martes, 11 de septiembre de 2018

No toda advertencia es spoiler: la perversión como oferta de entretenimiento.



¿Han visto las series de Netflix últimamente? A mí me ha llamado la atención el uso, casi exclusivo, del recurso de la perversión. Me gustaría decir que hay una especie de perversión como lenguaje, pero sería caer en una imprecisión conceptual pensar algo parecido a un discurso perverso. No hará falta, en todo caso, entrar a deslindar de entre los discursos que Lacan nos ha legado la posibilidad de dar cuenta de un discurso perverso, si lo hubiera, porque tampoco es el caso de lo que intento transmitir. Justamente no es a nivel de un discurso posible donde se halla el horror sino a la altura de  una mirada sobre el espectador, una mirada que goza viéndonos gozar del espanto. ¿Por qué?
“¿Por qué me hacen esto?”, es un pensamiento que vino a mi mente cuando detuve para siempre el primer capítulo de la ¿primera temporada? (nunca llegué a saberlo) de una serie llamada “The Alienist”. En dicha primera entrega vemos a un especialista, cuya especialidad no terminé de averiguar dada mi interrupción, pero de quien podemos deducir, por el título de la serie, que se trata de alguien dedicado a la salud mental. Lo vemos al joven añejado (acaso como eran los jóvenes muchachos allá por los finales del siglo XIX) pasearse por un instituto de niños, lo cual nos deja suponer por esas imágenes y algunos diálogos, que se trata de un doctor que dedica su esmero al espectro infantil. Otros rasgos y diálogos permiten suponer que dicho empeño es psicológico. Y sí, tampoco me dediqué a investigar más, es que conservo el enojo anunciado por aquél pensamiento. Pero es también en el primer capítulo donde vemos acudir raudamente a la escena de un crimen a un dibujante experto y por pedido del mismo doctor,  quien desea tener rasgo a rasgo las imágenes retratadas por este artista. ¿Imágenes de qué? De un terrible crimen que acaba de descubrirse  en los restos de un cadáver hallado en un puente. Las situaciones que presagian el encuentro del dibujante con la escena del crimen nos permiten colegir que semejante atrocidad sería algo  horroroso de ver. El que avisa no traiciona, dicen en el barrio, y te van avisando. Los diálogos entre el dibujante y los policías que custodian la escena del crimen van deslizándose entre anotaciones y descripciones de aquello que va a verse pronto y en primer plano: se trata de un cadáver, de un niño, o de una niña, no se sabe… hubo un testigo, se trata de otro niño, el que ha hallado el cadáver por accidente y  por cuyo balbuceo sólo alcanza a proferir “¿Por qué el niño estaba vestido de niña?”. Luego, comentarios acerca de algo sobre la cuenca de los ojos, o acerca de las órbitas, y una mutilación … “¡Basta para mí, basta para todos!” como decíamos en el tutti frutti en los años de infancia. Dispénsenme, necesito un refugio ante tanto horror, por ahora verbal. Entonces tenemos la escena en la que el dibujante por fin se conquista el permiso de los oficiales para ver de cerca el cadáver cuyo pedido de retrato había recibido. Y acá viene el asunto: la cámara se acerca, y se acerca más y se acerca más y más y más hasta que no lo podés creer y todo en una cuestión de minutos, es decir, tal vez fueron segundos pero, ¿quién le toma el tiempo al espanto?  Como sea, se trata de la eternidad del tormento en que el espectador no puede sino quedar ahí, simplemente gozado en su propio horror por lo que ve. No me hizo falta ver nada, la descripción era elocuente así que puse mi rostro entre las manos y afortunadamente no alcancé a ver nada, pero por la hendija de mis dedos llegué a avizorar los contornos de la pantalla mientras el acercamiento de la cámara me iba indignando más y más, al tiempo en que mi pensamiento se escandalizaba con la frase que encabeza este párrafo: “’¿Por qué me hacen esto?” Decidí que era suficiente para mí cuando, no conformes con exponer al espectador al horror, en una escena más tarde, se vuelve sobre la misma imagen, esta vez en el dibujo del artista encargado, y otra vez el espectador frente a la miseria humana del horror y el espanto. Porque no se trata solo se muertes y de monstruos, se trata de un humano infringiendo sufrimiento a otro humano, un humano martirizado que además es niño y que, te dejan saber, era prostituido. Listo. Cerré mi computadora, porque eso hacen las personas cuando tienen la posibilidad de zafarse del Otro gozador: huir. “¿Quieren contarme algo más?” pensé en una interpelación imaginaria a los genios realizadores. No creo, porque no parecía estar precisamente al nivel del relato lo que fuera que querían ofrecer, más bien parecía estar al nivel de la mirada y a la orden del imperativo categórico del “¡Goza!” que, sabemos, es sadiano. Bueno, no cuenten conmigo.
Lo que me indignó luego, casi inmediatamente, fue la idea de que ahí, del otro lado de la pantalla, hay un director que goza poniendo nuestro ojo frente a semejante aberración. Es la mirada que nos ve sin que la veamos, el objeto del que goza esa mirada es nuestro siniestro espanto. Todavía me inquieta mi propia reflexión al respecto y la pregunta que, ahora sé, sí tiene respuesta. “¿Por qué me hacen esto?” se responde en su propia formulación: lo que sea que estén buscando es hacer-me en tanto espectador: gozar de mi horror, horror que me somete al sufrimiento y… ¿Y ellos? Ellos allá, tocándote el morbo cual si fuera nuestro ojo el culo al que se atreven sin consultarnos levantando nuestra falda, desgarrándonos el alma. 
