lunes, 30 de octubre de 2017

Comentario sobre El Cisne Negro: acerca del desencadenamiento de la psicosis.

“Todos conocemos la historia: chica virginal, pura y dulce, atrapada en el cuerpo de un cisne; ella desea la libertad pero sólo el verdadero amor puede romper el hechizo.  Casi se le otorga su deseo en la forma de un príncipe, pero antes de que pueda declararle su amor, su hermana gemela, lujuriosa, el Cisne Negro, lo engaña y lo seduce. Desconsolada, el Cisne Blanco salta desde un acantilado, se mata y, en la muerte, encuentra la libertad.”   Así empieza su alocución el director de la compañía de ballet, Thomas Leroy, frente a los bailarines con quienes realizará una nueva versión de El Lago de los Cisnes. Para esta versión el director  se lanza a la búsqueda de una protagonista que pueda interpretar ambos roles: el Cisne Blanco y el Cisne Negro. Esta es una de las primeras escenas del Film El Cisne Negro, de Darren Aronofsky (2010). Cuenta la historia de Nina Sayers, una bailarina abnegada que vivirá en su propia carne la lucha entre los cisnes de la legendaria pieza de ballet. Por si acaso el espectador no ha tenido contacto con el argumento de dicha obra, se lo pone en conocimiento a través de la breve sinopsis así enunciada. Este relato trágico será el que el que le toque interpretar a Nina, el personaje interpretado por Natalie Portman. “Todos conocemos la historia” dice Leroy, pero lo que nadie conoce es el modo fatal en que Nina encarnará la lucha entre los dos cisnes, más allá de lo literal, donde lo que está en juego no es el amor de un príncipe sino la puja por una libertad desplegada en el propio ser.
Nina es perfecta para el papel del Cisne Blanco, como le dice el director: pura, virginal, frágil; la “dulce niña de mamá”, como la nombra su madre cuyo estrago voraz es sugerido desde las primeras escenas y a lo largo de todo el film durante el cual vemos cómo se confunden el deseo de esta madre (una bailarina frustrada) con el objetivo perseguido por Nina al punto de su ofrecimiento sacrificial  para la interpretación perfecta.  Desde el comienzo del film encontramos a Nina expuesta a situaciones que revisten cierto enigma para el espectador, incógnitas que promueven en ella una cierta  perplejidad, pero estos fenómenos que cada vez más van adquiriendo carácter alucinatorio comienzan a hacerse frecuentes en el momento en que Nina recibe un llamado al que no puede responder. Esta demanda es sobre su sexualidad, se le pide que muestre al Cisne Negro, que encarne su sensualidad, que suelte el control, en otras palabras: que goce. Como respuesta a esta demanda que resulta enigmática aparecen casi al mismo tiempo las escenas junto a la doble, esa chica que, con su mismo rostro, se cruza en el andén del subterráneo y cuya sensualidad señala aquella que Nina no puede encontrar en sí misma sino a condición de verla reflejada: en la imagen de la otra,  en el espejo donde encuentra la leyenda “puta” como retorno absolutamente ajeno de la propia pulsión desanudada, acaso una especie de cartel a la orilla del camino[1] para quien no recorre el sendero subjetivo por la vía de la carretera principal. Así, frente a ese llamado enigmático comienza esa “proliferación imaginaria de modos de ser que son otras tantas relaciones con el otro con minúscula”[2] y que vemos acentuarse cada vez más alrededor de su compañera Lily, una bailarina simpática, atractiva, políticamente incorrecta que le servirá de doble y de cuya mano Nina recorrerá los caminos de un goce que se libera cada vez más y sin restricción. Nina se deja llevar lenta y luego vertiginosamente por el goce, allí donde antes no había ninguna pregunta acerca de él, un goce sexual ausente pero no reprimido sino mantenido a distancia del capullo[3] en que hasta ese momento se había guarecido su ser. El saldo de ese acceso al goce no es la culpa, no hay culpa en la estructura que no ha sido interdictada por la Ley del Padre. La castración aparece en lo real, en todas esos pequeños actos de mutilación que se van suscitando, donde como espectadores no sabemos hasta qué punto son reales o alucinados, donde en un mismo escenario se mezclan fenómenos verosímiles y otros de aspecto onírico y que, con magistral empeño, el director del film expone ante los ojos del espectador que deberá ser osado para resistir frente a la pantalla, por ejemplo,  el despellejamiento sangrante de los dedos, en una de esas escenas.
