina. (“¿Quién eres?”, le pregunta un muchacho cuya compañía se canjea a través de la otra. “Soy una bailarina”, responde Nina, apelando a la única imagen de sí misma que tiene disponible). El Otro ha ordenado el goce y cada vez más la joven suelta el control que la tiene sujetada a la dulce niña de mamá; con cada acto en que roza la concupiscencia le sucede un pequeño acto de corte como el límite que retorna desde lo real  frente una pulsión que arremete y la expone al desborde. Y eso, finalmente, se desborda: se desencadena un goce por el que queda absolutamente tomada, se echa a andar sin freno una pulsión que ya no tiene cómo reintegrarse. La pulsión de muerte  ha tomado todo el cauce pulsional, goce irrestricto propio de un más allá donde el límite, que no es del orden de lo prohibido, llega demasiado tarde atravesando lo imposible.
Es el turno del Cisne Negro para que haga su entrada triunfal. La experiencia de ese más allá ha dejado al Cisne Blanco vencido, truncado como la imagen de la pequeña bailarina de cerámica que danza en la cajita de música cuando Nina abandona la casa materna para cumplir su destino. La metamorfosis ha comenzado sin que pueda darse marcha atrás, pero todavía queda pendiente al triunfo final del Cisne Negro sobre el Blanco, como lo predestina la tragedia. Nina está entregada al desenfado sin límite cuando la vemos llegar el día del estreno, dispuesta a que nada se interponga en su camino (ni siquiera su madre a la que se arranca de encima hiriéndola violentamente). El director la ve, fascinado, seducido,  y le impone “Sigue gozando” cuando le indica: “La única que se interpone en tu camino eres tú misma. Es tiempo de dejarla ir: suéltate” (en verdad es piérdete atendiendo a una traducción exacta del lose yourself pronunciado por Leroy). Pero no hay sanción metafórica para ese imperativo en quien se ha dispuesto a obedecer sin objeciones. Entonces Nina, habitada ya por un empuje al goce que no puede dominar y del que no tiene cómo apropiarse a excepción de desdoblarse, asume el lugar de la otra, la rival, aniquilando ese sí misma que había sido hecho a imagen y semejanza de una pureza entregada como sacrificio al deseo materno;  esa “dulce niña” tan perfecta y pura, ideal para encarnar al Cisne Blanco y que debe morir con acuerdo a la tragedia por causa del Cisne Negro victorioso. Entonces todo se precipita como en un sueño, donde la realidad y lo imposible se mezclan sin fronteras. Tiene lugar la escena del camerino donde se desata la batalla, cuerpo a cuerpo, entre el Cisne Blanco, que es Nina, y su alter-ego, el Cisne Negro, representado por Lily. Allí la escena no distingue fronteras entre la vigilia y el sueño, se mezclan lo verosímil y lo onírico por obra del ingenio asombroso del director que permite al espectador acceder a la experiencia vertiginosa de una personalidad repartida entre dos. El Cisne Blanco arremete contra el Negro haciéndola impactar contra un espejo que estalla en pedazos, una y otra combaten al grito de “¡Es mi turno!” hasta que, a punto de ser estrangulada, el Cisne Blanco le clava un pedazo de cristal del espejo roto en el abdomen al Cisne Negro. Pero es el pájaro negro quien toma la posta, apoderándose de Nina que hace su ingreso en el escenario vestida de oscuro plumaje. Despliega su danza triunfal deslumbrando a compañeros y espectadores,  gozando como un ave negra, desplegando en espectacular vuelo su seducción lujuriosa. La vemos moverse encarnada en el personaje, con un brillo sanguíneo en los ojos, con la lascividad de un hechizo sexual, con la experiencia de un goce imposible que la transforma en ave.  Extasiada de éxito en su danza voluptuosa Nina no tiene límites, sólo podrá encontrar su punto de basta donde el límite se toca con la muerte. Goza, como sólo es asequible pagando un precio, como ningún sujeto del lenguaje tiene permitido, a lo que ningún humano puede acceder: goza como un pájaro negro en el que se transforma alcanzando lo imposible. Ese acceso a lo imposible tendrá su precio, pero no es la culpa porque, desamarrada de la ley,  no tiene ese recurso. Sólo luego de haber alcanzado la cima de ese goce imposible Nina accede a la verdad, como Edipo que “ve lo que ha hecho”. Al igual que el Rey de Tebas, que accede a la visión imposible de sus propios ojos mutilados que yacen  en el suelo, Nina ve,  como tal, la verdad  por fin develada tras la concupiscencia última, la más extrema “no culpable sino fuera de los límites”[5]. Se ha herido de muerte en una batalla real contra sí misma, no se trata del estallido de un espejo que muestra la fractura de la imagen de sí sino del quiebre real del sí mismo caído por el destrozo de su ser. Al igual que Edipo, que tras haber accedido al goce puede  por fin ver su verdad y recibe así el castigo autoinfringido de la mutilación que lo dejará ciego, Nina ve su verdad en el precio que paga a ese acceso: su propia muerte, la que sólo puede asumir cuando se arranca del vientre el filo mortal de su propio espejo roto.


Bibliografía:
LACAN, J., (1981 [1955-56]). El Seminario, libro 3: Las Psicosis. Buenos Aires, Barcelona México, Paidós, 2007.
LACAN, J., (1962-1963). El Seminario, libro 10: La Angustia. Buenos Aires, Barcelona México, Paidós, 2012.
LACAN, J., (1975 [1969-70]). El Seminario, libro 17: El Reverso del Psicoanálisis. Buenos Aires, Barcelona México, Paidós, 2012.




