miércoles, 8 de marzo de 2017

“Yo no paro”: la perversión disfrazada de libertad expresiva.

Soy aria, endecha, tonada, soy Mahoma, soy Lao-Tsé, soy Jesucristo y Yahvé, soy la serpiente emplumada, soy la pupila asombrada que descubre como apunta, soy todo lo que se junta para vivir y soñar: soy el destino del mar, soy un niño que pregunta. Yo vine para preguntar flor y reflujo. Soy de la rosa y de la mar, como el Escaramujo.”
Silvio Rodríguez – Escaramujo.
La “cuestión de género” de la que tanto se habla últimamente deja de ser una mera experiencia subjetiva, ya no puede reducirse a un relato vivencial. Si bien es cierto que desde siempre ha sido para mí una invitación constante a la interrogación, hay una realidad que no puede ponerse en duda sin envilecerse: la violencia contra las mujeres existe. Real y discursivamente existe. Una forma de considerar la “cuestión de género” es tomarla como la consecuencia de una verdad, como tal promueve la necesidad de elaborar un relato que se alce como bandera de una lucha contra un flagelo que demanda una solución: que dejen de asesinar mujeres.
Hay extensa bibliografía sobre el tema de las así llamadas “cuestiones de género” con diferentes posturas ideológicas, incluso muchas veces opuestas entre sí. Luego están las narrativas particulares que se hacen de las numerosas teorizaciones, siempre acotadas por el sesgo de la interpretación individual. Al caldo de cultivo se suman grupos políticos, con verdadera convicción de las consignas con las que flamean sus estandartes y que coronan el trabajo colectivo de toda una vida; otros, más oportunistas, que tratan de extraer su propio jugo partidario de la movilización popular que el feminismo está haciendo crecer en las puertas del siglo XXI.
La construcción de un movimiento popular siempre habrá de vérselas con esta paradoja: por un lado es nutrida desde una cierta realidad individual que hace menester la reivindicación y la conquista de derechos, siempre grupales; por otro lado la necesidad de generalizar desde allí para crear una voz colectiva y para que el movimiento como tal promueva cambios concretos y culturales, alejándose más o menos de las vivencias particulares. En el medio, siempre tibio y dubitativo, la “clase” que no se identifica con el movimiento y no se alinea en sus filas. En frente: la reacción.

La reacción como respuesta patológica:

La reacción es y será siempre patológica. A esta esfera pertenecen las manifestaciones detestables del “Yo no paro”. Desde un punto de vista moral, estas expresiones contribuyen a la profundización de la intolerancia asistidas con el argumento del derecho individual. Doy por entendido que además ponen de manifiesto una falta de comprensión exponencial que confunde la protesta social con la sumatoria de quejas individuales. Como si hubiera que esperar a ser personalmente  afectado para advertir la necesidad de reparación frente al daño y reclamar por justicia (que siempre es un concepto universal y no particular). Pero dejo de lado eso y voy hacia otro análisis.  Si no es obligación “parar” este 8 de marzo, enarbolar un estandarte en contra es cuanto menos obsoleto. Pero si se presta atención a las consignas que decoran ese estandarte, sea por ejemplo “yo no paro porque no soy víctima”, estamos hablando de una acción criminal en la medida que desmiente la criminalidad. En tanto no soy jurista, tal vez sea mejor prescindir de su terminología. Digo entonces: “Yo no paro porque no soy víctima” es perverso, cuanto menos, patológico. No la frase, frente a la cual tal vez alcance con decir que es detestable, pero el contexto en que se produce y la mostración con que se difundió (fotografías en las redes sociales de mujeres portando esos carteles) sí lo es, porque analizada en el marco de la lucha contra la violencia es una forma de desmentida sobre ella. “Hay un paro sí, pero yo no necesito parar (porque la violencia no existe)”, o más precisamente: “Hay una violencia, pero en tanto es particular (yo no soy víctima) no es general, ergo no acaece sobre el género, entonces no existe la violencia de género”.  Pero hay algo más. Decía: la reacción es patológica, cuando hablamos de la dimensión social no lo es menos, atendiendo a una analogía posible entre la impulsión destructiva – pulsión de muerte – voluntad de goce. Ningún estandarte que promueva la desmentida[1] de la violencia puede clamarse como derecho.  Desde una perspectiva ética, la mera reacción pone en evidencia una pobreza subjetiva que no se ha dado el espacio para reflexionar sobre las contradicciones que se dan en el fuero interno. Sobre estas contradicciones que yo prefiero llamar conflictos[2] pondré detalle más adelante.  El ser hablante, entonces,  reacciona o “actúa” cuando no puede sino evadirse de  la angustia que engendra lo que llamamos conflicto (psíquico). Entonces sin una mediación interpeladora, sin dar siquiera lugar a una pregunta (que siempre demora el acto) se ejecuta una acción disruptiva, por lo general violenta. Se elude así la dimensión subjetiva que impone siempre una pregunta por el propio acto, pero más aún por el deseo. Esa evasión  desubjetivante  promueve el “acting” y tiene como correlato el acto violento de  colocarse o colocar a otro en un lugar de objeto arrojado de la realidad como resto despreciable y, por lo tanto, aborrecible.  Toda desubjetivación trae cosificación, convertirse en objeto de manipulación (en este caso de un discurso perverso), o convertir al otro en cosa: objeto de odio.
¿De qué angustia se defienden las mujeres que así portan esos carteles despreciables? De la que engendra todo el asunto de la llamada diferencia entre los sexos. Por donde se quiera, la sexualidad es un flagelo humano, flagelo en el sentido de que todos tenemos que “hacer más o menos algo con eso”: asumir una orientación o identidad sexuada (o no hacerlo, pero de cualquier modo es atravesando la pregunta por el sexo); vivir una sexualidad más o menos placentera, displacentera, ausente, excesiva, errante, riesgosa, culpable, fallida; adecuar las posibilidades reales y sociales a la contingencia del encuentro con el otro; etc.  La sexualidad pone a jugar la identidad, generalmente conflictiva, y el deseo y su escenario fantasmático de Edipo-castración. El deseo, que no es el mero anhelo, es lo más desconocido y a la vez más propio del sujeto humano y su realización no promete felicidad. El deseo habita al sujeto, no es un don a tener ni el sujeto es su agente o propietario. Su relación con el goce sexual engendra más complicaciones que atajos, la moralidad de la época, a su vez, vocifera sus imperativos (como renuncia o como exigencia). De modo que un debate sobre cuestiones de género muchas veces pone sobre la palestra el asunto de la genitalidad y hay quienes simplemente no lo resisten. Reaccionan con agresiones (como los carteles que he mencionado) o con acting outs donde ponen en pantalla una especie de reivindicación a partir de la cual prefieren renegar de toda una realidad a cambio de “no saber nada del asunto”, pero poniéndolo en la vidriera.
Yo no paro porque no soy víctima”, “Yo no paro porque ser madre es maravilloso”, son leyendas que dan cuenta de un modo de renegar, desmentir: la falta, la castración, el dolor que produce el desencaje individual y social que engendra la sexualidad. Pero, lo peligroso del asunto es que además es detentado por personas que se ofrecen como marionetas a un discurso perverso que pretende sostener el statu quo de sometimiento del otro.

