sábado, 8 de julio de 2017

Merlí: el inmoral.


No es simpático, o tal vez lo sea, pero en el fondo, Merlí es absolutamente detestable, aunque también encantador. Por momentos hasta es cínico, parece estar improvisando pero también nos deja imaginar que tiene un propósito para todo lo que hace. Y lo tiene: el de conmover. No en el sentido emotivo del término. Merlí conmueve todo lo que lo rodea, subvierte el orden de la realidad que toca, a quienes toca. Su objetivo es el de promover el cuestionamiento, pero no tiene ningún horizonte acerca del cual pretende que sus alumnos lleguen, no tiene un trazado pero sabe a dónde apunta: al corazón del ser, menos seguro de lo que es en tanto más está allí comprometido[1].
Merlí Bergerón es un profesor de secundaria en Barcelona, un personaje de ficción cuyo paso por la vida de un grupo de alumnos hace que la vida de estos ya no sea la misma. Imparte lecciones de filosofía, pero enseña de la ética. ¿Qué ética? ¿La de “cagarse” en las normas? No, esa es su moral, su doctrina. Incluso invita a sus jóvenes estudiantes a cagarse también en él.  Él se caga en las normas que insulta en perfecto vocabulario obsceno en plena clase, para el agrado de sus alumnos adolescentes. Pero no es un demagogo. Tampoco es un pedagogo, él no pretende inaugurar un nuevo orden moral. Él se caga en muchas cosas porque le place hacerlo. Esa no es su lección, tampoco su enseñanza. Sin embargo, cagarse en las normas, poniéndolas en cuestión o entre paréntesis, es el modo que elige él, su forma particular, para transmitir otra cosa, algo de otro orden. Lo que transmite cuando enseña este profesor catalán es el primer paso, mas nunca el suficiente, para conmover a sus alumnos, para hacer advertir por sus estudiantes de qué modo cada uno está (como todo humano) sujeto a normas que parecen naturales pero que de ningún modo lo son. Muestra que todos los códigos a los que adscriben se sostienen por el grado de adherencia de cada uno. No los adoctrina, como le espetan sus colegas y adversarios, porque el objetivo del Profesor Bergerón no es el de suplantar un orden moral existente por un nuevo imperativo categórico (acaso el de “cagarse en todo”, la lectura más simplista y errada de esta serie). El modo que elije para mostrar cómo pueden las normas someter a cada uno de esos jóvenes no es su ética, en todo caso esa es su propia moral, pero eso es otra cosa. Que sea políticamente incorrecto no es lo que enseña, ese es su estilo (como dije, más o menos simpático, a gusto del consumidor). Su moral es la de la inmoralidad, pero eso no vale nada. Es una elección suya, un modo de ser entre los seres, un “modo hombre entre los hombres”, un narcisismo. Habrá a quienes les importe. En cuanto a mí, me da igual. No es ese el valor de este docente imaginado por alguna mente genial. El valor profundamente destacado de Merlí es el posicionamiento en que se ubica y del que no retrocede jamás: un posicionamiento ético.
¿De qué va la ética[2]? Parafraseando a Sabater. La ética “va” del ejercicio de la reflexión filosófica, que tiene como objetivo el detenerse a analizar las propias acciones y elecciones que siempre hay, pues no hay modo de no ser libres, aún cuando sea en contextos no elegidos, aún cuando sea más tentador continuar de esclavos. Esa es la aporía de la ética: mostrar de qué modo estamos condenados a la libertad de elegir. De esa reflexión sobre la propia vida se espera el aprendizaje del Buen Vivir[3], que no tiene que ver con los logros alcanzados sino con espabilarse ante la vida. Ese Buen Vivir es lo que llamamos ética.
Ese mismo horizonte tiene la idea de ética que detenta el psicoanálisis, aunque es más que una idea, es un posicionamiento. La ética en el psicoanálisis (y no digo “para” digo “en”) es la única forma de “hacerse un ser” en la cruda verdad de existir en tanto seres de la falta: falta en ser. La única diferencia es que el camino del análisis tiene menos que ver con la reflexión conciente y más que ver con el desciframiento inconciente, y a aquello que la filosofía nombra como “Buen Vivir” en psicoanálisis le llamamos responsabilización subjetiva. ¿De qué debe hacerse responsable el sujeto? De su deseo. Lo que hace que el humano sea humano es justamente la falta, condición de posibilidad del deseo. ¿Qué le falta al humano? Ese objeto, ese don, que diga con pelos y señales, qué es y cómo conseguir aquello