[1] Lacan, Seminario 3, pág. 419. [Lacan utiliza esta metáfora sobre la carretera principal para dar cuenta de la diferencia entre la estructura psicótica y la neurótica. Dentro de la neurosis, estructura que debe entenderse más allá de los fenómenos y pensarse como una estructura discursiva, el sujeto experimenta los acontecimientos de su vida, de su realidad psíquica, de acuerdo a la interpretación que la significación fálica le facilita, dando sentido a sus vicisitudes, esto es "la carretera principal".(Cabe aclarar que el falo no es de níngún modo el pene sino un significante, es decir, una función simbólica. Tampoco debe confundírselo con una petición de principio ni con un ordenamiento social. El Falo es un significante que distribuye la paridad simbólica, por ejemplo, entre "sí" y "no". Para quienes gustan de arremeter contra el psicoanálisis adjudicándole un sesgo machista, les tocará entender que la función fálica habilita el ir más allá de ella también, un más allá donde lo femenino puede recorrer senderos no sujetos a la norma fálica, a la norma-macho). Los fenómenos de la vida cotidiana son comprendidos por el neurótico de acuerdo a la lógica fálica, también asimilable a lo que puede llamarse "sentido común fálico", edípico, que no garantiza felicidad ni pone a salvo del sufrimiento, pero donde lo inconciliable para el yo tiene el recurso de sucumbir a la represión o enfrentarse con otros mecanismos de defensa originariamente descritos por Freud gracias a la operatoria fundante del psiquismo donde lo inconciente y la vida conciente tienen una clara frontera que distingue la realidad de lo que no lo es, diferencia propia entre el estado del dormir y la vida de vigilia. El neurótico, "abonado al club del Edipo, recorre su vida por la carretera principal, no exenta de conflictos sino empedrada por la insatisfacción y pagando habitualmente el peaje de vivir con la castración y la culpa. En la psicosis la vida emprende un camino alternativo, profundamente singular, a la vera de la carretera principal, donde la realidad y la fantasía no tienen una frontera. Lo que ocurre así es que, frente a una coyuntura que exige del sujeto una interpretación, cuando se topa con la falta de ese significante primordial que funciona en la estructura sancionando la significación llamada "fálica", el sujeto experimenta fenómenos de franja, alucinaciones de diversa clase como testimonio de lo inasimilable para la estructura. Lo que no tiene lugar dentro del discurso aparece afuera, retorna como venido desde afuera, no tiene inscripción ni imagen dentro del sí mismo.]   
[2] Ídem, pág. 365. [El otro con minúscula, en francés autre, el la forma que usa Lacan para referirse al semejante, al par, en la vertiente imaginaria. El otro es la imagen del yo, es el yo en tanto encuentra en el otro el sí mismo frente al espejo. Diferente es el Otro con mayúscula que tiene una función simbólica en el psiquismo, función relacionada a la fundación de la subjetividad; el Otro es la alteridad más radical para el sujeto, su verdadera alteridad en tanto el otro con minúscula, en tanto imagen, participa de la dimensión del objeto (donde el yo es también un objeto imaginario, pasible de reflejo, de imagen) y es igual a decir "yo". En la neurosis y en la psicosis el otro (a) cumple la misma función pero el uso que hace el sujeto neurótico de esa función es diferente a la que hace el psicótico. La diferencia radica en que, mientras que el neurótico hace un uso fantasmático del otro, otorgándole lugar de objeto, de rival, de par; en la psicosis ese otro es utilizado alucinatoriamente, digamos que si el neurótico puede adjudicar al otro intencionalidades diversamente fantaseadas, el psicótico alucinará sus propias intenciones o las del semejante como ocurridas efectivamente.]
[3] Lacan. Seminario 3, pág. 360. [En la enseñanza lacaniana sostenemos la existencia de la estructura por encima del fenómeno o manifestación "sintomática". Así, la psicosis es desde siempre una estructura psíquica donde algo falta, pero el sujeto puede devenir clínicamente psicótico a partir de un determinado momento cuando una coyuntura lo enfrenta a esa falta que existió desde siempre. Mientras tanto ha sobrellevado su subjetividad protegido de esa falta, compensando esa falta a través de diversas acomodaciones. "Compensación imaginaria del Edipo ausente", lo denomina Lacan en el seminario 3. Una persona con estructura psicótica puede vivir toda una vida sin desencadenar una psicosis, esto es: llevar una vida sin "brotarse", sin hacer una proliferación clínica de los síntomas comúnmente denominados psicóticos. Por eso para la clínica psicoanalítica es fundamental esta diferencia y la distinción diagnóstica, pues entendemos que no alcanzan los fenómenos observables para el diagnóstico pues estos, por muy floridos que sean, no dicen en sí mismos a qué estructura pertenecen. Puede haber fenómenos de alucinación en la neurosis así como puede haber síntomas o "formas de capullo" en la psicosis que muchas veces recuerdan a la neurosis pero que no lo son. Testigos, muchas veces, los pacientes denominados "TOC" de acuerdo a otras orientaciones, que, en la clínica psicoanalítica, ameritan una escucha atenta para entender a qué obedecen las conductas compulsivas: ¿son del orden de lo reprimido o son del orden de una personalidad de capullo?]
[4] Ídem, pág. 275. ["El Otro toma la iniciativa", en una de las primeras formas que la enseñanza de Lacan conceptualiza la coyuntura que expone al sujeto a un desencadenamiento de la psicosis, algo que en la clínica de la salud mental comúnmente se denomina "brote". El Otro, esa alteridad radical, llama al sujeto, demanda algo y, en ausencia de una representación simbólica que diga qué es eso, se desatan los fenómenos elementales donde la alucinación es uno de sus más característicos, mas no el único."Eso" que demanda el Otro es comunmente algo que atañe a lo sexual y a las funciones subjetivas que se le relacionan.]
[5] Lacan. Seminario 10, Pág. 176. [La culpa, como sentimiento conciente o como afecto en la base de otros tantos modos de pacedimiento subjetivo es propio de la neurosis. "Abonados al Edipo", mito a través del cual Freud buscó describir la vivencia subjetiva de la neurosis,  los neuróticos tienen en su estructura una recurso para explicarse a sí mismos la sexualidad y las relaciones con el otro. Edipo es una forma de llamar al fantasma individual de cada neurótico, son las explicaciones fantaseadas que el neurótico le da a la realidad que vive junto al otro, realidad signada por un empuje sexual que llamamos pulsión y cuya satisfacción exige diversos modos de pagar un precio. Alli la culpa es un modo de poner límite a la satisfacción plena que, por otro lado, es imposible por estructura. Pero la satisfacción total de una pulsión es algo con lo que el neurótico fantasea, en ese fantasear experimentará esa imposibilidad de placer absoluto a través de diversas encrucijadas con el otro: frustración, castración, privación. Sin embargo, cuando el sujeto de la neurosis se acerca a un placer que se torna excesivo, aparece la culpa por la transgresión a la "Ley del Padre" que es otra forma conceptual de denominar al límite estructural de la satisfacción plena. Digamos que para ese límite el neurótico "se inventa un padre" que pone restricciones, que dice "esto no te es permitido", no debe confundirse esta función paterna, que es una función de la estructura, con un padre en la biografía de una persona. No es una función que se encarne en alguien, pero la persona neurótica irá adjudicando inconscientemente esa función a diversas personas donde el padre es, en el mejor de los casos, el más ofrecido a representar esa ley. La primera operatoria del "Significante Nombre del Padre" funciona en la madre del neonato, es el límite para ella, para que no goce demasiado de su cachorro, para que no lo devore, de allí la metáfora que usa Lacan donde otorga al padre la función de "palo" en la boca de la madre para que no devore a su cría.]

domingo, 30 de julio de 2017

La subversión del psicoanálisis y el discurso de la observancia.



