No es simpático, o tal vez lo
sea, pero en el fondo, Merlí es absolutamente detestable, aunque también
encantador. Por momentos hasta es cínico, parece estar improvisando pero
también nos deja imaginar que tiene un propósito para todo lo que hace. Y lo
tiene: el de conmover. No en el sentido emotivo del término. Merlí conmueve
todo lo que lo rodea, subvierte el orden de la realidad que toca, a quienes
toca. Su objetivo es el de promover el cuestionamiento, pero no tiene ningún
horizonte acerca del cual pretende que sus alumnos lleguen, no tiene un trazado
pero sabe a dónde apunta: al corazón del ser, menos seguro de lo que es en
tanto más está allí comprometido[1].
Merlí Bergerón es un profesor
de secundaria en Barcelona, un personaje de ficción cuyo paso por la vida de un
grupo de alumnos hace que la vida de estos ya no sea la misma. Imparte
lecciones de filosofía, pero enseña de la ética. ¿Qué ética? ¿La de “cagarse”
en las normas? No, esa es su moral, su doctrina. Incluso invita a sus jóvenes
estudiantes a cagarse también en él. Él
se caga en las normas que insulta en perfecto vocabulario obsceno en plena
clase, para el agrado de sus alumnos adolescentes. Pero no es un demagogo. Tampoco
es un pedagogo, él no pretende inaugurar un nuevo orden moral. Él se caga en
muchas cosas porque le place hacerlo. Esa no es su lección, tampoco su
enseñanza. Sin embargo, cagarse en las normas, poniéndolas en cuestión o entre
paréntesis, es el modo que elige él, su forma particular, para transmitir otra
cosa, algo de otro orden. Lo que transmite cuando enseña este profesor catalán
es el primer paso, mas nunca el suficiente, para conmover a sus alumnos, para hacer
advertir por sus estudiantes de qué modo cada uno está (como todo humano) sujeto
a normas que parecen naturales pero que de ningún modo lo son. Muestra que todos
los códigos a los que adscriben se sostienen por el grado de adherencia de cada
uno. No los adoctrina, como le espetan sus colegas y adversarios, porque el
objetivo del Profesor Bergerón no es el de suplantar un orden moral existente
por un nuevo imperativo categórico (acaso el de “cagarse en todo”, la lectura
más simplista y errada de esta serie). El modo que elije para mostrar cómo
pueden las normas someter a cada uno de esos jóvenes no es su ética, en todo
caso esa es su propia moral, pero eso es otra cosa. Que sea políticamente
incorrecto no es lo que enseña, ese es su estilo (como dije, más o menos simpático,
a gusto del consumidor). Su moral es la de la inmoralidad, pero eso no vale
nada. Es una elección suya, un modo de ser entre los seres, un “modo hombre
entre los hombres”, un narcisismo. Habrá a quienes les importe. En cuanto a mí,
me da igual. No es ese el valor de este docente imaginado por alguna mente genial.
El valor profundamente destacado de Merlí es el posicionamiento en que se ubica
y del que no retrocede jamás: un
posicionamiento ético.
¿De qué va la ética[2]? Parafraseando
a Sabater. La ética “va” del ejercicio de la reflexión filosófica, que tiene
como objetivo el detenerse a analizar las propias acciones y elecciones que
siempre hay, pues no hay modo de no ser libres, aún cuando sea en contextos no
elegidos, aún cuando sea más tentador continuar de esclavos. Esa es la aporía de
la ética: mostrar de qué modo estamos condenados a la libertad de elegir. De
esa reflexión sobre la propia vida se espera el aprendizaje del Buen Vivir[3],
que no tiene que ver con los logros alcanzados sino con espabilarse ante la
vida. Ese Buen Vivir es lo que llamamos ética.
Ese mismo horizonte tiene la
idea de ética que detenta el psicoanálisis, aunque es más que una idea, es un
posicionamiento. La ética en el psicoanálisis (y no digo “para” digo “en”) es
la única forma de “hacerse un ser” en
la cruda verdad de existir en tanto seres de la falta: falta en ser. La única
diferencia es que el camino del análisis tiene menos que ver con la reflexión
conciente y más que ver con el desciframiento inconciente, y a aquello que la
filosofía nombra como “Buen Vivir” en psicoanálisis le llamamos responsabilización subjetiva. ¿De qué
debe hacerse responsable el sujeto? De su deseo.
