“Lo que no
encaja”, así definió Lacan al encuentro sexual y al mismo tiempo a la cólera,
que en nuestro rioplatense español se entiende mejor como “bronca”. Rara
coincidencia. ¿Rara? ¿Coincidencia? ¿Forzamiento conceptual de quien escribe?
No importa, me voy a valer de esta convergencia para explicar un poco qué
entiendo de las relaciones en tanto que fallidas.
Para los que
alguna vez me han leído, o escuchado (dependiendo del tipo de tortura elegida,
siempre doy opciones a mis víctimas) sabrán ya que siempre ando preguntándome
cosas. Y en esta especie de compulsión al verbo que tengo, en la que además
pretendo muchas veces sostenerme en la afanosa contradicción de ser original y
al mismo tiempo recoger la experiencia del “sentido común”, hace un tiempo que
me viene haciendo ruido un lugar en el que caigo y del cual no puedo salir: la
generalización. Nadie quiere caer en ella pero sin embargo allí caemos una y
otra vez, más o menos alejados, dependiendo del caso, del prejuicio. Sin
embargo yo creo que esa caída estrepitosa a veces, es una necesidad mas no del
prejuicio sino de la empiria pura. En estos tiempos más áspera es esa caída cuando se aterriza en el terreno de hablar de
“hombres y mujeres” porque nos siguen de cerca las cuestiones de género y no
nos pierden pisada. Y no es una crítica lo que en este momento hago, al
contrario, cuando digo que “nos siguen de cerca” confieso que sus consignas me
interpelan (yo que siempre ando preguntándome cosas). Entonces pienso una y
otra vez antes de decir “nosotras las mujeres” o “ellos los hombres”, como si uno
tuviera un conocimiento de la extensión universal en la que incluye a todos los
humanos y encima se prestara, eso, la condición humana, a la formación de
conjuntos… Pero ahí caigo, para reír, para quejarme, para pensar incluso. Y, ¿por
qué? ¿Por qué no podemos dejar de hacerlo? (Nuevamente estoy incluyendo a
alguno de ustedes en este conjunto de seres hablantes abotonados en el sentido
común.)
Cuando las
personas hablamos, generalizando, de hombres y de mujeres, refiriéndonos a unos
como queriendo tal cosa, aludiendo a otros como buscando tal otra, lo que
estamos intentando circunscribir, de modo torpe tal vez, es la diferencia, lo
que no encaja, la desproporción. No la diferencia en el sentido más conocido,
aquella que señala como faltando en un lugar lo que en otro lado hay por exceso, o
viceversa. No, no esa diferencia sino la de la desproporción sexual. Cuando
Lacan dijo “no hay relación sexual” y muchos se desgarraron las vestiduras, lo
que estaba tratando de situar era el hecho de que la mujer y le hombre no son
cerradura y llave, no son hembra y macho (ni en sentido carnal ni en sentido
eléctrico). “No hay relación sexual” no quiere decir que no hay sexo sino que
eso, lo sexual, lo que ocurre entre los partenaires en función del sexo que van
a celebrar o simplemente intentar promover, no es una relación en el sentido
matemático, de la mutua correspondencia.
Hace poco le
escuché decir a un psicoanalista al que admiro, Pablo Peusner, que una
traducción más amable de “no hay relación sexual” es “no hay proporción sexual”.
Habida cuenta de la polisemia de nuestra palabra “relación”, su equivalente “proporción” nos permite
vislumbrar con mayor alcance lo que Lacan estaba queriendo precisar. Muy lejos
de una supuesta igualdad o de una desigualdad recíproca (que vendría a ser lo
mismo), que no haya sino “desproporción sexual” significa que eso no encaja,
que no hay reciprocidad que complete la esfera; que en tanto la simetría, la
complementariedad no existen, eso está destinado a fallar (estrepitosa o
mínimamente). Entonces, cuando hablamos así, generalizando, medio
coloquialmente, con el sentido común de la experiencia vibrando en las
postrimerías de un encuentro romántico, decimos: “nosotras” las mujeres o
“nosotros” lo hombres porque es casi una necesidad del lenguaje, es una
apelación a categorías que nace en la exegesis de los acontecimientos ocurridos
cuando intentamos hacer con nuestro sentir y vivir un discurso que haga lazo.