Convengamos que últimamente los realizadores, la mayoría de ellos norteamericanos, parecen tener un fetiche con los crímenes en serie, mejor si estos son sexuales, vejaciones, torturas… Ninguna novedad desde hace décadas. Tal vez sea la oferta masiva que implica Nétflix, pero no me conforma esa respuesta. Sin embargo, más allá del tema recurrente, casi masturbatorio, esa fascinación oligofrénica con el argumento del criminal psicopático, lo que me interroga (preguntarse por el deseo del otro nos neurotiza, a dios gracias) no es la temática sino el modo voyeurista en que se lleva a cabo. Tampoco voy a señalar con mi dedo a la causa que orienta la elección de los temas, pues sabemos por Lacan que el fantasma neurótico es perverso, nada que decir de eso. Pero mi inquietud (similar a la de aquél paciente de Freud que salta del diván, desorganizado de emoción, al relatar “el tormento de las ratas”) no es la de tratar de entender la fascinación de los espectadores por la psicopatía criminal extrapolada a la televisión sino, al igual que el pobre “Hombre de las ratas” lo que me perturba es el instante en que mi ojo queda, como las orejas de aquél, a merced de un goce perverso. Porque, claramente, para el desarrollo de algunos argumentos no es posible dispensar al espectador (o al analizante) de “cierta pintura de los detalles”, pero lo que excede el nivel del argumento corre por cuenta del goce, porque no había ninguna necesidad de poner en pantalla un minuto de aberración (con todo el peso del minuto en la pantalla).
Quisiera comparar esta experiencia con la de cierta serie famosa llamada “13 razones de por qué” en su segunda temporada. Estoy a punto de hacer un alerta spoiler, qué ironía… ¡Nosotros tenemos que alertar al lector! ¿Es en serio? Es decir, ¿nosotros, los espectadores,  tenemos que asegurarle al futuro potencial espectador que no hallará una objeción a su futuro entretenimiento? ¿Qué estamos haciendo con la ética del buen gusto? Disculpen mi enojo, pero yo no pienso hacer ninguna alerta spoiler, voy a hacer una alerta que me habría gustado tener para evitarme el trago amargo (o el palo en el orto, si les gusta el disfemismo) de tener que aguantarme varias veces la imagen de una violación en tiempo real. Porque, sabrán, la escena traumática pide repetición: podés verla una vez, pero eso… insistirá. “Gracias a tu encargue no podré dormir unos cuantos días” le dice el dibujante a su doctorcito respecto de su pedido en la serie que mencionaba antes… Eso vuelve. El Ello compele a la repetición y su abogado, el Superyó, está atento a la corte de apelaciones. ¿Se dieron cuenta? Tal vez no, porque para leer hay que tomarse un trabajo, pero para tomarse un trago a la fuerza sólo hace falta tener un agujero en la cara, o en cualquier otro lado donde se puedan meter cosas sin consentimiento. Listo, se los dije. Perdonen los fanáticos de Nétflix. Pero tengo unos cuantos asuntos más interesantes en qué pensar que el de velar por los intereses del factor sorpresa y, en cuanto a los efectos traumáticos de ser espectador, habrá quienes tal vez me lo agradecerán. Porque una verdadera alerta es la que amortigua el impacto de un acontecimiento para que no sea traumático, para que el psiquismo se prepare, en cuyo caso quedará a merced de algo difícil, pero no traumático. Y aquí vale una diferencia: por un lado, creo que la escena de “13 razones” tiene un sentido, se está contando algo, genera un efecto, está enmarcada en un relato y es coherente con él. Sigo pensando en que vale la pena, de todos modos, que nos interroguemos acerca de ese “vale todo” que parece inspirar a los estómagos de ciertos realizadores quienes, muchas veces, más que con la imaginación pareciera que crean con las vísceras, so pretexto de que ellos desean “trasmitir un mensaje efectivo”. Lo que no parece que indagaran demasiado es el modo en que eso que transmiten llega del otro lado, a la fuerza, como una violación. Me recuerda a la propaganda de la anorexia que hasta hace pocos años “adornaba” la Avenida Lugones. No, no me equivoqué, dije propaganda con toda intención. Porque, hablando de intenciones, la de aquella campaña era supuestamente la de alertar acerca de los peligros de la anorexia y el medio elegido era la exposición de la imagen del cadáver viviente de una jovencita. Sí, la intención era buena, pero ya sabemos que las intenciones buenas adoquinan el derrotero del infierno. Sin embargo, más allá de esta otra vuelta de indignación que se apodera de mi prosa, debo decir que, así y todo, la escena de violación de “13 razones” tenía un marco y una justificación y, por si al espectador no le quedaba claro, estremecido como quedaba al terminar la serie, una especie de programa especial ofrecía un debate tras el último capítulo: Gracias por educarnos EEUU… te amamos. Pero en el caso de “The Alienist” lo que me estremece no es el crimen que da comienzo a una narrativa de la que no me interesó participar (rectifico: me hicieron desistir de participar cuando me hicieron advertir que lo que estuviera a nivel del relato no valía tanta mierda). Lo que me estremece es haber captado la intención de gozar de mi ojo del director cuando me vi captada por su oferta visual, viéndome captada allí a su vez lo capté. ¿Cazador cazado? ¡Qué sé yo! No creo que tanto, pero una cosa sí digo: seguiré viendo Nétflix, acaso con mi rostro entre las manos, pero a los que están del otro lado de la pantalla, creadores geniales, quiero que sepan…
…nosotros también los estamos viendo.