Asumiendo el lugar incómodo de sentarnos  “en el banquillo[1]” los psicoanalistas no lamentamos sino que fomentamos la discusión acerca de  nuestra práctica. Sin embargo ocasionalmente esa discusión adquiere las características de una defensa y ello porque de vez en cuando retornan las voces que claman su extermino.  Estas voces provienen muchas veces de los claustros de las neurociencias, otras veces del estudiantado, más o menos proclive a hacerse eco de aquellas o bien cercanos  a ideologías de izquierda desde donde lo amonestan por su “origen burgués” sometiéndolo al descrédito falaz de juzgarlo inapropiado para abordar el malestar popular.  En ambos casos, la acusación más común señala al psicoanálisis como una práctica inservible por anacrónica. Es así como los analistas nos vemos invitados de vez en cuando a la palestra,  no para legitimar el lugar del psicoanálisis sino para someternos a la interpelación acerca de nuestro lugar; causados por la ética, única carta de ciudadanía que acaso nos representa. De modo que volver a la palestra no es del orden de una legitimación discursiva sino del orden de una puesta en actas de su subversión.
La “reacción” contra el psicoanálisis y sus discursos.
Lacan orientó su obra a continuar la labor freudiana a partir del mismo punto de partida del maestro: la interpretabilidad del inconciente en tanto está estructurado con una lógica, la del lenguaje. Sus esfuerzos por más de treinta años estuvieron dirigidos a restaurar el valor del hallazgo de Freud al tiempo en que su exquisito bisturí clínico y conceptual reorganizaba el psiquismo freudiano en tres registros a partir de los cuales pudo luego asestar su tiro original e inaugurar el “Campo Lacaniano”, incluyendo, como Freud, la dimensión de lo imposible como correlato ineludible de un discurso que “no dice tonterías”[2]. Pero además logrando formalizar ese imposible yendo así  “más allá” del Padre.
Frente a él, sus contemporáneos nucleados en torno a la llamada Psicología del Ego, conservaron las categorías conceptuales del “Padre” pero extraviaron el camino de su originalidad.  Con sus postulados acerca de un Ego autónomo  se congratulan en el sentido de lo que sostienen, en el nombre del Padre, pero en tanto excluyen la dimensión del imposible, su doctrina es propia de la del discurso del amo. Así, la verdad del sujeto permanece en la oscuridad y el inconciente, tratado con la misma estructura discursiva que es la suya, la del Amo, no es interpretado.  Su yo exento de conflictos excluye toda posibilidad de que se abra “esa falla que se llama sujeto[3]. En cuanto a la clínica, la terapia del Ego no ofrece ningún tratamiento del goce ya que el amo en  tanto es rico, aunque compre mucho, no paga: “(…) suma plusvalía. No hay circulación de plus de goce [4]. En este sentido las terapias del Ego, resultan inocuas frente a lo que comúnmente se llaman “patologías actuales” vinculadas al exceso de goce merced de la pauperización simbólica propia de una sociedad signada por el empuje al consumo y la inmediatez. Si bien su práctica no es necesariamente de oposición ni necesariamente el suyo es un discurso detractor, en la medida en que sus esfuerzos son solidarios a la moral de una promesa de felicidad, sostienen de algún modo el status quo y contribuyen a abonar un saber mítico que es el blanco de la mayoría de las quejas que actualmente se dirigen contra el psicoanálisis.