¿Qué impide a Nina hacer frente a ese llamado enigmático que atañe a su voluptuosidad? Es la falta de un significante primordial que, por su operatoria, ofrezca las coordenadas para asumir lo sexual como identidad, como lazo y como acceso al placer. El significante que polariza, organiza, distribuye. Donde ese significante falta el sujeto se las ingenia para paliar su ausencia, compensación del Edipo ausente que en Nina, tal vez, pueda situarse al nivel de “ser la bailarina de mamá”, la “dulce niña” (sweetheart, my sweet girl), su pequeño Cisne Blanco. Y todo funciona moderadamente bien (a no ser por todas esas escenas donde vemos a Nina frente a una madre a la que no es posible decir “no”); todo viene bien hasta que recibe ese llamado del Otro que le ordena que goce como una mujer fatal, que exige ese goce como algo que debiera encontrar en ella misma y mostrar. El Otro toma la iniciativa fundada en una actividad subjetiva[4], apelando en Nina a sus “bajos instintos”, pero Nina no sabe nada de eso. El director del ballet le ordena “¡Goza!” Y ella, ¿qué hará? Desdoblarse, porque para ser otra diferente del Cisne Blanco, algo que no tiene ningún lugar en la imagen de sí misma, tiene que ser literalmente otra. Cuando el director le ordena que goce ella no duda, no está debatiéndose en el fuero interno o con la dramática del conflicto neurótico, merced de una contradicción que acaso la enfrente a algo de sí misma que preferiría no asumir. Nina no duda, está perpleja. ¿Qué es eso que le demanda el director? No hay registro de eso. No tiene ninguna referencia, no hay para ella la ley que ordene y distribuya simbólicamente. Lo sexual para Nina no está simbolizado, y como todo lo que no está simbolizado pero que no obstante tiene existencia, retornará allí donde fue arrojado y volviéndose alucinación. Como no hay referencias irá a buscar ese goce en la otra, su semejante, Lily,  casualmente aquella a quien el director señala como la que goza, la que sí puede hacerlo, la que sabe y por cuyo rodeo Nina tratará de encontrar el goce haciéndola su alter-ego. Si Nina fuera histérica habría hecho otra cosa, tal vez reivindicar ensuciando la reputación de su compañera, habría tejido un drama de celos, tal vez habría iniciado una competencia o un intento de seducción, habría armado un alboroto más o menos escandaloso (como lo hace el personaje de Winona Ryder, la bailarina añosa caída en desgracia). Quién sabe... Pero Nina no tiene esos recursos a disposición. Ella va en busca de su compañera, siguiendo el camino señalado por el Otro,  pero viviendo esa proximidad como una persecución. La hará su doble y sólo por intermedio de su semejante, que es ella misma, se entregará a una voluptuosidad que le es literalmente ajena. Entonces tendrá lugar la escena homosexual y la experiencia de goce en un encuentro con su partenaire que es ella misma desdoblada y que, en la cima del exceso, toca los márgenes del incesto cuando, al recibir sexo oral, vuelve en sí con la imagen acústica del llamado de su madre: sweetheart.  