viernes, 16 de junio de 2017

Al final de un comienzo.

 ¿Sabés qué perdura cuando la ilusión de amor termina? Perdura la complicidad entre las amigas, qué ahí se quedan para callar o decir, tal como las circunstancias lo demanden. Y, ¿sabés qué más? Esas cositas de las que está hecha la pequeña rutina: un sol en la ventana, una taza de té al anochecer, una vieja canción que vuelve como traída por el destino, y te envuelve… Permanecen ahí esas cosas que van y siempre vuelven, y las que jamás se alejan. Se quedan el vino y la risa, aceitunas, una ducha tibia… Y en el horizonte de todo lo que persiste y todo lo reiterado, está además lo que continúa, aquello que “todavía”. Y entre los “todavía” diarios, entre el dulce destino de lo reencontrado; entre  lo insoluble de la amistad y la vaga idea de lo cierto; ahí, en un rincón chiquito, como luz que brota entre las sombras… ahí, ahí, como canto de un grillo que se cuela entre las estrellas de la noche en el verano, como susurro de viento que se mezcla con el vapor de una taza de café en invierno… ahí, junto a la maleza que revienta en flor entre las piedras de primavera, junto al crepitar de las hojas amarillas del otoño que se afana por evitar ser tristeza, ahí mismo donde la idea falaz de que ya no queda nada choca contra los molinos de viento del Quijote. Ahí está tu “vos”, tu “yo”, tu “eres”, las cosas que haces o que eres capaz de emprender. Y entonces lo acabado duele mejor.

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