Usamos categorías simbólicas, repartimos, buscamos la proporción en la frustración
de encontrarnos con que no la hay. Volvemos a poner en verbo una distribución
proporcionada de lo que jamás tuvo ni tendrá distribución pareja (y como dice
la canción, tampoco juicio). Lo que uno intenta es dar expresión (académica o
catártica) de lo que uno vive o ha vivido. Recurre así a las pocas o muchas
categorías de pensamiento con que cuenta, y lo hace siempre desde la
subjetividad, entonces, si yo soy mujer heterosexual, cuando digo “los hombres”
en verdad estoy queriendo dar cuenta del siguiente grupo: aquellos con quienes
yo, y algunas de mis congéneres, nos hemos cruzado (chocado, colisionado,
dependiendo del afortunado o catastrófico caso). Porque soy mujer heterosexual
hablo de “nosotras” y de “ellos”, pero podría ser homosexual y entonces usaría
otro modo, tal vez. No los conozco. Dicho de otra manera, es la forma que
encontramos para hablar de eso, tan difícil de circunscribir, que es el encuentro
con el otro, con lo Otro. La otredad, lo diferente. Nuevamente, lo diferente no
en sentido de adjudicar allí lo que falta aquí, o de sancionar la carencia
acullá donde por acá hay por demás. La diferencia más radical, lo que no se
deja atrapar ni con palabras. Pero, en esto estamos, siempre intentando.
Y esa
diferencia, ¿de qué se trata entonces? De una hiancia imposible de suturar a no
ser por el intento siempre fallido de la palabra y la imagen. Hombre-mujer,
pene-vagina, Boca-River, día-noche… Luz-sombra… Organizamos en pares porque no
sabemos mucho cómo hacer con la cosa, que no encaja en ningún lado a no ser
cual piedra en un zapato que no se deja quitar. Pero entre “los dos” que
inventamos, símbolos en oposición, está ese elemento tercero que siempre se da
cita en este encuentro que no es sólo “de dos”. El falo, en tanto significante,
nos ayuda a hablar de eso, nada más. Por eso un montón de detractores del
psicoanálisis se refugiaron en la crítica imaginaria creyendo que cuando
decimos falo hablamos de pene (no han leído a Freud o lo han leído muy mal,
pero esa es harina de otro costal). El falo representa esa diferencia, lo que yo llamo “lo que no
encaja”. Lo que nunca va a encajar, la diferencia siempre a la orden del
encuentro entre lo buscado y lo efectivamente hallado. La diferencia que
siempre hace hueco a lo que no se cierra en una forma, lo que no hace
completud. Desengáñense: la ley de la media naranja es falaz no porque seamos
naranjas enteras, sino porque no hay mitad que nos colme. Por constitución los
humanos estamos incompletos y sin solución de continuidad (los que deseen
seguir sosteniendo la ilusión aristofánica del hallazgo que completa, o la
igualmente ficcional imagen de la autosuficiencia,
ya podrán dejar de leer lo que ahora escribo). En cuanto a mi experiencia, somos
fallados, incompletos y con esa falla vamos hacia el encuentro con otro, mujer,
hombre, trans, lo que fuere. Yo hablo desde mi subjetividad, por eso caigo sin
poder (o sin querer) evitarlo en esto que se tiñe del color de la
generalización pero que en verdad obedece a una ley universal: entre el placer
hallado y el deseo que motoriza su búsqueda siempre hay diferencia y eso se
llama insatisfacción. Con eso podemos hacer lo que sea: síntoma, queja, amor o
discurso. Estamos advertidos. Por supuesto que hay modos de fallar con el otro más amables y algunos de mayor
padecimiento. Pero, cuidado, filántropos no se aflijan. La insatisfacción viene
con soporte técnico: se llama deseo. No se trata de renunciar a la búsqueda sino
de hacerlo con este horizonte más advertido. La desproporción es eso. Ahora,
para salvar la falla tenemos ese aliado increíblemente astuto e incondicional
que es el deseo. A por él con las alternativas que el lenguaje y la imaginación nos proporcionen. Yo escribo.
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