Lo que hace que el humano sea humano es justamente la falta, condición de
posibilidad del deseo. ¿Qué le falta al humano? Ese objeto, ese don, que diga
con pelos y señales, qué es y cómo conseguir aquello que lo colme en su
existencia, aquello que satisfaga todas sus vicisitudes en tanto las
necesidades son de orden biológico (y todos sabemos de qué modo las necesidades
biológicas satisfechas no cubren la cuota de felicidad-infelicidad que nos
aqueja). Lo que el animal-hombre no tiene (o ha perdido para siempre por causa
del lenguaje que lo parasita) es aquello que lo nombre y le dé esencia, que
diga quién es. En torno a esa falta el hombre ha hecho al menos dos cosas, y
con eso se las viene arreglando más o menos desde hace siglos: construyó la
deontología moral (que le prescribe normas y conductas) y se trazó un destino como
ser deseante. Muchas veces estas construcciones van de la mano y el orden social
consensuado (¡Oh! Moralidad…) camina por las calles junto al deseo. Otras veces
el deseo, que es muy diferente a haber elegido tenerlo, se lleva de los pelos
con la moral. Y ahí nace el conflicto… o la neurosis. La esclavitud antes
referida es la neurosis, pero aún eso no es decir mucho. Se puede estar
adormecido en una neurosis más o menos feliz. El problema comienza cuando algo
despabila al neurótico que se las ha arreglado más o menos hasta el momento para
convivir con una pequeña piedra en su zapato. Cuando esa piedra se hace grande,
caminar cuesta demasiado. Depende de cuán avanzado esté en su andar este
esclavo (sujeto a la moral y al deseo, ambos con su cara alienante y trágica
respectivamente) llegará a algún lugar preguntándose por su responsabilidad sobre
esa piedra. En otros casos sólo podrá quejarse de ella y la mayoría de las
veces simplemente caminará torcido sin saber ni de la piedra ni de su andar. Si
allí, donde su andar errante se detiene,
se encuentra con un analista tal vez tenga la chance de iniciar un camino
ético, aquél de preguntarse por su responsabilidad en todo aquello de lo que se queja[4].
No para encontrar culpables sino para interrogar a la única persona que puede
dar cuenta de su devenir como sujeto: él o ella mismos.
El analista, si lo hay, es en tanto oreja que escucha en una
determinada posición, que es ética. El analista no es un ser, una persona, es
un lugar a ocupar; haberse adoctrinado en la obra de Freud no hace al analista.
¿Qué hace al analista? Cada encuentro en el que tiene la oportunidad de atrapar con las orejas[5]
un sujeto que habla de su deseo allí donde no sabe que está concernido. La
posición del analista es ética porque su obligación es la de no retroceder,
aunque sea incómodo. Su función no es la de resolver, ni la de educar, ni la de
adaptar ni aún la de consolar (aunque no está prohibido que lo haga). Su
función es la de conmover, mostrando al paciente de qué modo está alienado en
aquello que dice, de qué modo está comprometido su deseo en aquello que padece.
El modo que tiene el analista para no retroceder de su posicionamiento es
también ético porque compromete su propio deseo, deseo de analista, de ocupar
allí ese lugar. ¿Qué hace que el psicólogo tenga deseos de estar en ese lugar
donde la más de las veces se reciben llantos, quejas, declaraciones impúdicas, confesiones
trágicas, testimonios desgarradores,
parloteo insoportable e incluso escupidas en la cara? Ese interrogante
tiene respuesta, pero excede este trabajo. En todo caso la pista está en eso
que llamamos deseo, lo más caro e insondable de nuestro ser. Con ese deseo además convoca el deseo del paciente cuando ya
ha transitado el primer tramo de un análisis. Al cabo de un tiempo el paciente
(ahora llamado analizante) es el que hace todo el trabajo y, sorpréndanse, lo
hace “encantado”. ¿Qué es ese encantamiento que pone al analista, a él mismo,
como objeto de deseo del analizante
por cuyo rodeo el sujeto se encuentra con el suyo, su propio deseo?
Merlí
en posición de analista.
Si ser analista es ocupar un
lugar ético desde el cual convocar el deseo a partir de ofrecerse como objeto
de ese deseo, digo: Merlí está en ese lugar. Fíjense, él lo declara abiertamente y en ese
lugar donde está concernido en su deseo lo reconocen luego sus jóvenes alumnos.