Entre la identificación y la reacción: la división subjetiva.

El sujeto no es una entidad, no es ontológico: no tiene corporeidad ni se reduce a la imagen del yo (narcisista), de modo que hablar de trayectorias individuales como corolario del esquema del psicoanálisis es un error conceptual. El sujeto es sujeto de un discurso (si prefieren, sujetado al discurso, alienado a él) de modo que puede ser individual o grupal, es indiferente. Como sujeto del discurso está indeterminado. La definición lacaniana de sujeto reza: “sujeto es lo que representa a un significante para otro significante”, esto quiere decir que el sujeto no es un dato de la experiencia sino una experiencia del lenguaje. Una palabra, para simplificar, frente a otra, a la que se agregará otra y otra más y el sujeto no queda dicho por ninguna, por más que utilice el pronombre “yo”. La única experiencia subjetiva es la de la evanescencia y la división. Cada vez que el sujeto está por “ser dicho” viene otro significante a mostrar que el anterior no lo ha dicho totalmente, aunque quede ahí, concernido. Por eso las palabras que decimos dicen de algo que nos pertenece, aunque no podamos asirlo totalmente con ellas. A esa falta de identificación con un nombre que pueda decir quién es el sujeto le llamamos castración, por esa falta es que existe el deseo, fundamentalmente, de decir y seguir diciendo sin llegar a consistir como sujetos jamás (flagelo y maravilla de la humanidad). Esa es la llamada “división subjetiva”, asociada a su vez con el antes mencionado conflicto. Pero decir es un acto, un acto de enunciación que marca las posiciones del sujeto hablante[3]. Además el hecho de que hable (lenguaje) y su discurso efectivamente dicho (habla) nos pone en la pista del deseo. Por esa razón desde el psicoanálisis decimos que el sujeto no es óntico sino ético, porque su ser (falta en ser) no está signada por símbolos ni imágenes sino por la carencia de ser que engendra el deseo.
Cuando se ha iniciado el camino del análisis ya es muy difícil sostenerse en una identidad coagulada y cerrada. Uno ha atravesado un montón de nombres recibidos y acuñados, incluso amados; ha advertido las diferentes amarras con las que éstos otorgan identidad pero también alienan. Transitar un análisis no significa renunciar a las insignias, sobre todo a aquellas que de forma más o menos torpe dicen algo del deseo (que el deseo no pueda ser dicho por el discurso no significa que sea un inefable y el acto de hablar o enunciación nos señala como deseantes). Pero una cosa es estar advertido de la limitación de los “nombres” respecto de los cuales identificarse, y otra cosa es alzarse con nombre propio en contra de las identificaciones políticamente necesarias para participar en este mundo social donde el discurso del amo sanciona y distribuye con altos grados de perversión las credenciales narcisistas entre sus seres hablantes: el sexo débil, el sexo fuerte. Que algo que se denomina “yo” (como condensación demasiado rápida de la suma de las experiencias subjetivas) tenga la oportunidad de no “reconocerse víctima” no significa en absoluto que no exista un maltrato hacia las personas por ser mujeres. Dice menos de la realidad y mucho más de la propia desmentida. Reconocerse puede ser o no una obligación moral, esa es una discusión que no estoy en condiciones de dar, pero  erigirse en un “Yo no me reconozco” como respuesta de estandarte a una voz popular que está reivindicando la lucha de un sector violentado es un acto perverso que abona el terreno fértil de la violencia y arenga el odio.
Existe sí una ocasión por la que no es posible para algunos identificarse con un grupo sin por ello dejar de reconocer al mismo  tiempo sus banderas. No es un lugar, no es una identidad otra, se trata de un tiempo. El tiempo de la duda, no la duda cartesiana, no la dubitación tibia, no la cavilación neurótica: se trata del tiempo que impone la división subjetiva cuando no es simplemente renegada. Es el tiempo lógico en el que se despliega el lenguaje social y el habla singular, siempre flexibles y diacrónicos y que no dejan de desplegarse hacia adelante. Se trata del tiempo de comprender.

Algo sobre el conflicto subjetivo que me lleva a “comprender”.

