¿Han visto las
series de Netflix últimamente? A mí me ha llamado la atención el uso, casi
exclusivo, del recurso de la perversión. Me gustaría decir que hay una especie
de perversión como lenguaje, pero sería caer en una imprecisión conceptual pensar
algo parecido a un discurso perverso. No hará falta, en todo caso, entrar a
deslindar de entre los discursos que Lacan nos ha legado la posibilidad de dar
cuenta de un discurso perverso, si lo hubiera, porque tampoco es el caso de lo
que intento transmitir. Justamente no es a nivel de un discurso posible donde
se halla el horror sino a la altura de una mirada sobre el espectador, una mirada que
goza viéndonos gozar del espanto. ¿Por qué?
“¿Por qué me
hacen esto?”, es un pensamiento que vino a mi mente cuando detuve para siempre
el primer capítulo de la ¿primera temporada? (nunca llegué a saberlo) de una
serie llamada “The Alienist”. En dicha primera entrega vemos a un especialista,
cuya especialidad no terminé de averiguar dada mi interrupción, pero de quien podemos deducir, por el título de la serie, que se trata de alguien dedicado a la salud mental. Lo
vemos al joven añejado (acaso como eran los jóvenes muchachos allá por los finales del
siglo XIX) pasearse por un instituto de niños, lo cual nos deja suponer por
esas imágenes y algunos diálogos, que se trata de un doctor que dedica su
esmero al espectro infantil. Otros rasgos y diálogos permiten suponer que dicho
empeño es psicológico. Y sí, tampoco me dediqué a investigar más, es que
conservo el enojo anunciado por aquél pensamiento. Pero es también en el primer
capítulo donde vemos acudir raudamente a la escena de un crimen a un dibujante
experto y por pedido del mismo doctor, quien
desea tener rasgo a rasgo las imágenes retratadas por este artista. ¿Imágenes de
qué? De un terrible crimen que acaba de descubrirse en los restos de un cadáver hallado en un
puente. Las situaciones que presagian el encuentro del dibujante con la escena
del crimen nos permiten colegir que semejante atrocidad sería algo horroroso de ver. El que avisa no traiciona,
dicen en el barrio, y te van avisando. Los diálogos entre el dibujante y los
policías que custodian la escena del crimen van deslizándose entre anotaciones
y descripciones de aquello que va a verse pronto y en primer plano: se trata de
un cadáver, de un niño, o de una niña, no se sabe… hubo un testigo, se trata de
otro niño, el que ha hallado el cadáver por accidente y por cuyo balbuceo sólo alcanza a proferir “¿Por
qué el niño estaba vestido de niña?”. Luego, comentarios acerca de algo sobre la cuenca de los ojos,
o acerca de las órbitas, y una mutilación … “¡Basta para mí, basta para todos!”
como decíamos en el tutti frutti en los años de infancia. Dispénsenme, necesito
un refugio ante tanto horror, por ahora verbal. Entonces tenemos la escena en
la que el dibujante por fin se conquista el permiso de los oficiales para ver
de cerca el cadáver cuyo pedido de retrato había recibido. Y acá viene el
asunto: la cámara se acerca, y se acerca más y se acerca más y más y más hasta
que no lo podés creer y todo en una cuestión de minutos, es decir, tal vez
fueron segundos pero, ¿quién le toma el tiempo al espanto? Como sea, se trata de la eternidad del tormento
en que el espectador no puede sino quedar ahí, simplemente gozado en su propio
horror por lo que ve. No me hizo falta ver nada, la descripción era elocuente
así que puse mi rostro entre las manos y afortunadamente no alcancé a ver nada,
pero por la hendija de mis dedos llegué a avizorar los contornos de la pantalla
mientras el acercamiento de la cámara me iba indignando más y más, al tiempo en
que mi pensamiento se escandalizaba con la frase que encabeza este párrafo: “’¿Por
qué me hacen esto?” Decidí que era suficiente para mí cuando, no conformes con
exponer al espectador al horror, en una escena más tarde, se vuelve sobre la
misma imagen, esta vez en el dibujo del artista encargado, y otra vez el
espectador frente a la miseria humana del horror y el espanto. Porque no se
trata solo se muertes y de monstruos, se trata de un humano infringiendo
sufrimiento a otro humano, un humano martirizado que además es niño y que, te
dejan saber, era prostituido. Listo. Cerré mi computadora, porque eso hacen las
personas cuando tienen la posibilidad de zafarse del Otro gozador: huir. “¿Quieren
contarme algo más?” pensé en una interpelación imaginaria a los genios
realizadores. No creo, porque no parecía estar precisamente al nivel del relato
lo que fuera que querían ofrecer, más bien parecía estar al nivel de la mirada
y a la orden del imperativo categórico del “¡Goza!” que, sabemos, es sadiano. Bueno,
no cuenten conmigo.
Lo que me
indignó luego, casi inmediatamente, fue la idea de que ahí, del otro lado de la
pantalla, hay un director que goza poniendo nuestro ojo frente a semejante
aberración. Es la mirada que nos ve sin que la veamos, el objeto del que goza
esa mirada es nuestro siniestro espanto. Todavía me inquieta mi propia
reflexión al respecto y la pregunta que, ahora sé, sí tiene respuesta. “¿Por
qué me hacen esto?” se responde en su propia formulación: lo que sea que estén
buscando es hacer-me en tanto espectador: gozar de mi horror, horror que me
somete al sufrimiento y… ¿Y ellos? Ellos allá, tocándote el morbo cual si fuera nuestro ojo el culo al que se atreven sin consultarnos levantando nuestra falda, desgarrándonos el alma.
