¿Sabés qué perdura cuando la ilusión de amor
termina? Perdura la complicidad entre las amigas, qué ahí se quedan para callar
o decir, tal como las circunstancias lo demanden. Y, ¿sabés qué más? Esas
cositas de las que está hecha la pequeña rutina: un sol en la ventana, una taza
de té al anochecer, una vieja canción que vuelve como traída por el destino, y
te envuelve… Permanecen ahí esas cosas que van y siempre vuelven, y las que
jamás se alejan. Se quedan el vino y la risa, aceitunas, una ducha tibia… Y en
el horizonte de todo lo que persiste y todo lo reiterado, está además lo que
continúa, aquello que “todavía”. Y entre los “todavía” diarios, entre el dulce
destino de lo reencontrado; entre lo
insoluble de la amistad y la vaga idea de lo cierto; ahí, en un rincón
chiquito, como luz que brota entre las sombras… ahí, ahí, como canto de un
grillo que se cuela entre las estrellas de la noche en el verano, como susurro
de viento que se mezcla con el vapor de una taza de café en invierno… ahí,
junto a la maleza que revienta en flor entre las piedras de primavera, junto al
crepitar de las hojas amarillas del otoño que se afana por evitar ser tristeza,
ahí mismo donde la idea falaz de que ya no queda nada choca contra los molinos
de viento del Quijote. Ahí está tu “vos”, tu “yo”, tu “eres”, las cosas que
haces o que eres capaz de emprender. Y entonces lo acabado duele mejor.
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