Esa experiencia de goce, más allá del límite, tendrá su consecuencia. Pero, como sabemos, no es del orden de la culpa ni del autorreproche para una estructura que no ha sido interdictada por la Ley del Padre. No hay límite que ponga coto a la pulsión desatada, no hay castración simbólica sino que ésta le retorna en lo real, en todos esos pequeños actos de mutilación que padece alucinatoriamente cada vez con más frecuencia, sobre todo en sus dedos. Cortes en el cuerpo cada vez más reiterados a medida que ese goce ya no está mantenido a “sana distancia” como hasta ahora había estado.  Cuando el Otro toma la iniciativa eso se desencadena y ya no hay cómo arreglárselas allí. ¿Entonces no hubo goce para Nina hasta ese momento? Claro que lo hubo, en esa madre que goza de su cuerpo como si nunca hubiera sido separado del suyo, ese cuerpo acariciado, vestido, vigilado, desnudado por la madre. Un cuerpo absolutamente gozado por la madre, patrimonio materno, sólo ofrecido al uso subjetivo para la danza, terreno donde se desencadena la psicosis en el momento en que se le exige que goce de otro modo que el de “la bailarina de mamá”. No hubo para esa niña la separación simbólica respecto de esa madre, no pudo sustraerse de ese goce feroz, no funcionó para esa boca cocodrilezca el palo que impida que se cierre repentinamente dejándola presa; no bastan todos los palos y taburetes que la joven coloca tras las puertas  para impedir que, al otro lado, la madre arrase con su intimidad. Y cuando por fin se sustrae de ese goce materno, cuando logra decir “no”, cuando por fin encuentra la libertad, será faltándole al Otro en lo real, como el Cisne Blanco, que se dirige hacia la muerte realizando por fin su deseo trágico de liberación.
El Otro dijo “¡Goza!” y ella obedece sin el amparo de un “sentido común”, fálico, que le indique que ese goce debía quedar en el terreno de lo sensual y parcial, de lo metafórico. Nina responde ese llamado, al principio con su perplejidad, luego explorando el enigma de la sensualidad en el más absoluto desamparo significante, sólo con el recurso de esa otra que es ella misma desdoblada y a través de quien puede alcanzar la voluptuosidad del Cisne Negro tan ajeno mientras ella sólo puede reconocerse como una frágil bailarina. (“¿Quién eres?”, le pregunta un muchacho cuya compañía se canjea a través de la otra. “Soy una bailarina”, responde Nina, apelando a la única imagen de sí misma que tiene disponible). El Otro ha ordenado el goce y cada vez más la joven suelta el control que la tiene sujetada a la dulce niña de mamá; con cada acto en que roza la concupiscencia le sucede un pequeño acto de corte como el límite que retorna desde lo real  frente una pulsión que arremete y la expone al desborde. Y eso, finalmente, se desborda: se desencadena un goce por el que queda absolutamente tomada, se echa a andar sin freno una pulsión que ya no tiene cómo reintegrarse. La pulsión de muerte  ha tomado todo el cauce pulsional, goce irrestricto propio de un más allá donde el límite, que no es del orden de lo prohibido, llega demasiado tarde atravesando lo imposible.