Convengamos que
últimamente los realizadores, la mayoría de ellos norteamericanos, parecen
tener un fetiche con los crímenes en serie, mejor si estos son sexuales, vejaciones, torturas… Ninguna novedad desde hace décadas. Tal vez sea la oferta masiva
que implica Nétflix, pero no me conforma esa respuesta. Sin embargo, más allá
del tema recurrente, casi masturbatorio, esa fascinación oligofrénica con el
argumento del criminal psicopático, lo que me interroga (preguntarse por el
deseo del otro nos neurotiza, a dios gracias) no es la temática sino el modo
voyeurista en que se lleva a cabo. Tampoco voy a señalar con mi dedo a la causa
que orienta la elección de los temas, pues sabemos por Lacan que el fantasma
neurótico es perverso, nada que decir de eso. Pero mi inquietud (similar a la
de aquél paciente de Freud que salta del diván, desorganizado de emoción, al
relatar “el tormento de las ratas”) no es la de tratar de entender la
fascinación de los espectadores por la psicopatía criminal extrapolada a la
televisión sino, al igual que el pobre “Hombre de las ratas” lo que me perturba
es el instante en que mi ojo queda, como las orejas de aquél, a merced de un
goce perverso. Porque, claramente, para el desarrollo de algunos argumentos no
es posible dispensar al espectador (o al analizante) de “cierta pintura de los
detalles”, pero lo que excede el nivel del argumento corre por cuenta del goce,
porque no había ninguna necesidad de poner en pantalla un minuto de aberración
(con todo el peso del minuto en la pantalla).
Quisiera comparar
esta experiencia con la de cierta serie famosa llamada “13 razones de por qué”
en su segunda temporada. Estoy a punto de hacer un alerta spoiler, qué ironía…
¡Nosotros tenemos que alertar al lector! ¿Es en serio? Es decir, ¿nosotros, los
espectadores, tenemos que asegurarle al
futuro potencial espectador que no hallará una objeción a su futuro
entretenimiento? ¿Qué estamos haciendo con la ética del buen gusto? Disculpen
mi enojo, pero yo no pienso hacer ninguna alerta spoiler, voy a hacer una alerta
que me habría gustado tener para evitarme el trago amargo (o el palo en el
orto, si les gusta el disfemismo) de tener que aguantarme varias veces la
imagen de una violación en tiempo real. Porque, sabrán, la escena traumática
pide repetición: podés verla una vez, pero eso… insistirá. “Gracias a tu encargue
no podré dormir unos cuantos días” le dice el dibujante a su doctorcito respecto
de su pedido en la serie que mencionaba antes… Eso vuelve. El Ello compele a
la repetición y su abogado, el Superyó, está atento a la corte de apelaciones. ¿Se
dieron cuenta? Tal vez no, porque para leer hay que tomarse un trabajo, pero para
tomarse un trago a la fuerza sólo hace falta tener un agujero en la cara, o en
cualquier otro lado donde se puedan meter cosas sin consentimiento. Listo, se
los dije. Perdonen los fanáticos de Nétflix. Pero tengo unos cuantos asuntos
más interesantes en qué pensar que el de velar por los intereses del factor
sorpresa y, en cuanto a los efectos traumáticos de ser espectador, habrá
quienes tal vez me lo agradecerán. Porque una verdadera alerta es la que
amortigua el impacto de un acontecimiento para que no sea traumático, para que
el psiquismo se prepare, en cuyo caso quedará a merced de algo difícil, pero no
traumático. Y aquí vale una diferencia: por un lado, creo que la escena de “13
razones” tiene un sentido, se está contando algo, genera un efecto, está
enmarcada en un relato y es coherente con él. Sigo pensando en que vale la
pena, de todos modos, que nos interroguemos acerca de ese “vale todo” que
parece inspirar a los estómagos de ciertos realizadores quienes, muchas veces,
más que con la imaginación pareciera que crean con las vísceras, so pretexto de
que ellos desean “trasmitir un mensaje efectivo”. Lo que no parece que
indagaran demasiado es el modo en que eso que transmiten llega del otro lado, a
la fuerza, como una violación. Me recuerda a la propaganda de la anorexia que
hasta hace pocos años “adornaba” la Avenida Lugones. No, no me equivoqué, dije
propaganda con toda intención. Porque, hablando de intenciones, la de aquella
campaña era supuestamente la de alertar acerca de los peligros de la anorexia y
el medio elegido era la exposición de la imagen del cadáver viviente de una jovencita. Sí,
la intención era buena, pero ya sabemos que las intenciones buenas adoquinan el
derrotero del infierno. Sin embargo, más allá de esta otra vuelta de indignación
que se apodera de mi prosa, debo decir que, así y todo, la escena de violación
de “13 razones” tenía un marco y una justificación y, por si al espectador no
le quedaba claro, estremecido como quedaba al terminar la serie, una especie de
programa especial ofrecía un debate tras el último capítulo: Gracias por
educarnos EEUU… te amamos. Pero en el caso de “The Alienist” lo que me
estremece no es el crimen que da comienzo a una narrativa de la que no me
interesó participar (rectifico: me hicieron desistir de participar cuando me
hicieron advertir que lo que estuviera a nivel del relato no valía tanta
mierda). Lo que me estremece es haber captado la intención de gozar de mi ojo
del director cuando me vi captada por su oferta visual, viéndome captada allí a
su vez lo capté. ¿Cazador cazado? ¡Qué sé yo! No creo que tanto, pero una cosa
sí digo: seguiré viendo Nétflix, acaso con mi rostro entre las manos, pero a
los que están del otro lado de la pantalla, creadores geniales, quiero que
sepan…
…nosotros también los estamos
viendo.