“Soy aria, endecha, tonada, soy Mahoma, soy Lao-Tsé, soy Jesucristo y Yahvé, soy la serpiente emplumada, soy la pupila asombrada que descubre como apunta, soy todo lo que se junta para vivir y soñar: soy el destino del mar, soy un niño que pregunta. Yo vine para preguntar flor y reflujo. Soy de la rosa y de la mar, como el Escaramujo.”
Silvio Rodríguez – Escaramujo.
La “cuestión de género” de la que tanto se habla últimamente deja de ser una mera experiencia subjetiva, ya no puede reducirse a un relato vivencial. Si bien es cierto que desde siempre ha sido para mí una invitación constante a la interrogación, hay una realidad que no puede ponerse en duda sin envilecerse: la violencia contra las mujeres existe. Real y discursivamente existe. Una forma de considerar la “cuestión de género” es tomarla como la consecuencia de una verdad, como tal promueve la necesidad de elaborar un relato que se alce como bandera de una lucha contra un flagelo que demanda una solución: que dejen de asesinar mujeres.
Hay extensa bibliografía sobre el tema de las así llamadas “cuestiones de género” con diferentes posturas ideológicas, incluso muchas veces opuestas entre sí. Luego están las narrativas particulares que se hacen de las numerosas teorizaciones, siempre acotadas por el sesgo de la interpretación individual. Al caldo de cultivo se suman grupos políticos, con verdadera convicción de las consignas con las que flamean sus estandartes y que coronan el trabajo colectivo de toda una vida; otros, más oportunistas, que tratan de extraer su propio jugo partidario de la movilización popular que el feminismo está haciendo crecer en las puertas del siglo XXI.
La construcción de un movimiento popular siempre habrá de vérselas con esta paradoja: por un lado es nutrida desde una cierta realidad individual que hace menester la reivindicación y la conquista de derechos, siempre grupales; por otro lado la necesidad de generalizar desde allí para crear una voz colectiva y para que el movimiento como tal promueva cambios concretos y culturales, alejándose más o menos de las vivencias particulares. En el medio, siempre tibio y dubitativo, la “clase” que no se identifica con el movimiento y no se alinea en sus filas. En frente: la reacción.
La reacción como respuesta patológica:
La reacción es y será siempre patológica. A esta esfera pertenecen las manifestaciones detestables del “Yo no paro”. Desde un punto de vista moral, estas expresiones contribuyen a la profundización de la intolerancia asistidas con el argumento del derecho individual. Doy por entendido que además ponen de manifiesto una falta de comprensión exponencial que confunde la protesta social con la sumatoria de quejas individuales. Como si hubiera que esperar a ser personalmente afectado para advertir la necesidad de reparación frente al daño y reclamar por justicia (que siempre es un concepto universal y no particular). Pero dejo de lado eso y voy hacia otro análisis. Si no es obligación “parar” este 8 de marzo, enarbolar un estandarte en contra es cuanto menos obsoleto. Pero si se presta atención a las consignas que decoran ese estandarte, sea por ejemplo “yo no paro porque no soy víctima”, estamos hablando de una acción criminal en la medida que desmiente la criminalidad. En tanto no soy jurista, tal vez sea mejor prescindir de su terminología. Digo entonces: “Yo no paro porque no soy víctima” es perverso, cuanto menos, patológico. No la frase, frente a la cual tal vez alcance con decir que es detestable, pero el contexto en que se produce y la mostración con que se difundió (fotografías en las redes sociales de mujeres portando esos carteles) sí lo es, porque analizada en el marco de la lucha contra la violencia es una forma de desmentida sobre ella. “Hay un paro sí, pero yo no necesito parar (porque la violencia no existe)”, o más precisamente: “Hay una violencia, pero en tanto es particular (yo no soy víctima) no es general, ergo no acaece sobre el género, entonces no existe la violencia de género”. Pero hay algo más. Decía: la reacción es patológica, cuando hablamos de la dimensión social no lo es menos, atendiendo a una analogía posible entre la impulsión destructiva – pulsión de muerte – voluntad de goce. Ningún estandarte que promueva la desmentida[1] de la violencia puede clamarse como derecho. Desde una perspectiva ética, la mera reacción pone en evidencia una pobreza subjetiva que no se ha dado el espacio para reflexionar sobre las contradicciones que se dan en el fuero interno. Sobre estas contradicciones que yo prefiero llamar conflictos[2] pondré detalle más adelante. El ser hablante, entonces, reacciona o “actúa” cuando no puede sino evadirse de la angustia que engendra lo que llamamos conflicto (psíquico). Entonces sin una mediación interpeladora, sin dar siquiera lugar a una pregunta (que siempre demora el acto) se ejecuta una acción disruptiva, por lo general violenta. Se elude así la dimensión subjetiva que impone siempre una pregunta por el propio acto, pero más aún por el deseo. Esa evasión desubjetivante promueve el “acting” y tiene como correlato el acto violento de colocarse o colocar a otro en un lugar de objeto arrojado de la realidad como resto despreciable y, por lo tanto, aborrecible. Toda desubjetivación trae cosificación, convertirse en objeto de manipulación (en este caso de un discurso perverso), o convertir al otro en cosa: objeto de odio.