El “tiempo de comprender”[4] es esa pausa sin medida que se inaugura entre el instante de ver y el momento de concluir. Digamos que frente a un cierto orden de cosas que reclaman respuesta (instante de ver) es posible abrir una instancia que no es necesariamente racional ni epistémica y que permite el despliegue de todas las contradicciones, todas las preguntas, todas las puestas a prueba del ser (tiempo de comprender) cuya culminación es dada por la conclusión de ese proceso responsivo y tiene como consecuencia de la toma de posición, en verdad un cambio de posición a partir del cual el sujeto ya no es el mismo: se trata del acto subjetivo (momento de concluir). Acá quiero hablar de ese tiempo, mi tiempo para comprender que no es bandera ni es disculpa es simple tránsito que explica desde dónde hablo, es un tiempo no cronológico y absolutamente singular, acaso innecesariamente expuesto, pero seguramente diferente de señalar una identidad que me resulta por demás de compleja. No me erijo en una postura, doy un mero testimonio de por dónde pasa mi pensamiento. El asunto del discurso de género me interpela desde las primeras veces que me he topado con él. En general todos los discursos en tanto tales me generan preguntas, como sujeto y como individuo pensante. Como sujeto en tanto que impactan en esto que, como otros, trato de asumir, que es el deseo. Como individuo en la medida en que reclaman mi posicionamiento, mi grado de adherencia o desadherencia “yoica”. Me hubiera resultado embarazoso aunque honesto simplemente afirmar que no me considero feminista, pero en vistas de lo que vengo analizando, con eso no alcanza. Porque tampoco soy ni seré jamás una detractora de las voces populares y ni que hablar si éstas se alzan en defensa de aquellos que sufren. La primera medida siempre es el respeto, porque si una voz se levanta en masa es porque hay miles de individuos que solos no pueden hacerse oír. Entonces reivindico la lucha de las mujeres demorando mi posicionamiento respecto de la identidad feminista. Y, ¿por qué? Porque aún no he resuelto qué es la feminidad para mí y dejo abierto ese interrogante. Demoro mi momento de concluir, no renunció a las identidades, me tomo el tiempo para construirlas frente a un relato que se muestra, justificadamente, con las insignias de lo concluido. Me abstengo de pronunciar en voz alta si la feminidad es o no es lo que el feminismo promueve y simplemente PORQUE AÚN NO LO SÉ. Si es que algún día llegue a saberlo. No se trata de un resguardo  narcisista, acaso lo haya sido en otro momento, pero como no me conformo fácil con ninguna postura asumida  y tengo siempre abierta la revisión de mis opiniones, lo más parecido a una posición que hoy puedo dar, desde mi más cruda honestidad es: me estoy tomando el tiempo. El tiempo que tomo es el tiempo de comprender, hoy mismo sin ir más lejos, cuando la radio me hacía saber de la terrible historia de “la Pepa Gaitán”, asesinada en Córdoba por su padrastro y de Higui, una chica gay que está detenida desde octubre de 2016 por defenderse de un ataque sexual. Un instante de ver que me pone frente al ofrecimiento cosificante de aquellas mujeres que portan carteles perversos me pone a revisar un posicionamiento anterior;  otro nuevo instante de ver, esta vez el sufrimiento de estas mencionadas chicas y la lucha de quienes reivindican y pelean por ellas me sitúa frente a otro tiempo. Necesito tomarme el tiempo. Acaso en un futuro cercano pueda definir una posición, tal vez más adelante me cuestione otras afirmaciones. Pero de ningún modo podré decir que no me tomé el tiempo responsable de pensar. Tiempo al que invito a quienes me leen, si es que alguien lo hace.  Advertida como estoy de que la neurosis pretende arrancarle a la lógica subjetiva el tiempo de comprender[5], promoviendo una instantánea y reactiva conclusión luego del instante de ver, me dedico, me obstino, me obligo a la pausa que habilita el despliegue de las preguntas que me hago y que dirijo a otros. Con todas mis contradicciones, con todos los laberínticos caminos de mis sentimientos y de mis vicisitudes sexuadas. Me voy a dar siempre el tiempo de comprender, pero sin dejar de reivindicar la lucha de quienes ya han tomado su posición y con valentía cruzan las calles en reclamo de justicia. Porque no me conformo con el alma bella de la ignorancia sobre mi responsabilidad siempre voy a inaugurar nuevas preguntas allí donde se me inste a dar una respuesta y porque esa respuesta de la que soy absolutamente responsable jamás se confundirá con la indiferencia negligente y o la acción perversa.



[1] De todas las versiones de “desmentida” la de Mirta Goldstein me parece brillante: “Desmentir alude a la operación psíquica inconciente que sostiene con una creencia irreductible un engaño de la percepción y la conciencia; mientras una parte del yo sabe del engaño, la otra no quiere reconocerlo (…) La desmentida conserva un saber sobre el engaño y un descreimiento respecto del mismo, pero sobre todo está al servicio de desconocer el dolor psíquico (…) En los casos en que la desmentida no cae bajo los efectos de la represión [se refiere al mecanismo como fundante del aparato psíquico y que habrá de abandonarse luego] el sujeto sueña, se levanta y pega a su mujer. No sólo está convencido de que ella lo atacó, menospreció o indiferenció de algún modo, sino que además el menosprecio a la castración lo llena de odio.”
[2] Alude al conflicto psíquico, entendido como corrientes opuestas y en pugna por ganarse un lugar en el accionar conciente. También como conflicto ideológico o identitario: un sector de la subjetividad brega por satisfacer un impulso (pulsión) y el otro empuja para satisfacer su contrario. El camino más común es el patológico: Inhibición, síntoma o angustia. Aunque hay otras salidas, y cuestan mucho trabajo. El psicoanálisis se erige como una salida posible, aunque no garantida.
[3] “Que se diga queda olvidado tras lo que se dice en lo que se escucha-entiende”, refería Lacan en el Atolondradicho, señalando que tras el mensaje queda disimulada la responsabilidad de quien lo emite.
[4] El concepto proviene de texto de Jaques Lacan: “El tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada. Un nuevo sofisma”.
[5] Acerca de una idea extraída del libro de Eduardo Urbaj: “El manejo de la transferencia”.

martes, 7 de marzo de 2017

El asco no se argumenta: de Joaquines y Ricarditos...

Para empezar: “la vaca por las tetas”.