Merlí les dice el primer día de clase: “Quiero
que se exciten con la filosofía”. Nuevamente, no es el lenguaje acaso soez
que utiliza el profesor lo que me interesa sino a dónde apunta: al deseo de los
chicos y chicas que lo oyen, quienes al finalizar el curso le dedican un grafiti
que dice “Tú nos excitas”. Más allá
de la alusión sexual del término (alusión que tiene para el psicoanálisis una
riqueza que no voy a precisar aquí), lo que connota ese vocablo es que ellos,
los alumnos, están inquietos, conmovidos, lanzados a las preguntas, encantados
con los planteos, ávidos de interrogantes, contaminados de deseo. Merlí no quiere
a nadie pero tiene lugar para todos, a ninguno rechaza, a todos sus jóvenes les
brinda espacio. Es repudiado por sus colegas, difamado por los padres,
cuestionado por sus propios alumnos, pero él no retrocede. Su hijo lo resiste,
un alumno lo escupe en la cara, otra lo rechaza, pero él sigue adelante. No lo
hace por amor a la humanidad, no lo hace convencido ni siquiera, puesto que
duda (y somos testigos de cómo duda, cuando su narcisismo, que no es chico, se
lo permite). ¿Por qué hace lo que hace Merlí? Simplemente no puede evitarlo,
habitado como está por su deseo. Como caminantes torcidos, invadidos por la
piedra de las convenciones sociales alienantes, sus alumnos empiezan a advertir
de qué modo eligen o han elegido un lugar en aquello que los aqueja o aún en lo
que desconocen como modalidad renga de grupo social al que pertenecen. Merlí se
los va señalando y los interroga acerca de ello. Los jóvenes no cesan de
pedirle que responda, no cesan de demandarle que resuelva las incógnitas, pero
él ¿qué hace? “Se caga”. No da las respuestas, los deja “con las ganas”. A
estos jóvenes, entonces, no les queda más remedio que ir ellos encontrando las
respuestas, incluso equivocadas, a los problemas que los aquejan, con el camino
libre de hacerse cargo luego de esas respuestas que dan, sobre las que el
profesor vuelve a invitarlos a interrogarse, de la mano de las lecciones acerca
de los filósofos más reconocidos del pensamiento occidental. Él no sabe a dónde
irán sus alumnos con cada cuestionamiento al que los invita, no lo prevé de
antemano, pero sí los acompaña en ese tránsito e incluso en las consecuencias a
veces lamentables. Sus detractores lo acusan de adoctrinar a los adolescentes,
testigos como son de la fascinación que los enciende (o excita), pero los
mismos jóvenes saben que se trata de otra cosa. Muy parecido es el ataque
contra el psicoanálisis, al que se acusa de “sugestivo” (adoctrinamiento),
demasiado sexualizante (promotor del deseo), no sujetado a ciencia (inmoralidad
moderna).
Merlí es absolutamente inmoral,
eso lo hace más o menos detestable, más o menos encantador. Pero el brillo de
su valor no es eso ni su opuesto: él no es modelo de nada, como tampoco lo es
un buen analista. Como hombre puede ganar adeptos o detractores, pero como
sujeto de la ética es absolutamente indispensable. Que sea un inmoral ese es su
propio barro, su propia caca, y no es
eso lo que ofrece, porque sabe, como sujeto ético que es, que todo lo que acaso
pueda darse como don es “regalo de una mierda[6]”. Lo
mejor que puede dar es eso que no tiene,
ese lugar que deja vacante, donde no da respuesta, donde él mismo es sujeto de
la falta. Allí se hace posible la apertura del espacio para el deseo. Es esa “nada”
que da a partir de la cual se hace posible el lugar del verdadero amor donde
aloja a cada uno de esos jovencitos. Se “caga en todo” y aún eso es nada porque
el valor de lo que enseña no es el de “cagarse” en las normas sino el de
mostrar que ellas, el conjunto de las convenciones humanas son, como la mierda
que escondemos, el producto de nuestra industriosa enfermedad parlante.
[1] Lacan,
J. (1958) “La dirección de la cura y los principios de su poder” Escritos 2. Buenos
Aires. Siglo XXI Editores. 1999.
[2] Sabater,
F.(2008) “Ética para Amador.” Buenos Aires. Paidós.
[3]
Sabater, F. (2008)
[4] Lacan,
J. (1951) “Intervención sobre la transferencia”. En Escritos 1. Buenos Aires.
Siglo XXI Editores.
[5]
Lacan, J. (1955) “Variantes de la cura tipo”. En Escritos 1. Buenos Aires.
Siglo XXI Editores.
[6] Lacan,
J. (1964). El Seminario. Libro 11: “Los cuatro conceptos fundamentales del
psicoanálisis”. Buenos Aires, Barcelona, México. Paidós.
Me encantó el texto y hasta me emocionó debo reconocer... Ahora quiero retomar la serie jaja
ResponderEliminarYo también!
EliminarAunque sea tal vez tarde, se lo dedico a mi profesor de filosofía Sergio Resquim quien abonó, allá por el año 1999, en un aula de la escuela Normal en Mercedes, el gusto por el berretín de pensar...
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