Es el turno del Cisne Negro para que haga su entrada triunfal. La experiencia de ese más allá ha dejado al Cisne Blanco vencido, truncado como la imagen de la pequeña bailarina de cerámica que danza en la cajita de música cuando Nina abandona la casa materna para cumplir su destino. La metamorfosis ha comenzado sin que pueda darse marcha atrás, pero todavía queda pendiente al triunfo final del Cisne Negro sobre el Blanco, como lo predestina la tragedia. Nina está entregada al desenfado sin límite cuando la vemos llegar el día del estreno, dispuesta a que nada se interponga en su camino (ni siquiera su madre a la que se arranca de encima hiriéndola violentamente). El director la ve, fascinado, seducido,  y le impone “Sigue gozando” cuando le indica: “La única que se interpone en tu camino eres tú misma. Es tiempo de dejarla ir: suéltate” (en verdad es piérdete atendiendo a una traducción exacta del lose yourself pronunciado por Leroy). Pero no hay sanción metafórica para ese imperativo en quien se ha dispuesto a obedecer sin objeciones. Entonces Nina, habitada ya por un empuje al goce que no puede dominar y del que no tiene cómo apropiarse a excepción de desdoblarse, asume el lugar de la otra, la rival, aniquilando ese sí misma que había sido hecho a imagen y semejanza de una pureza entregada como sacrificio al deseo materno;  esa “dulce niña” tan perfecta y pura, ideal para encarnar al Cisne Blanco y que debe morir con acuerdo a la tragedia por causa del Cisne Negro victorioso. Entonces todo se precipita como en un sueño, donde la realidad y lo imposible se mezclan sin fronteras. Tiene lugar la escena del camerino donde se desata la batalla, cuerpo a cuerpo, entre el Cisne Blanco, que es Nina, y su alter-ego, el Cisne Negro, representado por Lily. Allí la escena no distingue fronteras entre la vigilia y el sueño, se mezclan lo verosímil y lo onírico por obra del ingenio asombroso del director que permite al espectador acceder a la experiencia vertiginosa de una personalidad repartida entre dos. El Cisne Blanco arremete contra el Negro haciéndola impactar contra un espejo que estalla en pedazos, una y otra combaten al grito de “¡Es mi turno!” hasta que, a punto de ser estrangulada, el Cisne Blanco le clava un pedazo de cristal del espejo roto en el abdomen al Cisne Negro. Pero es el pájaro negro quien toma la posta, apoderándose de Nina que hace su ingreso en el escenario vestida de oscuro plumaje. Despliega su danza triunfal deslumbrando a compañeros y espectadores,  gozando como un ave negra, desplegando en espectacular vuelo su seducción lujuriosa. La vemos moverse encarnada en el personaje, con un brillo sanguíneo en los ojos, con la lascividad de un hechizo sexual, con la experiencia de un goce imposible que la transforma en ave.  Extasiada de éxito en su danza voluptuosa Nina no tiene límites, sólo podrá encontrar su punto de basta donde el límite se toca con la muerte. Goza, como sólo es asequible pagando un precio, como ningún sujeto del lenguaje tiene permitido, a lo que ningún humano puede acceder: goza como un pájaro negro en el que se transforma alcanzando lo imposible. Ese acceso a lo imposible tendrá su precio, pero no es la culpa porque, desamarrada de la ley,  no tiene ese recurso. Sólo luego de haber alcanzado la cima de ese goce imposible Nina accede a la verdad, como Edipo que “ve lo que ha hecho”. Al igual que el Rey de Tebas, que accede a la visión imposible de sus propios ojos mutilados que yacen  en el suelo, Nina ve,  como tal, la verdad  por fin develada tras la concupiscencia última, la más extrema “no culpable sino fuera de los límites”[5]. Se ha herido de muerte en una batalla real contra sí misma, no se trata del estallido de un espejo que muestra la fractura de la imagen de sí sino del quiebre real del sí mismo caído por el destrozo de su ser. Al igual que Edipo, que tras haber accedido al goce puede  por fin ver su verdad y recibe así el castigo autoinfringido de la mutilación que lo dejará ciego, Nina ve su verdad en el precio que paga a ese acceso: su propia muerte, la que sólo puede asumir cuando se arranca del vientre el filo mortal de su propio espejo roto.


Bibliografía:
LACAN, J., (1981 [1955-56]). El Seminario, libro 3: Las Psicosis. Buenos Aires, Barcelona México, Paidós, 2007.
LACAN, J., (1962-1963). El Seminario, libro 10: La Angustia. Buenos Aires, Barcelona México, Paidós, 2012.
LACAN, J., (1975 [1969-70]). El Seminario, libro 17: El Reverso del Psicoanálisis. Buenos Aires, Barcelona México, Paidós, 2012.