que lo colme en su existencia, aquello que satisfaga todas sus vicisitudes en tanto las necesidades son de orden biológico (y todos sabemos de qué modo las necesidades biológicas satisfechas no cubren la cuota de felicidad-infelicidad que nos aqueja). Lo que el animal-hombre no tiene (o ha perdido para siempre por causa del lenguaje que lo parasita) es aquello que lo nombre y le dé esencia, que diga quién es. En torno a esa falta el hombre ha hecho al menos dos cosas, y con eso se las viene arreglando más o menos desde hace siglos: construyó la deontología moral (que le prescribe normas y conductas) y se trazó un destino como ser deseante. Muchas veces estas construcciones van de la mano y el orden social consensuado (¡Oh! Moralidad…) camina por las calles junto al deseo. Otras veces el deseo, que es muy diferente a haber elegido tenerlo, se lleva de los pelos con la moral. Y ahí nace el conflicto… o la neurosis. La esclavitud antes referida es la neurosis, pero aún eso no es decir mucho. Se puede estar adormecido en una neurosis más o menos feliz. El problema comienza cuando algo despabila al neurótico que se las ha arreglado más o menos hasta el momento para convivir con una pequeña piedra en su zapato. Cuando esa piedra se hace grande, caminar cuesta demasiado. Depende de cuán avanzado esté en su andar este esclavo (sujeto a la moral y al deseo, ambos con su cara alienante y trágica respectivamente) llegará a algún lugar preguntándose por su responsabilidad sobre esa piedra. En otros casos sólo podrá quejarse de ella y la mayoría de las veces simplemente caminará torcido sin saber ni de la piedra ni de su andar. Si allí,  donde su andar errante se detiene, se encuentra con un analista tal vez tenga la chance de iniciar un camino ético, aquél de preguntarse por su responsabilidad en todo aquello de lo que se queja[4]. No para encontrar culpables sino para interrogar a la única persona que puede dar cuenta de su devenir como sujeto: él o ella mismos.
El analista, si lo hay,  es en tanto oreja que escucha en una determinada posición, que es ética. El analista no es un ser, una persona, es un lugar a ocupar; haberse adoctrinado en la obra de Freud no hace al analista. ¿Qué hace al analista? Cada encuentro en el que tiene la oportunidad de atrapar con las orejas[5] un sujeto que habla de su deseo allí donde no sabe que está concernido. La posición del analista es ética porque su obligación es la de no retroceder, aunque sea incómodo. Su función no es la de resolver, ni la de educar, ni la de adaptar ni aún la de consolar (aunque no está prohibido que lo haga). Su función es la de conmover, mostrando al paciente de qué modo está alienado en aquello que dice, de qué modo está comprometido su deseo en aquello que padece. El modo que tiene el analista para no retroceder de su posicionamiento es también ético porque compromete su propio deseo, deseo de analista, de ocupar allí ese lugar. ¿Qué hace que el psicólogo tenga deseos de estar en ese lugar donde la más de las veces se reciben llantos, quejas, declaraciones impúdicas, confesiones trágicas, testimonios desgarradores,  parloteo insoportable e incluso escupidas en la cara? Ese interrogante tiene respuesta, pero excede este trabajo. En todo caso la pista está en eso que llamamos deseo, lo más caro e insondable de nuestro ser. Con ese deseo además convoca el deseo del paciente cuando ya ha transitado el primer tramo de un análisis. Al cabo de un tiempo el paciente (ahora llamado analizante) es el que hace todo el trabajo y, sorpréndanse, lo hace “encantado”. ¿Qué es ese encantamiento que pone al analista, a él mismo, como objeto de deseo del analizante por cuyo rodeo el sujeto se encuentra con el suyo, su propio deseo?
Merlí en posición de analista.