No sé por qué ya adelanto las aclaraciones que de todos modos voy a tener que hacer a lo largo del texto antes de empezar. Está bien, mi compulsión a prologarme es notoria. Pero en este caso hay tanto ajetreo con la cuestión de género que me veo en la obligación moral de establecer algunas pautas. No quiero ganar enemigos moviendo sin querer el avispero.
Para empezar, soy mujer. Accidente del azar. No me quejo. Si pudiera elegir elegiría siempre ser mujer. Simplemente estoy cómoda, ni mejor ni peor. Desde este accidente sabroso que es ser mujer, entre mis hábitos está el de reunirme con amigas y discutir de cuestiones varias. Por esta pertenencia no elegida aunque abrazada al género femenino, y teniendo en cuenta que la suma de mis amistades dan por amplia mayoría un número mujer, es que muchas veces los temas que me mueven a reflexionar tienen que ver con nuestras vicisitudes. Y cuando digo “nuestras” me refiero a un conjunto etario determinado, una situación social, un huso horario, entre otras cosas. Y cuando me incluyo en ese grupo, señalo a quienes lo integran por el hecho común de que todas ellas se bancan mis largas exposiciones que no traen luz a nadie pero en las que me afirmo cual pitonisa. Tengo que aclarar ante todo que ninguna de las cosas que diré de ahora en más tienen que ver con una retórica reivindicativa de lo femenino. Si recurro a la experiencia que yo y algunas más podemos expresar como nacidos desde la feminidad es porque es la que nos tocó: ser mujeres y sentir de esta manera. Ni mejor ni peor que nada. Por otra parte, no me cansaré de explicar que en ningún momento intento ungirme con los aceites de la voz cantante. Simplemente transito con cierta frecuencia las tertulias con mis amistades que, por causa o azar, resultan ser siempre en su mayoría mujeres. Dicho esto, continúo.
Entre el azar de los encuentros humanos y el destino que te adjudica un grupo de personas que llamamos “familia” me encontré eligiendo a Ana como miembro indispensable de mi vida: “Mi compañera, amiga, luego prima” como nos gusta decirnos. Con Ana, como con otras tantas, me ocurre con cierta frecuencia, tener… ¿Cómo llamarlo? Descubrimientos repentinos, arrebatos aforísticos, impulsos verbales lanzados vehementemente a la conciencia universal… Bueno. Todos tenemos derecho a una cuota de exageración. En lo personal muchas veces experimento una sensación, algo así como un conocimiento latente que se esconde en una parte de mí misma y al que no accedo de inmediato pero que puedo resumir en una expresión, acaso una frase que sale a luz sólo en presencia de otras. Se parece al arrebato, es cierto. Aunque prefiero llamarlo espontánea intuición, luego de la cual me es necesaria la reflexión para sostenerla.  Y cuando este acceso de repentino descubrimiento emerge en las arengas que tenemos con Ana, ella suele coronar mi vociferación con la estructura de una sentencia.
Así fue, hablando con Ana con quien, como casi siempre, nos enfervorizamos mutuamente: una da pie a la otra, la otra responde con una afirmación y la primera ilustra con un ejemplo o sentencia, y así… Solemos perder de vista quién dió el primer saque, pero la pelota sigue picando y de pronto un arrebato verbal se transforma en axioma:  “A Sabina después de los 30 se lo detesta”. La cristalización de semejante afirmación tiene autor reconocido, y no he sido yo. Pero me daré a la tarea de fundamentarla debidamente para dar una vuelta más a la adherencia ideológica espontánea que suelen provocarme los aforismos de Ana. Sin pretensiones de alcanzar argumentos buscaré como siempre justificaciones vehementes.