[1] Lacan, Seminario 3, pág. 419. [Lacan utiliza esta metáfora sobre la carretera principal para dar cuenta de la diferencia entre la estructura psicótica y la neurótica. Dentro de la neurosis, estructura que debe entenderse más allá de los fenómenos y pensarse como una estructura discursiva, el sujeto experimenta los acontecimientos de su vida, de su realidad psíquica, de acuerdo a la interpretación que la significación fálica le facilita, dando sentido a sus vicisitudes, esto es "la carretera principal".(Cabe aclarar que el falo no es de níngún modo el pene sino un significante, es decir, una función simbólica. Tampoco debe confundírselo con una petición de principio ni con un ordenamiento social. El Falo es un significante que distribuye la paridad simbólica, por ejemplo, entre "sí" y "no". Para quienes gustan de arremeter contra el psicoanálisis adjudicándole un sesgo machista, les tocará entender que la función fálica habilita el ir más allá de ella también, un más allá donde lo femenino puede recorrer senderos no sujetos a la norma fálica, a la norma-macho). Los fenómenos de la vida cotidiana son comprendidos por el neurótico de acuerdo a la lógica fálica, también asimilable a lo que puede llamarse "sentido común fálico", edípico, que no garantiza felicidad ni pone a salvo del sufrimiento, pero donde lo inconciliable para el yo tiene el recurso de sucumbir a la represión o enfrentarse con otros mecanismos de defensa originariamente descritos por Freud gracias a la operatoria fundante del psiquismo donde lo inconciente y la vida conciente tienen una clara frontera que distingue la realidad de lo que no lo es, diferencia propia entre el estado del dormir y la vida de vigilia. El neurótico, "abonado al club del Edipo, recorre su vida por la carretera principal, no exenta de conflictos sino empedrada por la insatisfacción y pagando habitualmente el peaje de vivir con la castración y la culpa. En la psicosis la vida emprende un camino alternativo, profundamente singular, a la vera de la carretera principal, donde la realidad y la fantasía no tienen una frontera. Lo que ocurre así es que, frente a una coyuntura que exige del sujeto una interpretación, cuando se topa con la falta de ese significante primordial que funciona en la estructura sancionando la significación llamada "fálica", el sujeto experimenta fenómenos de franja, alucinaciones de diversa clase como testimonio de lo inasimilable para la estructura. Lo que no tiene lugar dentro del discurso aparece afuera, retorna como venido desde afuera, no tiene inscripción ni imagen dentro del sí mismo.]   
[2] Ídem, pág. 365. [El otro con minúscula, en francés autre, el la forma que usa Lacan para referirse al semejante, al par, en la vertiente imaginaria. El otro es la imagen del yo, es el yo en tanto encuentra en el otro el sí mismo frente al espejo. Diferente es el Otro con mayúscula que tiene una función simbólica en el psiquismo, función relacionada a la fundación de la subjetividad; el Otro es la alteridad más radical para el sujeto, su verdadera alteridad en tanto el otro con minúscula, en tanto imagen, participa de la dimensión del objeto (donde el yo es también un objeto imaginario, pasible de reflejo, de imagen) y es igual a decir "yo". En la neurosis y en la psicosis el otro (a) cumple la misma función pero el uso que hace el sujeto neurótico de esa función es diferente a la que hace el psicótico. La diferencia radica en que, mientras que el neurótico hace un uso fantasmático del otro, otorgándole lugar de objeto, de rival, de par; en la psicosis ese otro es utilizado alucinatoriamente, digamos que si el neurótico puede adjudicar al otro intencionalidades diversamente fantaseadas, el psicótico alucinará sus propias intenciones o las del semejante como ocurridas efectivamente.]