La ciencia y la histeria:
Desde los claustros de la academia es desde donde se esgrimen actualmente los discursos más reaccionarios, y aún violentos, en contra del psicoanálisis. Por un lado, los defensores de las neurociencias. Sus métodos terapéuticos tienen como horizonte un saber que suponen asequible bajos las premisas más estrictas de la verificabilidad cuantificable, pero, en verdad, atentas a un miramiento por el tecnicismo y al amparo de un discurso posmoderno que esconde de modo sutil la relación entre el derecho a la salud y el imperativo de la productividad. Como todo discurso científico, su empuje está dado por el imperativo de seguir sabiendo[5], pero particularmente atentos al sesgo biologicista de sus postulados, orientan ese saber hacia el paciente en calidad de objeto anatómico-fisiológico. De acuerdo con esto, recopilan sus saberes aspirando, más que a la acumulación enciclopédica, a la  elaboración de un registro electrónico del cual obtener el ticket que dará respuesta a las preguntas por el malestar llamado “trastorno”[6]. De este modo su ideología es el máximo exponente del discurso capitalista en tanto el paciente es reducido a un objeto del que sólo queda un recorte de su cuerpo sometido a las buenas intenciones de una cura que promete felicidad en la extirpación del síntoma. Algunos de sus argumentos más audaces recuerdan a la moral perversa en tanto someten al goce de su conocimiento al sujeto cuya invalidez es necesario asistir en su condición de inferioridad trastornada. La caja negra que prefieren mantener cerrada esconde así no al inconciente del que reniegan sino al superyó al que obedecen.
Amparados muchas veces en este discurso están los asustados[7], típicamente los estudiantes de las universidades de las autoproclamadas Ciencias Humanas. ¿Qué temen los estudiantes de la Carrera de Psicología? El desamparo del Otro al que le reclaman su pequeña porción de saber, aquél que pretenden intercambiar en el mercado de la técnica y la práctica profesionales, tal y como la correcta interpretación del discurso capitalista les permite hacer. Enmarcado en el discurso de la ciencia, el universitario asume el único lugar que le es destinado: el de ser no más que un productor, otro objeto intercambiable en el mercado laboral. Por eso, muchas veces, los estandartes que defienden son la mayor expresión de la observancia que reclama la reinstauración del Amo, al tiempo en que se atienen al imperativo de “saber cada vez más”. Levantan así su queja, argumentando la insolvencia del psicoanálisis cuya doctrina “no sirve”. No sirve para ponerlos a resguardo de la angustia que produce el encuentro con el padecimiento, no sirve en tanto no constituye un saber “portable” en el maletín del psicólogo. De esta forma la acusación de la que hacen blanco al psicoanálisis se convierte en una queja, vociferada en las redes sociales donde se hace hegemónica pues, como todo discurso histérico, es altamente efectivo para hacer lazo social. Allí la queja del estudiante se dirige no al profesor, no a la academia sino a la masa histérica que, presa de la frustración, reclama como pieza faltante ese saber denegado por la mala voluntad del Otro que, para colmo, habla lacanés. Sus basamentos muchas veces son inspirados en valores morales de una sociedad que interpreta el padecimiento subjetivo como objeto de cuidados que la inmensa superioridad del graduado debería poder resolver. Del mismo modo, lejos de subvertir las consecuencias del capitalismo que desprecian, acusan al psicoanálisis de no ofrecer tratamiento para las poblaciones sometidas a la pobreza, con un argumento que no sólo no combate sino que refuerza la exclusión subjetiva. (Parecería ser que  “los pobres no tienen inconciente”.)
Política y subversión:
La ética del psicoanálisis, como toda ética, orienta sus acciones hacia un horizonte pero que en su caso no es el del Supremo Bien sino el universo de la falta[8]. Una falta alrededor de la cual están articuladas las formas de padecimiento subjetivo cuya expresión clínica más cara es el síntoma, que no intentamos extirpar sino que tratamos como aquello que más concierne al sujeto en tanto deseante.  Es en ese encuentro del “uno por uno” donde se asiste a la constatación de que hay, en lo que se dice, en lo que se sufre, en lo que se muestra, una lógica, una organización, una estructura con  sentido y un más allá que atraviesa lo imposible y que sólo puede tener lugar en la medida en que alguien lo capta con su escucha. Esa es la clínica de lo singular que pone en suspenso las demandas del Otro de la sociedad moderna.  Los analistas hacemos mucho más que simplemente oír: ofertamos escucha para que eso, que de otro modo no llegaría  a desplegarse, sea dicho (y por lo tanto oído) tal vez por primera vez en la vida de un “alguien” a quien intentamos “atrapar con las orejas” en tanto sujeto del inconciente. Allí actúa la interpretación del analista, cuyo objetivo no es el de agradar, ni el de conocer, ni el de “estar por encima” sino el de subvertir el orden de los discursos que alienan al sujeto para que éste descubra, tras un camino arduo y sin garantías, de qué modo está alienado a una verdad que lo somete y obliga.  En la misma sintonía de una ética que explora las dimensiones de la falta, el psicoanalista se encuentra él mismo interpelado por su acción pero por sobre todo por su deseo, única dimensión del ser que, en tanto falta, horada su consistencia individual sometida al precio que paga con su palabra, su persona y su juicio más íntimo.
La difamación que se hace del psicoanálisis y de su práctica es una difamación política. Sus consecuencias son políticas en la medida en que atentan contra uno de los pocos resortes (aunque no el único) con que cuenta el sujeto para revertir su sometimiento neurótico. Sus armas son políticas pues con ellas disparan  justo al “corazón del ser”[9] que es su ética, la que pretende devolverle la dignidad  deseante al humano, única dimensión que lo aparta de funcionar como un objeto a merced de su alienación estructural y de un capitalismo que lo reclama como una mercancía más. Lo que se reprocha al psicoanálisis es lo que para el psicoanálisis es bandera: su proceder interpelante que apunta al sujeto para que produzca la cifra en la que está articulada su verdad. Esta es la subversión del psicoanálisis, la que alumbró Freud, la que formalizó Lacan.
No se trata de desconocimiento sino de ignorancia. La ignorancia desde la que se sustentan argumentos en su contra es la misma con la que atiborran al sujeto de la papilla asfixiante del asistencialismo con que se obtura el deseo y que, junto con la ilusión de satisfacción de necesidades, engendra a su vez el odio que es su correlato[10].Es el mismo odio con que disparan, tan parecido a la observancia que pretende sostener el statu qúo de la dominación. Pues el psicoanálisis sólo puede perjudicar a quienes tienen sobre el sujeto intenciones de gozar de él como objeto: de la ciencia, del mercado y de la farmacología como expresión de ambos.  Por eso, porque es la observancia al servicio del servilismo que impone el discurso de dominación, ir en contra del psicoanálisis es un discurso al servicio del capitalismo y, por lo tanto, de derecha.
El psicoanálisis puesto en el banquillo por sus detractores, recibe así su sentencia: no sirve. Están en lo correcto: el psicoanálisis no sirve porque no es esclavo. Su práctica, su “trabajo” no produce para el mercado y, como todo trabajo, no engendra ningún saber. No es servil al dictado del capitalismo ni es solidario con él. No es tampoco del orden del servicio, como le reclama la moral de las buenas intenciones: su práctica no es de asistencia porque no coloca al paciente en el lugar de objeto (masoquista) de cuidados. El psicoanálisis no sirve, esa es su ética.

Notas:
Lacan, J. (1958)“La dirección de la cura y los principios de su poder” Escritos 2. Siglo XXI Editores. 1999.
Lacan, J.,(1969-70) El Seminario. Libro 17: “El Reverso del Psicoanálisis”. Paidós. Buenos Aires, Barcelona, México. 2012.
Lacan, J.: (1959-60) El Seminario, libro 7: “La Ética del Psicoanálisis”. Paidós. Buenos Aires, Barcelona, México.2013.




[1] Lacan, J. (1958). Pág. 561.
[2] Lacan, J.,(1969-70) Pág. 75.
[3] Ídem Pág. 93.
[4] Ídem. Pág. 87.
[5] Ídem. Pág. 110.
[6] Ídem. Pág. 35.
[7] Ídem. Pág. 111
[8] Lacan, J.: (1959-60) Pág. 10.
[9] Lacan, J. (1958)  Pág. 561.
[10] Ídem. Pág. 599.

sábado, 8 de julio de 2017

Merlí: el inmoral.