¿De qué angustia se defienden las mujeres que así portan esos carteles despreciables? De la que engendra todo el asunto de la llamada diferencia entre los sexos. Por donde se quiera, la sexualidad es un flagelo humano, flagelo en el sentido de que todos tenemos que “hacer más o menos algo con eso”: asumir una orientación o identidad sexuada (o no hacerlo, pero de cualquier modo es atravesando la pregunta por el sexo); vivir una sexualidad más o menos placentera, displacentera, ausente, excesiva, errante, riesgosa, culpable, fallida; adecuar las posibilidades reales y sociales a la contingencia del encuentro con el otro; etc. La sexualidad pone a jugar la identidad, generalmente conflictiva, y el deseo y su escenario fantasmático de Edipo-castración. El deseo, que no es el mero anhelo, es lo más desconocido y a la vez más propio del sujeto humano y su realización no promete felicidad. El deseo habita al sujeto, no es un don a tener ni el sujeto es su agente o propietario. Su relación con el goce sexual engendra más complicaciones que atajos, la moralidad de la época, a su vez, vocifera sus imperativos (como renuncia o como exigencia). De modo que un debate sobre cuestiones de género muchas veces pone sobre la palestra el asunto de la genitalidad y hay quienes simplemente no lo resisten. Reaccionan con agresiones (como los carteles que he mencionado) o con acting outs donde ponen en pantalla una especie de reivindicación a partir de la cual prefieren renegar de toda una realidad a cambio de “no saber nada del asunto”, pero poniéndolo en la vidriera.
“Yo no paro porque no soy víctima”, “Yo no paro porque ser madre es maravilloso”, son leyendas que dan cuenta de un modo de renegar, desmentir: la falta, la castración, el dolor que produce el desencaje individual y social que engendra la sexualidad. Pero, lo peligroso del asunto es que además es detentado por personas que se ofrecen como marionetas a un discurso perverso que pretende sostener el statu quo de sometimiento del otro.
Entre la identificación y la reacción: la división subjetiva.
El sujeto no es una entidad, no es ontológico: no tiene corporeidad ni se reduce a la imagen del yo (narcisista), de modo que hablar de trayectorias individuales como corolario del esquema del psicoanálisis es un error conceptual. El sujeto es sujeto de un discurso (si prefieren, sujetado al discurso, alienado a él) de modo que puede ser individual o grupal, es indiferente. Como sujeto del discurso está indeterminado. La definición lacaniana de sujeto reza: “sujeto es lo que representa a un significante para otro significante”, esto quiere decir que el sujeto no es un dato de la experiencia sino una experiencia del lenguaje. Una palabra, para simplificar, frente a otra, a la que se agregará otra y otra más y el sujeto no queda dicho por ninguna, por más que utilice el pronombre “yo”. La única experiencia subjetiva es la de la evanescencia y la división. Cada vez que el sujeto está por “ser dicho” viene otro significante a mostrar que el anterior no lo ha dicho totalmente, aunque quede ahí, concernido. Por eso las palabras que decimos dicen de algo que nos pertenece, aunque no podamos asirlo totalmente con ellas. A esa falta de identificación con un nombre que pueda decir quién es el sujeto le llamamos castración, por esa falta es que existe el deseo, fundamentalmente, de decir y seguir diciendo sin llegar a consistir como sujetos jamás (flagelo y maravilla de la humanidad). Esa es la llamada “división subjetiva”, asociada a su vez con el antes mencionado conflicto. Pero decir es un acto, un acto de enunciación que marca las posiciones del sujeto hablante[3]. Además el hecho de que hable (lenguaje) y su discurso efectivamente dicho (habla) nos pone en la pista del deseo. Por esa razón desde el psicoanálisis decimos que el sujeto no es óntico sino ético, porque su ser (falta en ser) no está signada por símbolos ni imágenes sino por la carencia de ser que engendra el deseo.