[3] Lacan. Seminario 3, pág. 360. [En la enseñanza lacaniana sostenemos la existencia de la estructura por encima del fenómeno o manifestación "sintomática". Así, la psicosis es desde siempre una estructura psíquica donde algo falta, pero el sujeto puede devenir clínicamente psicótico a partir de un determinado momento cuando una coyuntura lo enfrenta a esa falta que existió desde siempre. Mientras tanto ha sobrellevado su subjetividad protegido de esa falta, compensando esa falta a través de diversas acomodaciones. "Compensación imaginaria del Edipo ausente", lo denomina Lacan en el seminario 3. Una persona con estructura psicótica puede vivir toda una vida sin desencadenar una psicosis, esto es: llevar una vida sin "brotarse", sin hacer una proliferación clínica de los síntomas comúnmente denominados psicóticos. Por eso para la clínica psicoanalítica es fundamental esta diferencia y la distinción diagnóstica, pues entendemos que no alcanzan los fenómenos observables para el diagnóstico pues estos, por muy floridos que sean, no dicen en sí mismos a qué estructura pertenecen. Puede haber fenómenos de alucinación en la neurosis así como puede haber síntomas o "formas de capullo" en la psicosis que muchas veces recuerdan a la neurosis pero que no lo son. Testigos, muchas veces, los pacientes denominados "TOC" de acuerdo a otras orientaciones, que, en la clínica psicoanalítica, ameritan una escucha atenta para entender a qué obedecen las conductas compulsivas: ¿son del orden de lo reprimido o son del orden de una personalidad de capullo?]
[4] Ídem, pág. 275. ["El Otro toma la iniciativa", en una de las primeras formas que la enseñanza de Lacan conceptualiza la coyuntura que expone al sujeto a un desencadenamiento de la psicosis, algo que en la clínica de la salud mental comúnmente se denomina "brote". El Otro, esa alteridad radical, llama al sujeto, demanda algo y, en ausencia de una representación simbólica que diga qué es eso, se desatan los fenómenos elementales donde la alucinación es uno de sus más característicos, mas no el único."Eso" que demanda el Otro es comunmente algo que atañe a lo sexual y a las funciones subjetivas que se le relacionan.]
[5] Lacan. Seminario 10, Pág. 176. [La culpa, como sentimiento conciente o como afecto en la base de otros tantos modos de pacedimiento subjetivo es propio de la neurosis. "Abonados al Edipo", mito a través del cual Freud buscó describir la vivencia subjetiva de la neurosis,  los neuróticos tienen en su estructura una recurso para explicarse a sí mismos la sexualidad y las relaciones con el otro. Edipo es una forma de llamar al fantasma individual de cada neurótico, son las explicaciones fantaseadas que el neurótico le da a la realidad que vive junto al otro, realidad signada por un empuje sexual que llamamos pulsión y cuya satisfacción exige diversos modos de pagar un precio. Alli la culpa es un modo de poner límite a la satisfacción plena que, por otro lado, es imposible por estructura. Pero la satisfacción total de una pulsión es algo con lo que el neurótico fantasea, en ese fantasear experimentará esa imposibilidad de placer absoluto a través de diversas encrucijadas con el otro: frustración, castración, privación. Sin embargo, cuando el sujeto de la neurosis se acerca a un placer que se torna excesivo, aparece la culpa por la transgresión a la "Ley del Padre" que es otra forma conceptual de denominar al límite estructural de la satisfacción plena. Digamos que para ese límite el neurótico "se inventa un padre" que pone restricciones, que dice "esto no te es permitido", no debe confundirse esta función paterna, que es una función de la estructura, con un padre en la biografía de una persona. No es una función que se encarne en alguien, pero la persona neurótica irá adjudicando inconscientemente esa función a diversas personas donde el padre es, en el mejor de los casos, el más ofrecido a representar esa ley. La primera operatoria del "Significante Nombre del Padre" funciona en la madre del neonato, es el límite para ella, para que no goce demasiado de su cachorro, para que no lo devore, de allí la metáfora que usa Lacan donde otorga al padre la función de "palo" en la boca de la madre para que no devore a su cría.]