No es simpático, o tal vez lo sea, pero en el fondo, Merlí es absolutamente detestable, aunque también encantador. Por momentos hasta es cínico, parece estar improvisando pero también nos deja imaginar que tiene un propósito para todo lo que hace. Y lo tiene: el de conmover. No en el sentido emotivo del término. Merlí conmueve todo lo que lo rodea, subvierte el orden de la realidad que toca, a quienes toca. Su objetivo es el de promover el cuestionamiento, pero no tiene ningún horizonte acerca del cual pretende que sus alumnos lleguen, no tiene un trazado pero sabe a dónde apunta: al corazón del ser, menos seguro de lo que es en tanto más está allí comprometido[1].
Merlí Bergerón es un profesor de secundaria en Barcelona, un personaje de ficción cuyo paso por la vida de un grupo de alumnos hace que la vida de estos ya no sea la misma. Imparte lecciones de filosofía, pero enseña de la ética. ¿Qué ética? ¿La de “cagarse” en las normas? No, esa es su moral, su doctrina. Incluso invita a sus jóvenes estudiantes a cagarse también en él.  Él se caga en las normas que insulta en perfecto vocabulario obsceno en plena clase, para el agrado de sus alumnos adolescentes. Pero no es un demagogo. Tampoco es un pedagogo, él no pretende inaugurar un nuevo orden moral. Él se caga en muchas cosas porque le place hacerlo. Esa no es su lección, tampoco su enseñanza. Sin embargo, cagarse en las normas, poniéndolas en cuestión o entre paréntesis, es el modo que elige él, su forma particular, para transmitir otra cosa, algo de otro orden. Lo que transmite cuando enseña este profesor catalán es el primer paso, mas nunca el suficiente, para conmover a sus alumnos, para hacer advertir por sus estudiantes de qué modo cada uno está (como todo humano) sujeto a normas que parecen naturales pero que de ningún modo lo son. Muestra que todos los códigos a los que adscriben se sostienen por el grado de adherencia de cada uno. No los adoctrina, como le espetan sus colegas y adversarios, porque el objetivo del Profesor Bergerón no es el de suplantar un orden moral existente por un nuevo imperativo categórico (acaso el de “cagarse en todo”, la lectura más simplista y errada de esta serie). El modo que elije para mostrar cómo pueden las normas someter a cada uno de esos jóvenes no es su ética, en todo caso esa es su propia moral, pero eso es otra cosa. Que sea políticamente incorrecto no es lo que enseña, ese es su estilo (como dije, más o menos simpático, a gusto del consumidor). Su moral es la de la inmoralidad, pero eso no vale nada. Es una elección suya, un modo de ser entre los seres, un “modo hombre entre los hombres”, un narcisismo. Habrá a quienes les importe. En cuanto a mí, me da igual. No es ese el valor de este docente imaginado por alguna mente genial. El valor profundamente destacado de Merlí es el posicionamiento en que se ubica y del que no retrocede jamás: un posicionamiento ético.
¿De qué va la ética[2]? Parafraseando a Sabater. La ética “va” del ejercicio de la reflexión filosófica, que tiene como objetivo el detenerse a analizar las propias acciones y elecciones que siempre hay, pues no hay modo de no ser libres, aún cuando sea en contextos no elegidos, aún cuando sea más tentador continuar de esclavos. Esa es la aporía de la ética: mostrar de qué modo estamos condenados a la libertad de elegir. De esa reflexión sobre la propia vida se espera el aprendizaje del Buen Vivir[3], que no tiene que ver con los logros alcanzados sino con espabilarse ante la vida. Ese Buen Vivir es lo que llamamos ética.
Ese mismo horizonte tiene la idea de ética que detenta el psicoanálisis, aunque es más que una idea, es un posicionamiento. La ética en el psicoanálisis (y no digo “para” digo “en”) es la única forma de “hacerse un ser” en la cruda verdad de existir en tanto seres de la falta: falta en ser. La única diferencia es que el camino del análisis tiene menos que ver con la reflexión conciente y más que ver con el desciframiento inconciente, y a aquello que la filosofía nombra como “Buen Vivir” en psicoanálisis le llamamos responsabilización subjetiva. ¿De qué debe hacerse responsable el sujeto? De su deseo. Lo que hace que el humano sea humano es justamente la falta, condición de posibilidad del deseo. ¿Qué le falta al humano? Ese objeto, ese don, que diga con pelos y señales, qué es y cómo conseguir aquello que lo colme en su existencia, aquello que satisfaga todas sus vicisitudes en tanto las necesidades son de orden biológico (y todos sabemos de qué modo las necesidades biológicas satisfechas no cubren la cuota de felicidad-infelicidad que nos aqueja). Lo que el animal-hombre no tiene (o ha perdido para siempre por causa del lenguaje que lo parasita) es aquello que lo nombre y le dé esencia, que diga quién es. En torno a esa falta el hombre ha hecho al menos dos cosas, y con eso se las viene arreglando más o menos desde hace siglos: construyó la deontología moral (que le prescribe normas y conductas) y se trazó un destino como ser deseante. Muchas veces estas construcciones van de la mano y el orden social consensuado (¡Oh! Moralidad…) camina por las calles junto al deseo. Otras veces el deseo, que es muy diferente a haber elegido tenerlo, se lleva de los pelos con la moral. Y ahí nace el conflicto… o la neurosis. La esclavitud antes referida es la neurosis, pero aún eso no es decir mucho. Se puede estar adormecido en una neurosis más o menos feliz. El problema comienza cuando algo despabila al neurótico que se las ha arreglado más o menos hasta el momento para convivir con una pequeña piedra en su zapato. Cuando esa piedra se hace grande, caminar cuesta demasiado. Depende de cuán avanzado esté en su andar este esclavo (sujeto a la moral y al deseo, ambos con su cara alienante y trágica respectivamente) llegará a algún lugar preguntándose por su responsabilidad sobre esa piedra. En otros casos sólo podrá quejarse de ella y la mayoría de las veces simplemente caminará torcido sin saber ni de la piedra ni de su andar. Si allí,  donde su andar errante se detiene, se encuentra con un analista tal vez tenga la chance de iniciar un camino ético, aquél de preguntarse por su responsabilidad en todo aquello de lo que se queja[4]. No para encontrar culpables sino para interrogar a la única persona que puede dar cuenta de su devenir como sujeto: él o ella mismos.