Cuando se ha iniciado el camino del análisis ya es muy difícil sostenerse en una identidad coagulada y cerrada. Uno ha atravesado un montón de nombres recibidos y acuñados, incluso amados; ha advertido las diferentes amarras con las que éstos otorgan identidad pero también alienan. Transitar un análisis no significa renunciar a las insignias, sobre todo a aquellas que de forma más o menos torpe dicen algo del deseo (que el deseo no pueda ser dicho por el discurso no significa que sea un inefable y el acto de hablar o enunciación nos señala como deseantes). Pero una cosa es estar advertido de la limitación de los “nombres” respecto de los cuales identificarse, y otra cosa es alzarse con nombre propio en contra de las identificaciones políticamente necesarias para participar en este mundo social donde el discurso del amo sanciona y distribuye con altos grados de perversión las credenciales narcisistas entre sus seres hablantes: el sexo débil, el sexo fuerte. Que algo que se denomina “yo” (como condensación demasiado rápida de la suma de las experiencias subjetivas) tenga la oportunidad de no “reconocerse víctima” no significa en absoluto que no exista un maltrato hacia las personas por ser mujeres. Dice menos de la realidad y mucho más de la propia desmentida. Reconocerse puede ser o no una obligación moral, esa es una discusión que no estoy en condiciones de dar, pero erigirse en un “Yo no me reconozco” como respuesta de estandarte a una voz popular que está reivindicando la lucha de un sector violentado es un acto perverso que abona el terreno fértil de la violencia y arenga el odio.
Existe sí una ocasión por la que no es posible para algunos identificarse con un grupo sin por ello dejar de reconocer al mismo tiempo sus banderas. No es un lugar, no es una identidad otra, se trata de un tiempo. El tiempo de la duda, no la duda cartesiana, no la dubitación tibia, no la cavilación neurótica: se trata del tiempo que impone la división subjetiva cuando no es simplemente renegada. Es el tiempo lógico en el que se despliega el lenguaje social y el habla singular, siempre flexibles y diacrónicos y que no dejan de desplegarse hacia adelante. Se trata del tiempo de comprender.
Algo sobre el conflicto subjetivo que me lleva a “comprender”.
El “tiempo de comprender”[4] es esa pausa sin medida que se inaugura entre el instante de ver y el momento de concluir. Digamos que frente a un cierto orden de cosas que reclaman respuesta (instante de ver) es posible abrir una instancia que no es necesariamente racional ni epistémica y que permite el despliegue de todas las contradicciones, todas las preguntas, todas las puestas a prueba del ser (tiempo de comprender) cuya culminación es dada por la conclusión de ese proceso responsivo y tiene como consecuencia de la toma de posición, en verdad un cambio de posición a partir del cual el sujeto ya no es el mismo: se trata del acto subjetivo (momento de concluir). Acá quiero hablar de ese tiempo, mi tiempo para comprender que no es bandera ni es disculpa es simple tránsito que explica desde dónde hablo, es un tiempo no cronológico y absolutamente singular, acaso innecesariamente expuesto, pero seguramente diferente de señalar una identidad que me resulta por demás de compleja. No me erijo en una postura, doy un mero testimonio de por dónde pasa mi pensamiento. El asunto del discurso de género me interpela desde las primeras veces que me he topado con él. En general todos los discursos en tanto tales me generan preguntas, como sujeto y como individuo pensante. Como sujeto en tanto que impactan en esto que, como otros, trato de asumir, que es el deseo. Como individuo en la medida en que reclaman mi posicionamiento, mi grado de adherencia o desadherencia “yoica”. Me hubiera resultado embarazoso aunque honesto simplemente afirmar que no me considero feminista, pero en vistas de lo que vengo analizando, con eso no alcanza. Porque tampoco soy ni seré jamás una detractora de las voces populares y ni que hablar si éstas se alzan en defensa de aquellos que sufren. La primera medida siempre es el respeto, porque si una voz se levanta en masa es porque hay miles de individuos que solos no pueden hacerse oír. Entonces reivindico la lucha de las mujeres demorando mi posicionamiento respecto de la identidad feminista. Y, ¿por