Si ser analista es ocupar un lugar ético desde el cual convocar el deseo a partir de ofrecerse como objeto de ese deseo, digo: Merlí está en ese lugar.  Fíjense, él lo declara abiertamente y en ese lugar donde está concernido en su deseo lo reconocen luego sus jóvenes alumnos. Merlí les dice el primer día de clase: “Quiero que se exciten con la filosofía”. Nuevamente, no es el lenguaje acaso soez que utiliza el profesor lo que me interesa sino a dónde apunta: al deseo de los chicos y chicas que lo oyen, quienes al finalizar el curso le dedican un grafiti que dice “Tú nos excitas”. Más allá de la alusión sexual del término (alusión que tiene para el psicoanálisis una riqueza que no voy a precisar aquí), lo que connota ese vocablo es que ellos, los alumnos, están inquietos, conmovidos, lanzados a las preguntas, encantados con los planteos, ávidos de interrogantes, contaminados de deseo. Merlí no quiere a nadie pero tiene lugar para todos, a ninguno rechaza, a todos sus jóvenes les brinda espacio. Es repudiado por sus colegas, difamado por los padres, cuestionado por sus propios alumnos, pero él no retrocede. Su hijo lo resiste, un alumno lo escupe en la cara, otra lo rechaza, pero él sigue adelante. No lo hace por amor a la humanidad, no lo hace convencido ni siquiera, puesto que duda (y somos testigos de cómo duda, cuando su narcisismo, que no es chico, se lo permite). ¿Por qué hace lo que hace Merlí? Simplemente no puede evitarlo, habitado como está por su deseo. Como caminantes torcidos, invadidos por la piedra de las convenciones sociales alienantes, sus alumnos empiezan a advertir de qué modo eligen o han elegido un lugar en aquello que los aqueja o aún en lo que desconocen como modalidad renga de grupo social al que pertenecen. Merlí se los va señalando y los interroga acerca de ello. Los jóvenes no cesan de pedirle que responda, no cesan de demandarle que resuelva las incógnitas, pero él ¿qué hace? “Se caga”. No da las respuestas, los deja “con las ganas”. A estos jóvenes, entonces, no les queda más remedio que ir ellos encontrando las respuestas, incluso equivocadas, a los problemas que los aquejan, con el camino libre de hacerse cargo luego de esas respuestas que dan, sobre las que el profesor vuelve a invitarlos a interrogarse, de la mano de las lecciones acerca de los filósofos más reconocidos del pensamiento occidental. Él no sabe a dónde irán sus alumnos con cada cuestionamiento al que los invita, no lo prevé de antemano, pero sí los acompaña en ese tránsito e incluso en las consecuencias a veces lamentables. Sus detractores lo acusan de adoctrinar a los adolescentes, testigos como son de la fascinación que los enciende (o excita), pero los mismos jóvenes saben que se trata de otra cosa. Muy parecido es el ataque contra el psicoanálisis, al que se acusa de “sugestivo” (adoctrinamiento), demasiado sexualizante (promotor del deseo), no sujetado a ciencia (inmoralidad moderna).
Merlí es absolutamente inmoral, eso lo hace más o menos detestable, más o menos encantador. Pero el brillo de su valor no es eso ni su opuesto: él no es modelo de nada, como tampoco lo es un buen analista. Como hombre puede ganar adeptos o detractores, pero como sujeto de la ética es absolutamente indispensable. Que sea un inmoral ese es su propio barro, su propia caca, y no es eso lo que ofrece, porque sabe, como sujeto ético que es, que todo lo que acaso pueda darse como don es “regalo de una mierda[6]”. Lo mejor que puede dar es eso que no tiene, ese lugar que deja vacante, donde no da respuesta, donde él mismo es sujeto de la falta. Allí se hace posible la apertura del espacio para el deseo. Es esa “nada” que da a partir de la cual se hace posible el lugar del verdadero amor donde aloja a cada uno de esos jovencitos. Se “caga en todo” y aún eso es nada porque el valor de lo que enseña no es el de “cagarse” en las normas sino el de mostrar que ellas, el conjunto de las convenciones humanas son, como la mierda que escondemos, el producto de nuestra industriosa enfermedad parlante.



[1] Lacan, J. (1958) “La dirección de la cura y los principios de su poder” Escritos 2. Buenos Aires. Siglo XXI Editores. 1999.
[2] Sabater, F.(2008) “Ética para Amador.” Buenos Aires. Paidós.
[3] Sabater, F. (2008)
[4] Lacan, J. (1951) “Intervención sobre la transferencia”. En Escritos 1. Buenos Aires. Siglo XXI Editores.
[5] Lacan, J. (1955) “Variantes de la cura tipo”. En Escritos 1. Buenos Aires. Siglo XXI Editores.
[6] Lacan, J. (1964). El Seminario. Libro 11: “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”. Buenos Aires, Barcelona, México. Paidós.

4 comentarios:

  1. Me encantó el texto y hasta me emocionó debo reconocer... Ahora quiero retomar la serie jaja

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  2. Aunque sea tal vez tarde, se lo dedico a mi profesor de filosofía Sergio Resquim quien abonó, allá por el año 1999, en un aula de la escuela Normal en Mercedes, el gusto por el berretín de pensar...

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