El analista, si lo hay,  es en tanto oreja que escucha en una determinada posición, que es ética. El analista no es un ser, una persona, es un lugar a ocupar; haberse adoctrinado en la obra de Freud no hace al analista. ¿Qué hace al analista? Cada encuentro en el que tiene la oportunidad de atrapar con las orejas[5] un sujeto que habla de su deseo allí donde no sabe que está concernido. La posición del analista es ética porque su obligación es la de no retroceder, aunque sea incómodo. Su función no es la de resolver, ni la de educar, ni la de adaptar ni aún la de consolar (aunque no está prohibido que lo haga). Su función es la de conmover, mostrando al paciente de qué modo está alienado en aquello que dice, de qué modo está comprometido su deseo en aquello que padece. El modo que tiene el analista para no retroceder de su posicionamiento es también ético porque compromete su propio deseo, deseo de analista, de ocupar allí ese lugar. ¿Qué hace que el psicólogo tenga deseos de estar en ese lugar donde la más de las veces se reciben llantos, quejas, declaraciones impúdicas, confesiones trágicas, testimonios desgarradores,  parloteo insoportable e incluso escupidas en la cara? Ese interrogante tiene respuesta, pero excede este trabajo. En todo caso la pista está en eso que llamamos deseo, lo más caro e insondable de nuestro ser. Con ese deseo además convoca el deseo del paciente cuando ya ha transitado el primer tramo de un análisis. Al cabo de un tiempo el paciente (ahora llamado analizante) es el que hace todo el trabajo y, sorpréndanse, lo hace “encantado”. ¿Qué es ese encantamiento que pone al analista, a él mismo, como objeto de deseo del analizante por cuyo rodeo el sujeto se encuentra con el suyo, su propio deseo?
Merlí en posición de analista.
Si ser analista es ocupar un lugar ético desde el cual convocar el deseo a partir de ofrecerse como objeto de ese deseo, digo: Merlí está en ese lugar.  Fíjense, él lo declara abiertamente y en ese lugar donde está concernido en su deseo lo reconocen luego sus jóvenes alumnos. Merlí les dice el primer día de clase: “Quiero que se exciten con la filosofía”. Nuevamente, no es el lenguaje acaso soez que utiliza el profesor lo que me interesa sino a dónde apunta: al deseo de los chicos y chicas que lo oyen, quienes al finalizar el curso le dedican un grafiti que dice “Tú nos excitas”. Más allá de la alusión sexual del término (alusión que tiene para el psicoanálisis una riqueza que no voy a precisar aquí), lo que connota ese vocablo es que ellos, los alumnos, están inquietos, conmovidos, lanzados a las preguntas, encantados con los planteos, ávidos de interrogantes, contaminados de deseo. Merlí no quiere a nadie pero tiene lugar para todos, a ninguno rechaza, a todos sus jóvenes les brinda espacio. Es repudiado por sus colegas, difamado por los padres, cuestionado por sus propios alumnos, pero él no retrocede. Su hijo lo resiste, un alumno lo escupe en la cara, otra lo rechaza, pero él sigue adelante. No lo hace por amor a la humanidad, no lo hace convencido ni siquiera, puesto que duda (y somos testigos de cómo duda, cuando su narcisismo, que no es chico, se lo permite). ¿Por qué hace lo que hace Merlí? Simplemente no puede evitarlo, habitado como está por su deseo. Como caminantes torcidos, invadidos por la piedra de las convenciones sociales alienantes, sus alumnos empiezan a advertir de qué modo eligen o han elegido un lugar en aquello que los aqueja o aún en lo que desconocen como modalidad renga de grupo social al que pertenecen. Merlí se los va señalando y los interroga acerca de ello. Los jóvenes no cesan de pedirle que responda, no cesan de demandarle que resuelva las incógnitas, pero él ¿qué hace? “Se caga”. No da las respuestas, los deja “con las ganas”. A estos jóvenes, entonces, no les queda más remedio que ir ellos encontrando las respuestas, incluso equivocadas, a los problemas que los aquejan, con el camino libre de hacerse cargo luego de esas respuestas que dan, sobre las que el profesor vuelve a invitarlos a interrogarse, de la mano de las lecciones acerca de los filósofos más reconocidos del pensamiento occidental. Él no sabe a dónde irán sus alumnos con cada cuestionamiento al que los invita, no lo prevé de antemano, pero sí los acompaña en ese tránsito e incluso en las consecuencias a veces lamentables. Sus detractores lo acusan de adoctrinar a los adolescentes, testigos como son de la fascinación que los enciende (o excita), pero los mismos jóvenes saben que se trata de otra cosa. Muy parecido es el ataque contra el psicoanálisis, al que se acusa de “sugestivo” (adoctrinamiento), demasiado sexualizante (promotor del deseo), no sujetado a ciencia (inmoralidad moderna).
Merlí es absolutamente inmoral, eso lo hace más o menos detestable, más o menos encantador. Pero el brillo de su valor no es eso ni su opuesto: él no es modelo de nada, como tampoco lo es un buen analista. Como hombre puede ganar adeptos o detractores, pero como sujeto de la ética es absolutamente indispensable. Que sea un inmoral ese es su propio barro, su propia caca, y no es eso lo que ofrece, porque sabe, como sujeto ético que es, que todo lo que acaso pueda darse como don es “regalo de una mierda[6]”. Lo mejor que puede dar es eso que no tiene, ese lugar que deja vacante, donde no da respuesta, donde él mismo es sujeto de la falta. Allí se hace posible la apertura del espacio para el deseo. Es esa “nada” que da a partir de la cual se hace posible el lugar del verdadero amor donde aloja a cada uno de esos jovencitos. Se “caga en todo” y aún eso es nada porque el valor de lo que enseña no es el de “cagarse” en las normas sino el de mostrar que ellas, el conjunto de las convenciones humanas son, como la mierda que escondemos, el producto de nuestra industriosa enfermedad parlante.