qué? Porque aún no he resuelto qué es la feminidad para mí y dejo abierto ese interrogante. Demoro mi momento de concluir, no renunció a las identidades, me tomo el tiempo para construirlas frente a un relato que se muestra, justificadamente, con las insignias de lo concluido. Me abstengo de pronunciar en voz alta si la feminidad es o no es lo que el feminismo promueve y simplemente PORQUE AÚN NO LO SÉ. Si es que algún día llegue a saberlo. No se trata de un resguardo narcisista, acaso lo haya sido en otro momento, pero como no me conformo fácil con ninguna postura asumida y tengo siempre abierta la revisión de mis opiniones, lo más parecido a una posición que hoy puedo dar, desde mi más cruda honestidad es: me estoy tomando el tiempo. El tiempo que tomo es el tiempo de comprender, hoy mismo sin ir más lejos, cuando la radio me hacía saber de la terrible historia de “la Pepa Gaitán”, asesinada en Córdoba por su padrastro y de Higui, una chica gay que está detenida desde octubre de 2016 por defenderse de un ataque sexual. Un instante de ver que me pone frente al ofrecimiento cosificante de aquellas mujeres que portan carteles perversos me pone a revisar un posicionamiento anterior; otro nuevo instante de ver, esta vez el sufrimiento de estas mencionadas chicas y la lucha de quienes reivindican y pelean por ellas me sitúa frente a otro tiempo. Necesito tomarme el tiempo. Acaso en un futuro cercano pueda definir una posición, tal vez más adelante me cuestione otras afirmaciones. Pero de ningún modo podré decir que no me tomé el tiempo responsable de pensar. Tiempo al que invito a quienes me leen, si es que alguien lo hace. Advertida como estoy de que la neurosis pretende arrancarle a la lógica subjetiva el tiempo de comprender[5], promoviendo una instantánea y reactiva conclusión luego del instante de ver, me dedico, me obstino, me obligo a la pausa que habilita el despliegue de las preguntas que me hago y que dirijo a otros. Con todas mis contradicciones, con todos los laberínticos caminos de mis sentimientos y de mis vicisitudes sexuadas. Me voy a dar siempre el tiempo de comprender, pero sin dejar de reivindicar la lucha de quienes ya han tomado su posición y con valentía cruzan las calles en reclamo de justicia. Porque no me conformo con el alma bella de la ignorancia sobre mi responsabilidad siempre voy a inaugurar nuevas preguntas allí donde se me inste a dar una respuesta y porque esa respuesta de la que soy absolutamente responsable jamás se confundirá con la indiferencia negligente y o la acción perversa.
[1] De todas las versiones de “desmentida” la de Mirta Goldstein me parece brillante: “Desmentir alude a la operación psíquica inconciente que sostiene con una creencia irreductible un engaño de la percepción y la conciencia; mientras una parte del yo sabe del engaño, la otra no quiere reconocerlo (…) La desmentida conserva un saber sobre el engaño y un descreimiento respecto del mismo, pero sobre todo está al servicio de desconocer el dolor psíquico (…) En los casos en que la desmentida no cae bajo los efectos de la represión [se refiere al mecanismo como fundante del aparato psíquico y que habrá de abandonarse luego] el sujeto sueña, se levanta y pega a su mujer. No sólo está convencido de que ella lo atacó, menospreció o indiferenció de algún modo, sino que además el menosprecio a la castración lo llena de odio.”
[2] Alude al conflicto psíquico, entendido como corrientes opuestas y en pugna por ganarse un lugar en el accionar conciente. También como conflicto ideológico o identitario: un sector de la subjetividad brega por satisfacer un impulso (pulsión) y el otro empuja para satisfacer su contrario. El camino más común es el patológico: Inhibición, síntoma o angustia. Aunque hay otras salidas, y cuestan mucho trabajo. El psicoanálisis se erige como una salida posible, aunque no garantida.
[3] “Que se diga queda olvidado tras lo que se dice en lo que se escucha-entiende”, refería Lacan en el Atolondradicho, señalando que tras el mensaje queda disimulada la responsabilidad de quien lo emite.
[4] El concepto proviene de texto de Jaques Lacan: “El tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada. Un nuevo sofisma”.
[5] Acerca de una idea extraída del libro de Eduardo Urbaj: “El manejo de la transferencia”.