Ahora sí: “el toro por las astas”  
 Lo que intentaré argumentar es por qué para muchas mujeres algunos cantantes provocan en nosotros algunos sentimientos que nos desagradan, y es justo que lo haga porque estos artistas escriben, componen y cantan para producir algo en quien escucha. Y yo, que escucho, escribo para provocar algo en quien lee. En fin. Y, ¿qué me producen las letras de Sabina? No asco, por eso puedo argumentarlo, sino fastidio, cansancio, desencanto. Si a Sabina se lo amonesta después de los 30 es porque antes hubo lugar para otro sentimiento, pongamos que hablo de admiración, para parafrasear un poco al homenajeado. Realmente el trabajo artístico de Sabina es para reconocer, hay quienes hasta lo han encumbrado a la categoría de trovador urbano, bueno, está bien, qué sé yo… Ponele. Pero lo cierto es que sus letras son verdaderas historias, francamente ha logrado una narrativa poética en sus canciones que atrapan con sólo prestar atención. Yo nunca fui de las fanáticas de este madrileño, pero he sabido reconocer muchas de sus canciones, y aún hoy lo hago. Sin embargo, pasado un tiempo cierto endiosamiento de su figura empieza a generar comezón. Y un día se hace el descubrimiento: “este tipo me tiene harta”. Luego aparece la pregunta: “¿por qué me tiene harta?”. Más tarde sigue la reflexión: “hartarse es el sentimiento que nace frente a lo reiterativo”. Y, ¿qué se reitera en la poética sabinesca? Ahí aparece el hallazgo, primero como una sensación, luego como idea, finalmente como grito: “¡Un tipo grande, ya mayor! ¡Hace 40 años que está contándonos sus historias de colchón! ¡Por qué no sienta cabeza y ya! ¡Seductor de iberoamérica!” Es así,  con su “trova” irresponsable de conquistador empedernido que se pavonea como un admirador de las mujeres y tanto las admira, a todas, que nunca pudo quedarse con ninguna, y de esa imposibilidad romántica hizo el cimiento de su obra. ¡De su impotencia! De la incapacidad para permanecer el suficiente tiempo al lado de una mujer, tanto, como para encontrarse con una relación, patearla al costado del camino y seguir a pie.
Ahhhh… alivio. Era eso, la repulsión que engendran ciertos personajes masculinos que, sólo tocando los 30, son ya tan cercanos que ciertas aventuras canallescas se empiezan a parecer un poco a la propia experiencia con los hombres. Cuidado, porque no molesta tanto el cuento del conquistador derrotado como jode la retórica del desconsuelo que se le suma extraterritorialmente. ¡Si te perturba el amor, Joaquín, dejate de embromar y ponete en serio con una compañera! En fin... Ojo, no estoy diciendo que los autores de canciones tengan la obligación de hablarnos de las bambalinas del matrimonio o la pareja. Pero de ahí a hacerle un altar a la irresponsabilidad romántica, ¡vamos! Eso es Sabina, un irresponsable, un inimputable del amor. Y encima nos tiene que caer simpático por honesto, porque se confiesa incapaz, un sincero en su narrativa del antihéroe. De hecho, ha compuesto canciones que hablan de su imposibilidad para sostener un compromiso. “Qué bien- podrían decir-   un tipo que se reconoce demasiado débil, un tipo que dice lo que a muchos les pasa, provoca empatía, cae simpático. Un sincero, un honesto en la poesía.” Y yo estoy muy de acuerdo con todo eso, por eso rescato la sabiduría de mi amiga. A Sabina se lo quiere, se lo respeta, se lo admira pero todo eso hasta los 30, momento evolutivo luego del cual  se lo amonesta justamente. No al cantante, no al amante del Río de La Plata, no al artista sino al tipo de hombre que representa. Después de los 30, cuando las aventuras y desventuras amorosas ya no son lo que le pasa al otro del cine o de la música sino a uno mismo, cierta composición poética que se pretende de excepción ya no lo es y los hombres como él aburren. Desencantados, sin expectativas, nocturnos, hombres de barra y Wiski, de vino en jarra y salchichón, de bodegas y con panza. ¡Váyanse a cagar ejército de piratas! Eso es la poesía de Sabina, poesía de piratas, metedores de cuernos, fugitivos del compromiso, levantadores de polleras, halagadores de viejas y señoritas porque todo les da igual, adoradores de modelos y de bagallos. ¿Todas, todas le gustan a este tipo? Las españolas y las argentinas, porque no tuvo ningún reparo a venir a este país a hacerse el galán, con pendejas y con mujeres maduras. ¡No le hace asco a nada! ¿Halagadas nosotras? Y,  ¿por qué? ¿Que este tipo ama sin prejuicio? ¡Me importa un soberano Felipe Sexto! Yo quiero a los hombres exquisitos, qué me importa, pero selectivos. Para coger en rebaños están los caballos, los perros, los mosquitos, qué sé yo...¿Sabés qué Sabina? Me quedo con Axel, a quien le creo menos pero lo respeto más porque al menos hace canciones para las chicas, aunque les mienta, y no para quedar bien con los muchachos. Le hace una canción a una mujer que tal vez no existe y no para adular a las potencialmente cogibles. ¡Tomatelas ibérico!
Me fui, me fui… Perdón. Es que me saco. Sabina es un gran artista, pero el modelo masculino que representa me hartó.
Ustedes pensarán, qué le queda a Arjona, ¿no? Si escribe todo esto para Sabina qué dirá del guatemalteco. Claro, total, péguenle a Ricardito que ya está acostumbrado, ¿no? Sin embargo, Arjona me ha obligado a un análisis aún más detenido, una meditación más craneada. He dedicado innumerables esperas de semáforo rojo, incontables colas de supermercadito chino, miles de segundos a orillas de la pava aguardando el hervor, en fin, un montón de momentos fundamentales de la vida dedicados al ocio de la contemplación y la reflexión. Y sin embargo, siempre me encontré con un enigma. ¿Qué es lo que me molesta de Arjona? No, no, no, queridos amigos, no es tan sencillo como parece. Si fuera evidente, ¿cómo se explica que llene teatros y agregue fechas de a 8 o de a 10? Busquemos la razón.
En primer lugar no se trata de asco porque el asco no se argumenta. Basta retomar algunas de sus gastadas imágenes tales como “La grasa abdominal” o la “cigüeña suicidándose”… De eso ya hay mucho dicho. No es eso lo que me molesta de Arjona, eso le molesta a todo el mundo. Lo medité mucho, mucho. ¿Por qué me molesta este tipo? ¿Por qué me molesta tanto? Si a Sabina se lo quiere hasta los treinta podríamos decir que a Arjona se lo tolera hasta los 12 ó 13. ¿No tiene acaso algunas narrativas logradas? Sí, las tiene. Esa de la cubana y el yanki tiene cierto lugar en mi reconocimiento y la del taxi… ¡Ahhh, la del Taxi! Me encanta. ¿No tiene melodías pasables e incluso pegadizas? Las tiene, las tiene. ¿No tiene algunas letras románticas llegadoras? Por supuesto. No es que sea cursi, el amor tiene que serlo a veces. No es eso. Desengáñese el lector si cree que aquí encontrará una defensa de la intelectualidad por encima del melindre. Lo meloso va muy bien con el amor, y el que no piense así que empiece a indagar por qué sus relaciones eróticas fracasan. Esta no es una arenga en contra de los cantantes que dedican letras al amor, para nada. Me gustan las baladas de amor, “me gusta Montaner”, como alguna bandera supo expresar en otro momento de la vida. Banco a Axel porque me parece un tipo que hace lo que le gusta sin joder a nadie y, de vez en cuando, es un tipo comprometido (mucho más que Sabina). Por eso digo que este desagrado profundo contra Arjona merece de mi parte una reflexión. No se parece a lo que me sucede con Sabina, quien merece admiración (hasta los 30, claro está); a Axel se lo banca, A Diego Torres se lo acepta y se lo quiere por argentino y por La Banda del Golden Rocket; a Luis Miguel no se lo discute y punto (todos tenemos derecho a no explicar algunas cosas). ¿Qué me pasa con Arjona? No es por grasa, no es por machista (Dios me libre del feminismo en estos casos por favor, no podría deleitarme con el tango, sabor conquistado, junto al vino, a partir de los 28). No es lo cursi, porque de otro modo no podría reconocer lo de Luismi y Montaner. Se me dirá: lo masivo… Tampoco. La masividad cuando viene acompañada de lo popular es sublime. Tanto es así que cabe mencionar ídolos como Sandro, Rodrigo “El Potro” Cordobés, Leo Matioli, entre otros. Entonces, no es lo romántico, ni lo cursi, ni lo grasa, ni lo popular, ni lo masivo. ¿Qué es? Por Dios, ¿qué es?