[1] Lacan, J. (1958) “La dirección de la cura y los principios de su poder” Escritos 2. Buenos Aires. Siglo XXI Editores. 1999.
[2] Sabater, F.(2008) “Ética para Amador.” Buenos Aires. Paidós.
[3] Sabater, F. (2008)
[4] Lacan, J. (1951) “Intervención sobre la transferencia”. En Escritos 1. Buenos Aires. Siglo XXI Editores.
[5] Lacan, J. (1955) “Variantes de la cura tipo”. En Escritos 1. Buenos Aires. Siglo XXI Editores.
[6] Lacan, J. (1964). El Seminario. Libro 11: “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”. Buenos Aires, Barcelona, México. Paidós.

viernes, 30 de junio de 2017

Ilka arroja una botella al mar.

(¿Para quién escriben los que escriben?)
 "Por eso canto a quien no escucha
  a quien no dejan escucharme, 
  a quien ya nunca me escuchó.
 Al que en su cotidiana lucha
me da razones para amarle
a aquél que nadie le cantó"
Silvio Rodríguez. Canción de Navidad.

Ilka, una mujer nacida en Guatemala que vive en Chicago, le dedica unas palabras a Cristina, a quien nunca vio, a quien dice que tal vez la vida no le dé la oportunidad de conocer.
Ilka escribe y lee sus propias palabras, las que guarda en un mensaje de audio que  quizás oigan miles, o cientos, o nadie. Pero no la detiene el océano de incertidumbre, no la desaniman los ríos de una indiferencia en la que no cree.
Ilka escribe una carta que yo escucho de su propia voz y me emociono. Me cautivan sus palabras sí, pero mucho más me emociona que ella quiera decirlas. Porque escribir es hablar dos veces: es el habla del alma que se mueve en renglones urgentes y que vuelve a ser verbo cuando se acomodan prolijas en la diacronía del papel.  Porque lo hablado señala el lugar de un alguien que ha querido decir, de quien se le ha antojado narrar, alguien que ha deseado. Emitir un mensaje es poner de manifiesto un deseo en palabras, no por el des-cifrado de lo que ellas digan sino porque hay alguien que las dice. Detrás de unas líneas, cantadas, leídas, hay una persona que tiene la osadía de creer. El que escribe cree, mucho más que en lo que dice en el acto de decir donde crea a aquél que eventualmente lee. Y el que arroja un mensaje al mar muestra con su acto mucho más que el valor que le da a aquella persona concreta a quien se dirige. Arrojar un decir escrito es inaugurar el lugar de otro en quien su deseo está orientado, pero es mucho más que para ese otro el mensaje, es para sí mismo. El escritor de las palabras perdidas en la marea de las distancias, de la indiferencia, de las coyunturas errantes, de las dedicatorias acaso póstumas, es un escritor ético porque lo que busca es su propio lugar allí donde abrir espacio a la cifra de su deseo.  Su lugar como humano, su dignidad.
Ilka, dice, no acepta trato preferencial, que sus palabras llegarán cuando deban llegar, pero que sabe que llegarán a destino. ¿Cuál es el destino de las palabras de Ilka? Ilka lo sabe, aunque no lo explique. Yo lo sé, aunque ella nunca sepa que me lo enseñó. La autora conoce el destino de esas palabras, porque es una poeta, porque ama cantando para otros. Ilka sabe que oirá el que quiera oír, como dijo Litto.  Ella sabe que no importa incluso el mensaje, que no importa lo que se diga mientras tengamos presente que lo dicho señala el deseo de haber hablado. Ella no permite que su acto de decir quede olvidado tras la comprensión de lo que ha enunciado[1]. Esa es la dimensión de su ética, lo que me conmueve. Ella eligió a Cristina para hablar de su amor a la Patria lejana, a la Sudamérica que sueña, a su pueblo. Ella eligió a Cristina para nombrar el amor, de eso habla y nos habla a aquellos que tuvimos la suerte de leerla o escucharla.
Ilka sabe el valor que tienen las palabras, no el valor de la academia, ni siquiera el tesoro de la poesía, se trata de otra cosa. La palabra hace existir a las cosas del mundo, Ilka lo sabe. Ella le agradece a su destinataria, al otro lado del mar donde navega su botella, que la conmovió verla nombrar a alguien “de igual a igual” y que así, nombrado por aquella a quien Ilka le habla, lo que hizo fue nombrarlo “como ser humano.”
El mundo, eso que llamamos mundo sin saber mucho de qué estamos hablando, él está lleno de extravíos y pérdidas. Y digo que no sabemos a qué llamamos mundo no porque ignoremos, sino porque a veces preferimos no delimitar tan precisamente su campo. Dejamos abierta su extensión a esa cantidad de cosas que no entendemos, pero de las que sin embargo, con mayor o menor justicia, debemos hacernos cargo. En ese conjunto extraño que llamamos mundo ponemos un mar de cosas de diferente procedencia: el destino que nos prescribe un derrotero por haber nacido en determinado lugar y en determinado tiempo; el transitarlo con determinadas características y dones junto con faltantes y elementos cortocircuitantes; el azar que nos desafía a encuentros inmensamente maravillosos y desencuentros devastadores; la injusticia de vivir signados por las decisiones que toman los injustos; el desamparo que significa experimentar la ausencia del que se amó y que se ha ido; la soledad de no saber a dónde va nuestra existencia y la crueldad sin culpables de atravesar la experiencia del sin-sentido. En ese mar extraño que es el mundo, allí, quién sabe, si se perderán las palabras que Ilka pone a navegar en una botella, pero ella, su dignidad, no se confunde ni se extravía.
Las palabras, como el amor, se inventaron para dar sentido. Frente a todas las experiencias del mundo sin sentido nos urge humanamente encontrar alguno. Para eso nos invaden y asisten las palabras, no importa si son imágenes o si son caricias, no importa dónde se escriban, cuando significan participan del valor de la palabra. Una persona que calla es quien dejó de creer en el sentido que puede tener hablar, dejó de creer en el otro, tan importante en la vida humana. Una persona que habla cree profundamente en el Otro y sólo por ese camino puede encontrarse con el amor. Ni correspondido ni denegado, el propio. No hablo de autoestima hablo del poder amar. Ser sujeto de amor, de deseo.
El que habla, al hacerlo, participa de la experiencia profundamente dignificante de hacer uso de aquello que porta: su mensaje, sus palabras, su posibilidad de hablar. Al hablar está armando un espacio para aquél que eventualmente puede oír, pero lo armado tiene menos que ver con el que oye que con aquél que se afana por decir. Eso lo sabe el poeta, en cantor, el escritor de cartas de amor que no llegan a destino, o con destino incierto. Lo sabía Cyrano, expuesto su amor entre las palabras que escondían su nombre. Lo sabe Ilka, que tira una botella al mar y que sabe de la importancia de “ser nombrado”. Pero hay quien aún no lo sabe, porque desconoce ese don o ese castigo que se llama ser-hablante. Aquellos para quien la vida se ha vuelto una experiencia de hablante-ser callado. No conoce la historia que lo habita porque ha dejado de creer en el otro. No enuncia las palabras que lo colman y renuncia sin saber a la experiencia del sentido. Sus palabras quedarán como infierno en el alma y su potencia se agigantará como todo lo que crece en el encierro, causando una explosión. Es por eso que tiene inmenso valor poner en palabras un mensaje, ese enunciado que nos habita, no por la relevancia de lo que diga, la cosa no es del orden de la información. Si la persona no lo formula, jamás podrá tener la oportunidad de buscarse allí entre sus dichos y de encontrar así el lugar desde donde habló, que es su deseo, la única cosa que nos hace humanos.  Por eso hablar dignifica, devuelve la dignidad al hombre y a la mujer cuando, por el motivo que sea, la han perdido. Perder la dignidad es perder esa única cosa que nos resta de la suma indiferente y de los cálculos de una sociedad consumidora que nos amenaza con convertirnos en objetos, abrumada de números y saldos, por lo general nunca a favor del pueblo.  
Los psicoanalistas sabemos cómo cura el tener, por fin, un lugar donde las palabras se digan, donde “las cosas del mundo vengan a decirse[2]”, aunque sea un mar revuelto, lleno de tierra y excrementos, aunque sea una canción o un cuento que nadie iba a leer, hasta ese día. Por eso Freud enseñaba que la experiencia del análisis es una experiencia de amor. Porque el amor es simplemente efecto de sentido. Y el sentido se hace con palabras, aunque sean arrojadas en una botella. Tiene que ver con esto.





[1] “Que se diga queda olvidado tras lo que se dice en lo que se escucha-entiende.” Jacques Lacan. El Atolondradicho . 1972.
[2] Jacques Lacan. El Seminario, libro 10: Al Angustia. 1963.

martes, 20 de junio de 2017

Lo que no encaja.