Y un día lo supe. Estaba ahí, sencillita la explicación cruzando Yatay y Avenida Corrientes. Ahí estaba, lo supe. Algo que sonaba allí, en su letra, como extranjero, alienado, como aterrizado en la balada romántica sin pertenecer realmente al género. ¡Es ese uso indiscriminado del apócope de para, ese abuso del “pa”... ¡Pa’ que le entre la rima en la métrica! Es eso. ¡Eso! ¡¡Eso es lo que me exaspera de Ricardo Arjona!! Su maldito “pa’”. Porque el uso del pa’ en la poesía gauchesca, en el folklore, en el tango, ahí es otra cosa… ¡Está justificado! El “pa” más que justificado, acompaña la expresión criolla, la rima pampeana, el lunfardo porteño. ¡Pero la balada romántica no admite un “pa”! ¿Se entiende? No da, simplemente no da. Me quieren explicar por qué Ricardo Arjona se esmera hasta el desquicio por enumerar cosas (es un gran enumerador), apretando en sus letras lugares, escenarios, imágenes con las que podría hacer no una sino diez canciones pero las amontona en una sola y después, ¿qué le pasa? No tiene tiempo para decir “para”. ¡Eso te pasa Ricardo! Te aglotonás de imágenes. (La de no poder encontrarle el pelo a la botella, tan parecida a la calvicie del huevo e igualmente detestable, es famosa). Ahorrate un recurso de estilo, uno solo Ric, y reconocele al “para” sus dos necesarias sílabas. Lo que pasa es que Ricardo es un gran castrador de la palabra. Recordemos su  “Reputación”, la evocó enterita en una canción para después hacerse el logi y subrayar las primeras letras… qué genio. Ahí estuvo pillo. Pero el “para” no pueden ser las dos primeras letras, Ricardo, lo tenés que entender de una vez.  Quedás mal. ¿Para qué tantas enumeraciones Richard, eh? ¿Para qué tantas comparaciones? Comparaciones entre olvidar a la mujer que quiere y otras miles de cosas que no pasan jamás en la vida real pero que no por inverosímiles llegan a la sutileza metafórica  (una metáfora, Ricardo, es una comparación condensada y poética y no la descripción de un pingüino nadando en una pelopincho, eso no es ni metáfora ni es poesía Ricardo, es ser ridículo). ¿Para qué tanto, ehh? ¿Para después talarle el “ra” a una pobre preposición? ¿Por qué tanto abuso del oxímoron, por ejemplo? (Qué, como sabemos, no es un comercio del conurbano dedicado al rubro del herrero.) “Acompañame en la soledad…” Ay, ay, ay… ¿Para qué tantas cosas que no son “el problema”, para qué tanto detalle? Para que después te quedes manija de tiempo y le arranques dos letras a “para”… No, no, no y no. Ya está Ricardo, te enganché. No me gusta tu “pa”, no me gusta. Tu retórica escatológica ya no me ofende, hace 20 años que la venimos escuchando, es hasta simpática. Pero el “pa” y la mezcla de geopolítica de billiken con tus problemas de inspiración son demasiado. Es eso Ricardo, es eso. Devolvele a la preposición su segunda sílaba y dejá que Silvio se encargue de la sociopolítica y del comunismo. Aprendé de Axel un poquito che.

domingo, 5 de marzo de 2017

Una invitación a cuestionar El Alma Bella (y un testomonio de "experiencia").


El Alma Bella es un nombre que elegí una vez cuando creí que sería interesante participar de lo que entonces era la nueva onda del blog. Pero quedó ahí, en nombre no más. Quería por entonces darle un tinte autoreflexivo a mis insensateces, recurriendo a cierto bagaje psicoanalítico[1] que a su vez sienta sus bases en la fenomenología del espíritu hegeliana. ¡Faaaa! ¿Todo eso? Bueno, un poco de eso. El asunto es que, para decirlo rápido como corresponde a una introducción, “Alma Bella” sería algo así como cierta gala de ingenuidad que la supuesta candidez humana sostiene para no responsabilizarse de sus actos: almas puras . Al mismo tiempo el concepto alude a su contrario: una invitación a observar allí que ni hay pureza ni hay ingenuidad, sólo la indiferencia sobre la propia responsabilidad como mordaza. El Alma Bella sostiene su narcisismo con una supuesta indiferencia a la que recurre una vez que la queja en la que se pavonea lo señala como coautor o al menos partícipe del barro en el que se ahoga.  Por eso el Alma Bella, como versión más académica de lo que alguna vez hemos llamado “bananerismo[2]”. Alma Bella, porque intento señalar en mi persona el camino de la reconversión y, de vez en cuando, amonestando la falta de la ajena. Porque intento desasirme de ese refugio de la bella indiferencia histérica cada vez, en cada conversación que comparto con amigas en este berretín de creer que con un par de cervezas y algunos comensales se puede celebrar un banquete platónico. En fin… ¿Me van a decir que no puedo? ¡Ja! El Alma Bella señores, al cabo que ni me hago cargo.
Como sea, el nombre pertenece a la época en que también  me abrí una cuenta en twitter que nunca supe usar. De esa época es el nombre que ahora estoy reflotando, aún no sé bien en qué firmamento cibernáutico habré de ponerlo a circular, tal vez opte por una botella lanzada al mar y listo, habida cuenta de que no soy perseverante en eso de tener cuentas (testigos los problemas de homebankin).  ¡Pero si ni un diario personal puedo sostener en el tiempo! Mi aspiración siempre es apuntar al pensamiento, a veces con humor, otras veces puramente para abonar mi humilde semilla reflexiva en el terreno fértil del pensamiento colectivo. En fin...
Reciclaje:
Venía diciendo que no puedo sostener una empresa dedicada a la escritura y a ello sumada mi incapacidad para perdurar en una red social, me hizo recordar de cierto pasado cercano en el que, como ahora, me preparaba para escribir y colgar lo escrito en algún lugar, adivinando con idéntica previsión el destino inconcluso de mi intento. De aquella época es el escrito que sigue, acaso mi primera y más honesta prueba de que me obstino por superar  Alma Bella reflexivamente y con escasos velos de pudor. En verdad, sostengo como bandera el elogio al pudor, pero si levanto sus velos de vez en cuando lo hago con fines ilustrativos, acaso redentorios. Tal vez sirva sólo a modo de ejemplo de cómo procede el individuo promedio cuando advierte su propio engaño respecto de las coartadas que usa para seguir afirmándose en la imbecilidad. Pero claro, el camino del autoconocimiento es ingrato, de modo que atravesarlo tratando de hacerse de algunos atajos siempre es tentador. Otra forma de obsequiarse agasajos en el tránsito amargo del autoseñalamiento es buscarse algunas recompensas para engalanar el narcisismo. Bueno, somos seres humanos. Cuestionar el Alma Bella no es armar senderos punitivos sino hacerse de un conocimiento sobre nuestras limitaciones. No se trata de construir relatos heroicos sino de un testimonio de lo que es advertirse en la mediocridad y capitalizarla, no orgullosamente sino con la humildad de la redención. De eso se trata el siguiente texto que finalmente verá la luz. Acá va:
Prerrogativas de la ¿madurez?
(...) Hace poco cerré mi cuenta en facebook, un poco porque me embolaba, otro poco porque quise acabar con la compulsión de stalkear a mi novio y finalmente porque stalkear a mi pareja dejó de ser interesante, con lo cual no sé qué es peor: si tener el registro lamentable de mi propia persona haciendo algo que encima tiene un nombre extranjero  (vergonzoso  como decir selfie) o percibir lentamente que no me interesa lo que mi varón haga en face… No… momentito. Percibir que ya no te importa lo que haga tu pareja fuera del alcance de tu vista no es ninguna mediocridad, ninguna baratija. Darte cuenta de que no te importa tanto como para andar hurgando es una conquista.
Tengo 34 años, es una edad maravillosa. Bahhh, estoy exagerando. Pero es una linda edad, está buena. Si llegaste a los 34 algo te ganaste, andás bastante pareja en tema de derechos y obligaciones y accedés a una pequeña parcela de territorio soberano respecto de tu personalidad.  Es una edad en la que descubrís que se conquistan poquitísimas cosas pero esas conquistas te llevaron por lo menos diez  añitos de lucha; lo que se lleva ganado a los 34 son gestas  atesoradas como batallas ganadas contra el bananerismo femenino, no el de las demás (ese se descubre y se amonesta públicamente a los 18, cuando una “sabe todo” menos de la impunidad que es no haber vivido un carajo). El bananerismo colonial al que una le tuerce un poco el brazo a los 34 es el propio, y no lo vence, no seamos idiotas, lo mantiene a raya con restricciones, soberanas restricciones, proteccionismo, memorándums, proyectos de ley, cancillería. Nada de revoluciones, simplemente una mordida en la pata al yugo imperialista de la propia boludez. En fin… Esa boludez de la que yo me creía inmune a los 18  y que se apoderó de mí tan pronto como bajé la guardia a los 25, pero ese es otro capítulo. Para mí, lograr que me importe un pito lo que haga mi pareja en las redes es una gesta libertadora, como San Lorenzo, Chacabuco y Cruce de los Andes. Todas batallas ganadas por la independencia. Bueno, tanto no, pero pongamos que son como si San Martín, en lugar de cruzar los Andes, enfermo y estoico, hubiera libertado América haciendo una gestoría interminable en las oficinas de la burocracia realista y, luego de años de llamar a la línea de atención al cliente, agotado de la musiquita en espera, hubiera logrado que los españoles se fueran del territorio colonial por cansancio, dejándonos saldo gratis, un paquete de 1000 mensajes de texto y 4G para navegar y esas cosas. En fin,  me quedó irónica la metáfora de Entel, no fue intencional. Quedaba más linda la otra narrativa, pero quiero ser honesta. Por eso debo reconocer que es probable que no haber logrado averiguar nada en absoluto mirándole el muro a mi pareja durante un par de años haya ido horadando mi voyeurismo, puede ser, pero es una victoria igual y es toda mía.