“Lo que no encaja”, así definió Lacan al encuentro sexual y al mismo tiempo a la cólera, que en nuestro rioplatense español se entiende mejor como “bronca”. Rara coincidencia. ¿Rara? ¿Coincidencia? ¿Forzamiento conceptual de quien escribe? No importa, me voy a valer de esta convergencia para explicar un poco qué entiendo de las relaciones en tanto que fallidas.
Para los que alguna vez me han leído, o escuchado (dependiendo del tipo de tortura elegida, siempre doy opciones a mis víctimas) sabrán ya que siempre ando preguntándome cosas. Y en esta especie de compulsión al verbo que tengo, en la que además pretendo muchas veces sostenerme en la afanosa contradicción de ser original y al mismo tiempo recoger la experiencia del “sentido común”, hace un tiempo que me viene haciendo ruido un lugar en el que caigo y del cual no puedo salir: la generalización. Nadie quiere caer en ella pero sin embargo allí caemos una y otra vez, más o menos alejados, dependiendo del caso, del prejuicio. Sin embargo yo creo que esa caída estrepitosa a veces, es una necesidad mas no del prejuicio sino de la empiria pura. En estos tiempos más áspera es esa caída  cuando se aterriza en el terreno de hablar de “hombres y mujeres” porque nos siguen de cerca las cuestiones de género y no nos pierden pisada. Y no es una crítica lo que en este momento hago, al contrario, cuando digo que “nos siguen de cerca” confieso que sus consignas me interpelan (yo que siempre ando preguntándome cosas). Entonces pienso una y otra vez antes de decir “nosotras las mujeres” o “ellos los hombres”, como si uno tuviera un conocimiento de la extensión universal en la que incluye a todos los humanos y encima se prestara, eso, la condición humana, a la formación de conjuntos… Pero ahí caigo, para reír, para quejarme, para pensar incluso. Y, ¿por qué? ¿Por qué no podemos dejar de hacerlo? (Nuevamente estoy incluyendo a alguno de ustedes en este conjunto de seres hablantes abotonados en el sentido común.)
Cuando las personas hablamos, generalizando, de hombres y de mujeres, refiriéndonos a unos como queriendo tal cosa, aludiendo a otros como buscando tal otra, lo que estamos intentando circunscribir, de modo torpe tal vez, es la diferencia, lo que no encaja, la desproporción. No la diferencia en el sentido más conocido, aquella que señala como faltando en un lugar lo que en otro lado hay por exceso, o viceversa. No, no esa diferencia sino la de la desproporción sexual. Cuando Lacan dijo “no hay relación sexual” y muchos se desgarraron las vestiduras, lo que estaba tratando de situar era el hecho de que la mujer y le hombre no son cerradura y llave, no son hembra y macho (ni en sentido carnal ni en sentido eléctrico). “No hay relación sexual” no quiere decir que no hay sexo sino que eso, lo sexual, lo que ocurre entre los partenaires en función del sexo que van a celebrar o simplemente intentar promover, no es una relación en el sentido matemático, de la mutua correspondencia.
Hace poco le escuché decir a un psicoanalista al que admiro, Pablo Peusner, que una traducción más amable de “no hay relación sexual” es “no hay proporción sexual”. Habida cuenta de la polisemia de nuestra palabra “relación”,  su equivalente “proporción” nos permite vislumbrar con mayor alcance lo que Lacan estaba queriendo precisar. Muy lejos de una supuesta igualdad o de una desigualdad recíproca (que vendría a ser lo mismo), que no haya sino “desproporción sexual” significa que eso no encaja, que no hay reciprocidad que complete la esfera; que en tanto la simetría, la complementariedad no existen, eso está destinado a fallar (estrepitosa o mínimamente). Entonces, cuando hablamos así, generalizando, medio coloquialmente, con el sentido común de la experiencia vibrando en las postrimerías de un encuentro romántico, decimos: “nosotras” las mujeres o “nosotros” lo hombres porque es casi una necesidad del lenguaje, es una apelación a categorías que nace en la exegesis de los acontecimientos ocurridos cuando intentamos hacer con nuestro sentir y vivir un discurso que haga lazo. Usamos categorías simbólicas, repartimos, buscamos la proporción en la frustración de encontrarnos con que no la hay. Volvemos a poner en verbo una distribución proporcionada de lo que jamás tuvo ni tendrá distribución pareja (y como dice la canción, tampoco juicio). Lo que uno intenta es dar expresión (académica o catártica) de lo que uno vive o ha vivido. Recurre así a las pocas o muchas categorías de pensamiento con que cuenta, y lo hace siempre desde la subjetividad, entonces, si yo soy mujer heterosexual, cuando digo “los hombres” en verdad estoy queriendo dar cuenta del siguiente grupo: aquellos con quienes yo, y algunas de mis congéneres, nos hemos cruzado (chocado, colisionado, dependiendo del afortunado o catastrófico caso). Porque soy mujer heterosexual hablo de “nosotras” y de “ellos”, pero podría ser homosexual y entonces usaría otro modo, tal vez. No los conozco. Dicho de otra manera, es la forma que encontramos para hablar de eso, tan difícil de circunscribir, que es el encuentro con el otro, con lo Otro. La otredad, lo diferente. Nuevamente, lo diferente no en sentido de adjudicar allí lo que falta aquí, o de sancionar la carencia acullá donde por acá hay por demás. La diferencia más radical, lo que no se deja atrapar ni con palabras. Pero, en esto estamos, siempre intentando.
Y esa diferencia, ¿de qué se trata entonces? De una hiancia imposible de suturar a no ser por el intento siempre fallido de la palabra y la imagen. Hombre-mujer, pene-vagina, Boca-River, día-noche… Luz-sombra… Organizamos en pares porque no sabemos mucho cómo hacer con la cosa, que no encaja en ningún lado a no ser cual piedra en un zapato que no se deja quitar. Pero entre “los dos” que inventamos, símbolos en oposición, está ese elemento tercero que siempre se da cita en este encuentro que no es sólo “de dos”. El falo, en tanto significante, nos ayuda a hablar de eso, nada más. Por eso un montón de detractores del psicoanálisis se refugiaron en la crítica imaginaria creyendo que cuando decimos falo hablamos de pene (no han leído a Freud o lo han leído muy mal, pero esa es harina de otro costal). El falo representa  esa diferencia, lo que yo llamo “lo que no encaja”. Lo que nunca va a encajar, la diferencia siempre a la orden del encuentro entre lo buscado y lo efectivamente hallado. La diferencia que siempre hace hueco a lo que no se cierra en una forma, lo que no hace completud. Desengáñense: la ley de la media naranja es falaz no porque seamos naranjas enteras, sino porque no hay mitad que nos colme. Por constitución los humanos estamos incompletos y sin solución de continuidad (los que deseen seguir sosteniendo la ilusión aristofánica del hallazgo que completa, o la igualmente ficcional imagen de la  autosuficiencia, ya podrán dejar de leer lo que ahora escribo). En cuanto a mi experiencia, somos fallados, incompletos y con esa falla vamos hacia el encuentro con otro, mujer, hombre, trans, lo que fuere. Yo hablo desde mi subjetividad, por eso caigo sin poder (o sin querer) evitarlo en esto que se tiñe del color de la generalización pero que en verdad obedece a una ley universal: entre el placer hallado y el deseo que motoriza su búsqueda siempre hay diferencia y eso se llama insatisfacción. Con eso podemos hacer lo que sea: síntoma, queja, amor o discurso. Estamos advertidos. Por supuesto que hay modos de fallar con el otro más amables y algunos de mayor padecimiento. Pero, cuidado, filántropos no se aflijan. La insatisfacción viene con soporte técnico: se llama deseo. No se trata de renunciar a la búsqueda sino de hacerlo con este horizonte más advertido. La desproporción es eso. Ahora, para salvar la falla tenemos ese aliado increíblemente astuto e incondicional que es el deseo. A por él con las alternativas que el lenguaje y la imaginación nos proporcionen. Yo escribo.