Lo que llamo “experiencia”.
A los 34 años, casi 35 no tenés la energía revolucionaria de los 25, tampoco la sabiduría de los 45 que, por ahora, es una imaginería; pero tenés dos o tres cositas averiguadas, no del mundo, ni de la vida, mas sí de la propia estupidez que ya empieza a estorbarte. Eso y no otra cosa se llama experiencia… Guau, siempre creí que esa palabra tenía que ver con un montón de anécdotas heroicas, siempre sentí algo épico por ese término. Nada que ver con lo que soñaba. Tener experiencia es la simple realidad de haberse gastado, sí, gastado, no en el sentido de invertir, de colocar moneda, gastado en el sentido de la erosión, del desgaste corrosivo, no de los años, sino de la repetición. A los 35 años (voy a redondear para ser un poco más cinematográfica) hay cosas que ya no te van, no te van, punto. Así como te vienen quedando mal las dos colitas en el pelo, no importa el cabello rapunzélico que tengas, queda mal como queda mal un luchador de sumo en patineta, así como no da ir de boliche y no por el qué dirán sino porque te viene sobrando un poco todo (para el boliche tenés que estar justa: de pretensiones, de posibilidades, de cintura, de edad para soportarlo y de lobotomía moral, para pasarlo bien). Así como esas cosas, a los 35 stalkear te queda mal, se te va cayendo del talle como un pulover agrandado. Un día estás en facebook y te metés en el perfil de tu novio y te pegás un embole…. Si tu novio es como el mío, que encima postea permanentemente para dar debate político, mucho más. Un día te embolás, otro día te desilusiona no encontrar nada que te ponga ni un poco celosa (algo así como el que va raudamente atrás del camión de bomberos y se desilusiona al averiguar que se trataba del rescate de un gato en un balcón). Poco drama, poca emoción, te aburre. Finalmente llega el día en que entrás  en facebook y es la última vez que le mirás el muro a tu chico. No es un asqueo moral, nada de eso. No es que decís “Uy, pará... ¡Qué estoy haciendo! ¡En qué clase de mujer insegura de sí misma me convertí!” No. No es un reparo de dignidad sino más bien un “pa’ qué”. La impugnación moral te cabe a los 18, cuando todavía sos tan cachorra como para darte cuenta de que la mediocridad es una condición propia también y, por qué no, un derecho. Se trata más bien de otra cosa. Un día decís: “Esteee… ¿Qué mierda iba a hacer? Ahhh, verle el face… Bahhh no da, es un embole.” Así, sencillito y concreto. Simple desgaste, corrosión, casi un trabajo no remunerado que dejás de tener ganas de hacer. Es más, podrías mirarle el facebook si el novio en cuestión lo dejara abierto y aún así no lo harías. ¿Objeción  moral? ¿Respeto a la intimidad? ¡Una mierda! ¡Paja! ¡Mucha paja da! Y si el novio es cónyuge, mucho peor. ¡Tremendo culebrón! Mirá si lo encontrás haciéndose el gato con una tortuga en una charla… ¡Naaa! Te cagás la vida, tenés que empezar a pensar en la separación, enredarte en diez mil coartadas para enrostrarle que lo descubriste sin deschavarte vos, que le anduviste viendo el facebook. Buscar un lugar donde  mudarte o mandarlo a mudarse, pagar sola el alquiler, hacer valijas, embalajes, escenas de llanto, mucha encamada de reconciliación y mucho drama. No vale un mango todo eso. A eso voy con lo de la experiencia. La experiencia no es un acto retórico o un discurso que se esgrime en la barra de un bar en adoctrinamiento de las más pequeñas congéneres. La experiencia es saber que es mucho más cómodo no saber tanto y quedarse con esas dos o tres cositas que se ganaron en la vida, a los 35. Experiencia es medir costos en función de beneficios. Y si querés algo de acción, te basta con el último almuerzo familiar, la vez que te dejó esperando, la tapa del inodoro… Esas cosas. ¡Ahh! Pero,  ¿vos querés drama pasional?  Seguro tiene alguna infracción en el haber, o podés recurrir a la autoconmiseración de la mano de la diferencia entre el concepto de “baño limpio” y acerca de quién se encarga de hacerlo realidad… Con eso alcanza.  Ostentar experiencia es tener más o menos claro qué te gusta en la cama, cómo bajar cinco kilos, qué vino elegir y qué bondi te lleva hasta Congreso, Colegiales y otro barrio medio alejado para fanfarronear con las amigas más perdidas que nunca pasaron del 12 Congreso-Plaza Italia. Nada más. Con toda esa sabiduría, andar indagando qué mierda hace tu pareja en la red es mucha más información de la que el sistema puede procesar. Un quilombo.



[1] En “Fragmento de análisis de un caso de histeria (Caso Dora)” Freud expone numerosas sesiones con su  paciente, a quien interroga por su queja de modo tal que Lacan lo describió como  una inversión dialéctica que no tiene nada que envidiar al análisis hegeliano de la reivindicación del "alma bella". Lo que se describe es el modo de procedimiento analítico que en, en líneas generales, busca interpelar al sujeto acerca de su propia responsabilidad sobre los asuntos de que padece.
[2] El “bananerismo” es también un intento de descripción espiritual concebido allá por los tiempos del entonces mal llamado “conflicto del campo” (2008). Fue obra de la indignación en la que cayéramos mi siempre colaboradora amiga Ana y yo, sin pretensiones de originalidad. Denominamos “bananero” a cierta clase de individuo ríoplatense (y por qué no, argentino) cuya responsabilidad cívica es eludida cuando se queja de los mismos males que genera con su imbecilidad o acto sufragante.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Mensaje para una mujer que ha amado.

Hace diez años que vivo en la Ciudad de Buenos Aires, diez años y sin embargo hoy, una noche de noviembre con luna llena,  me despiertan los aromas primaverales de un perfume que me acaricia sabedor y al mismo tiempo sorprendido. Es en verdad un aire perfumado que vengo sintiendo hace días y me invita a dejarme seducir por él.  Desde entonces no pude más que dedicarme a investigar de dónde provenía esa invitación dulce y pacífica. “¿Cuál de todos estos árboles porteños me agasaja con su aroma como si fuera exclusivamente mío?” Y fue esta noche cuando por fin lo supe: se trata de los Tilos. ¡Tilos! ¿Cómo es posible? ¿Cómo  nunca antes viví esta experiencia con estos seres centenarios?
Camino por la Avenida Corrientes, me entrego al dulzor de las primeros aires estivales, ahora  sabiendo. Son ellos, los Tilos. Me envuelvo entonces en una especie de nube cálida, conociendo. Sin embargo insiste la pregunta ¿cómo puede ser que nunca antes reparara en estos árboles? Siempre estuvieron allí, bordeando las veredas que cortan la gran calle de mi porteñidad recién nacida. Hace diez años los veo cada mañana y sin embargo no los descubrí jamás. Escuché nombrarlos tal vez cientos de veces y no los tomé en cuenta. Los percibí, tal vez, en miles de ocasiones, ese aroma conocido y, sin embargo, absolutamente nuevo. Eran Tilos…Tilos que escribo con mayúscula como el nombre de un amigo ¿Cómo algo tan absolutamente mío puede serme tan novedoso? Es que así funciona el espíritu, ávido de experiencias nuevas cuando aprendemos a soltar los lastres de las repeticiones añejas. Pero, no son nuevas ellas mismas sino la oportunidad de dejarnos tomar por su presencia. Así es este aroma de Tilo que me concierne como un recuerdo de infancia y me engalana como amor reciente. Me entrego a volar por el ensueño de perfume, me dejo tomar por los pensamientos que ya no son mis enemigos, imagino este mensaje para vos, amiga que ama,  y siento que me elevo por las calles citadinas como en una estela de romance nocturno. Una sirena de bomberos no me despierta de la ensoñación alada. “El amor es música y es estruendo.  Buenos Aires también, es tenebrosa y mágica – me digo - una Pacha Mama que palpita debajo de un siglo de cemento y hollín, de smog y de Tilos. Y yo estoy acá, desandando el camino hacia esa nueva morada que aún me cuesta llamar “mi casa”, y vos estás allí, en esa nueva verdad que aún no sabemos si llamar calma.”
Por eso ahora redacto este mensaje que intento hacerte llegar cual aroma encendido de sorpresas bienvenidas.  ¿Cómo puede ser que sólo hoy, diez años después, advierta la presencia silenciosa de árboles que tienen tal vez más antigüedad que las placas del pavimento? Es así como un día despertamos de un sueño largo y profundo que creíamos ser, y caminamos a paso lento, pero seguro, dejando atrás viejos amores, viejos sueños. Identidades arraigadas como brazos estragantes en lo más profundo del  ánimo un día se desprenden e ingrávidas se alzan al viento que preludia el verano. Las flores de Tilo abren las compuertas de la era estival que cerrará para siempre este 2016. No es un año calendario más, es la suma de todos nuestros anhelos que ya no pueden ser desconocidos tras las nubes negras del miedo. El miedo y el deseo parecen fabricados del mismo material, pero lo único en ellos de común es nuestro ánimo . Los miedos nacen en los pies, que se aferran ante el temor de caer cuando el suelo parece tan lejano desde la altura que nos obstinamos en mantener. Pero los anhelos tienen alas, y el deseo de libertad sopla su viento. Del mismo modo un día percibimos sólo ruidos de sirena y otro día nos dejamos llevar por el aroma de los sueños, sin importar más nada.
Este aroma de Tilos me llena de una fuerza nueva que quiero compartirte, amiga. Porque así como esos árboles siempre estuvieron ahí y sólo esta noche pude descubrirlos, hay mil ventanas en el alma que se abren y no sabemos qué mostrarán para nosotras. En esta noche de luna taurina yo descubrí el aroma de Tilo, que siempre estuvo ahí, y vos estás mirando el cielo, tal vez por primera vez, pensando que siempre supiste volar, aunque no lo habías notado o no lo habías querido. Tal vez sólo por esto valga la pena soltar amarras y vaciar las alforjas, sólo para destapar un receptor del alma y caminar a manos llenas junto a  un aroma de Tilos.